Autor: jeromor
lunes, 10 de enero de 2005
Sección: De los pueblos de Celtiberia
Información publicada por: jeromor
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Señas de identidad e historias medievales, por José Ángel García de Cortázar
A propósito del tema que nos está ocupando últimamente bastante, del origen y la originalidad del pueblo vasco (y de otros), este artículo me parece una reflexión muy interesante y que merece ser leída con atención.
En la primavera del año 1990, en una ciudad española al sur del paralelo de Madrid, tuve ocasión de pronunciar una conferencia sobre la sociedad del norte de la península Ibérica en la Edad Media.
En el coloquio, dos de los oyentes opinaron que mi exposición había subrayado excesivamente algunos rasgos específicos de los marcos sociales de las poblaciones situadas al norte de la cordillera Cantábrica. En concreto, de los valles, estudiados por mis discípulas Elena Barrena (para Guipúzcoa) y Carmen Díez (para Cantabria). Especialmente, uno de los asistentes discrepaba de algunas de mis opiniones porque, a su juicio, “podían proporcionar apoyatura a reivindicaciones actuales de identidad propia”.
En el otoño de 1995, en una ciudad española al este del meridiano de Zaragoza, dirigí un seminario sobre la organización social del espacio en el reino de Castilla en el siglo XII. En el pasillo que conducía a la SALA en que se realizaba el seminario, uno de los asistentes fue interrogado por una persona ajena sobre el motivo de mi presencia. La respuesta constituyó para mí una verdadera sorpresa: “Ha venido a explicarnos el hecho diferencial castellano”. ¡Y yo sin saberlo!
En el invierno de 2000, asistí en Bilbao a una conferencia conmemorativa de los seiscientos años del nacimiento del cronista y banderizo Lope García de SALAzar. El conferenciante iba desgranando la relación de escaramuzas, peleas y venganzas en que don Lope había participado activamente. En un momento dado, mis desconocidos compañeros de fila de butacas, después de removerse nerviosos un buen rato en sus asientos, exclamaron con voz bastante audible para el entorno: “¡Pero es que este conferenciante no va a hablar de la situación actual de aquí!”
Los tres ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito y confirman algunos datos cada vez más presentes en el quehacer y, sobre todo, en el pensar del historiador. En especial, dos: “toda historia es, a la postre, historia contemporánea”; “sólo encontramos lo que buscamos”. En otras palabras, en buena parte, son las preocupaciones actuales las que orientan nuestras indagaciones en el pasado. En unos casos, por el puro placer intelectual de conocer otros tiempos, otros mundos. En otros, para hallar en aquél algunas de las claves explicativas de nuestro presente. En otros, por fin, para seleccionar los materiales con que elaborar la reconstrucción histórica del futuro que deseamos.
En los últimos treinta años, tanto en Europa como, particularmente, en España, ha aumentado espectacularmente el número de los que, con uno u otro de esos objetivos, han escarbado en la historia. Concretamente, en la que atañe a mi dedicación profesional, la historia medieval. Los resultados más visibles de esa dedicación al conocimiento o, simplemente, utilización del pasado ofrecen una llamativa paradoja. Mientras los historiadores profesionales encuentran cada vez más puntos de semejanza en la evolución de las distintas sociedades europeas, los reconstructores históricos del futuro hallan cada vez más puntos de diferencia en el pasado.
Este doble comportamiento resulta especialmente evidente en el conocimiento de la historia antigua y medieval de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. En los últimos cuarenta años, en el ámbito de la historia científica, se han evaporado los rasgos identitarios que se atribuían a los habitantes de esos territorios y, por extensión, a otros de la cornisa cantábrica en la Edad Media. En su lugar, ha aflorado una historia de constantes participaciones en acciones, lo que ya sabíamos, y en procesos, lo que, en parte, se discutía, que iguala ritmos y rasgos de la historia de aquellos territorios con los del resto de la Península Ibérica. Más especialmente, con los de los espacios políticos a los que los tres territorios, entonces claramente individualizados entre sí, pertenecieron. Ya fuera el reino de Asturias, el de Navarra o el de Castilla.
La magnitud de esta renovación de la visión histórica ha sido una de las más importantes de las experimentadas en la historiografía regional española. Cada vez con mayor contundencia, los medievalistas alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos han ido afirmando dos cosas. Una, que la historia de sus respectivos territorios sólo se entiende desde la semejanza de los comportamientos con las áreas del entorno. Y otra, que, en materia histórica, sólo se ha encontrado lo que se ha buscado. Ésa es, según aquéllos, la explicación de que, hasta hace pocos años, se hubiera encontrado más paleolítico que neolítico, más indigenismo que romanismo, más linaje que familia, más valle que aldea, más lucha de bandos que crisis social del siglo XIV.
En los últimos años, en cambio, en materia de interpretación histórica, asistimos a una secuencia de continuas sustituciones de lo que considerábamos principios, casi mitos, establecidos. Los historiadores, primero, dejaron de creer en la resistencia antirromana de caristios, várdulos y vascones. Después, pasaron a demostrar que los romanos dejaron en nuestras tierras huellas mucho más profundas de lo que creíamos. La antigüista de la Universidad de Deusto en su campus de San Sebastián, Milagros Esteban, ya lo advertía hace unos años: “el tiempo favorece a los romanos”. En otras palabras, conforme se investigue, conforme se multipliquen las prospecciones y las excavaciones, será, cada vez más evidente, la impronta romana. No es extraño que, según reciente nota de prensa, un equipo dirigido por la misma investigadora haya puesto al descubierto la presencia romana en los lugares guipuzcoanos de Aya y Elcano.
El dato es de enorme relevancia para los medievalistas. Una vez más, un espacio al que se refieren algunas de las más tempranas noticias medievales resulta ser un espacio de asentamiento romano. La circunstancia, ya conocida para la ría de Guernica, permite preguntarse si constituirá una constante. Esto es, si los primeros establecimientos medievales documentados en textos escritos fueron precisamente aquéllos que antes sirvieron de asiento a la colonización romana. ¿O sucede simplemente que el espacio, incluso el guipuzcoano y el vizcaíno, estuvo más romanizado de lo que habíamos pensado? No lo sabemos. Tampoco sabemos qué vieron los romanos para integrar, administrativamente, el espacio que hoy es Navarra en el convento jurídico de Zaragoza, mientras incluían los territorios que acabaron siendo Álava, Guipúzcoa y Vizcaya en el de Clunia, cuyas extensas y sugerentes ruinas pueden verse todavía a veinte kilómetros al nordeste de Aranda de Duero.
Los sucesores de los romanos en la península Ibérica, los visigodos, han suscitado opiniones contrarias. Para unos, fueron los iniciadores de una etapa impregnada de germanismo y vínculos privados de vasallaje. Para otros, fueron, simplemente, los últimos romanos, opinión, en estos momentos, absolutamente dominante. Esta prolongación de las vivencias romanas ha hecho muy difícil el reconocimiento de las aportaciones específicas de la etapa visigoda. Desde luego, al revés que hace unos años, hoy pensamos que el dominio de los reyes godos de Toledo se impuso hasta las orillas del mar Cantábrico. En cambio, descubrimientos como los que Agustín Azcárate y su equipo vienen haciendo en Aldayeta, cerca de Vitoria, con testimonios arqueológicos del ámbito franco, parecen sugerir la existencia de una zona de contacto, hostil unas veces, amistoso otras, entre las monarquías merovingia y visigoda a un lado y otro de los Pirineos.
La extinción del reino hispanogodo, con la conquista musulmana a partir del año 711, dejó los espacios del norte de la península Ibérica un tanto a su aire. Sin embargo, un siglo después, el reino asturiano llegó a englobar por el este, cuando menos, los territorios alavés y encartado. Otro siglo más tarde, a comienzos del siglo X, será el reino pamplonés el que, según conjeturas en un mundo todavía sin testimonios escritos, abarcaba Guipúzcoa y, tal vez, la parte oriental de Vizcaya. Los eruditos trabajos de Besga y Larrea parecen haber arrinconado ¿definitivamente? las tesis indigenistas de Barbero y Vigil en el nacimiento de estos dos reinos. Al contrario de lo que éstos pensaban, según las últimas investigaciones de aquellos autores, ambas formaciones políticas exhibieron unos indiscutibles fundamentos hispanogodos. Eran hijas de la tradición romano-visigoda.
El siglo X mostró otras evidencias. La de Fernán González, conde, a la vez, de Castilla y Álava. Y, tras su muerte, la de la influencia, creciente en torno al año mil, del reino pamplonés en el espacio guipuzcoano y vizcaíno y, probablemente, en el oriente del alavés. La realidad de un espacio político que englobaba, a la vez, Navarra (aunque sólo su mitad norte) y los territorios de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, dentro de otro más extenso que iba por el oeste desde la bahía de Santander hasta Atapuerca, sólo se produjo en la historia entre los años 985 y 1076. En esta última fecha, las tierras encartadas y alavesas volvieron al reino de León y las vizcaínas y guipuzcoanas quedaron incorporadas al mismo. Decenios más tarde, entre 1134 y 1170, los reyes de Navarra se esforzaron por reproducir una situación semejante a la de la primera mitad del siglo XI pero su esfuerzo no llegó a cuajar. Desde la última fecha y, especialmente, desde 1200, la historia es ya bien conocida porque, después, la situación prácticamente no ha cambiado. De un lado, un reino de Navarra, sin salida al mar. De otro, los territorios de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, dentro del reino de Castilla. Siete siglos después de la caída del Imperio romano, la línea de fractura política entre uno y otros espacios reproducía el trazado que los administradores de Roma habían dibujado. Otros ocho siglos después de 1200, los reconstructores históricos del futuro nos invitan a participar en dos cortes. Uno temporal: queremos ser los que fuimos entre los años 985 y 1076. Otro espacio-temporal: queremos ser los que fuimos entre los años 985 y 1076 pero queremos serlo en la traducción que, en 1833, hizo Javier de Burgos. Esto es, según el marco provincial que nos asignó el naciente constitucionalismo español. Nuestras señas de identidad, y no sólo las de vascos y navarros, sino también las de riojanos, cántabros, catalanes, manchegos y andaluces están prendidas en el espacio de unos límites provinciales relativamente recientes.
A partir de ellos se exige a los vecinos de Tovillas que proclamen y reclamen su identidad vasca mientras a los de Valpuesta, en el mismo valle y a cinco kilómetros de distancia, se les exige la castellana. Para muchos de sus ciudadanos, el Estado español de las Comunidades Autónomas viene a sintetizar, en sus perfiles territoriales, una lejana historia medieval, llena de fluidez y variaciones, y el rígido marco espacial propuesto por los administrativos del siglo XIX. De la primera los políticos extraen los imaginarios. Con frecuencia, intemporalizados e inespaciados. El segundo les proporciona las fronteras en que encuadrarlos. Y, con ellas, la población que, por residir dentro de ellas, debe aceptar tales imaginarios.
Son esos imaginarios los que manejan los políticos para sembrar de diferencias la historia de dos pueblos contiguos, de dos comarcas limitáneas, que hasta ahora la compartían con sus vecinos como compartían los pastos para sus ganados o las aguas para sus riegos y sus moliendas. De repente, te enseñan a ser diferente. Más aún, resultas sospechoso si no resaltas, si no te jactas de las diferencias, como el obispo de Gerona acaba de recordar y recomendar a sus feligreses. Mientras, los historiadores profesionales insisten machaconamente en poner de relieve las semejanzas de los comportamientos históricos, en alejar de nosotros cualquier tentación de encontrar en ellos diferencias verdaderamente operativas.
Las escasas tentaciones de los historiadores maduros las van arrumbando investigadores más jóvenes. Estudios como el que acaba de concluir Iñaki García Camino, bajo la dirección de Agustín Azcárate, sobre la historia de Vizcaya entre los siglos V y XII, deja muy pocos resquicios a las señas de identidad. La cerámica romana es sudgálica o riojana. Las tumbas son, como en todas parte, de lajas, de bañera o antropomorfas. El arte es asturiano o, después, románico. El valle funciona socialmente menos que la aldea. La familia es más nuclear que extensa. Los pastos y los montes son, socialmente, menos relevantes que la agricultura. La defensa troncal del patrimonio es un espejismo que no se deduce de los documentos alegados para los siglos XI y XII. El conde o señor de Vizcaya es un delegado del rey (navarro o castellano) y el ejercicio de sus competencias es de tipo público hasta que empieza a privatizarse. Las villas nacen tardíamente y lo hacen a fuero de Logroño.
Los jóvenes historiadores no dejan ni un clavo al que agarrarse para salvar las presuntas identidades pretéritas ante la pleamar de interpretaciones que sólo encuentran semejanzas. Perdón, sólo uno: el idioma. Pero el vascuence apenas ha dejado media docena de testimonios escritos de época medieval. Queda, por tanto, en manos de gran parte de la toponimia de extensas áreas de los territorios la prueba de que el bautismo de sus lugares de asentamiento lo hicieron gentes que hablaban el idioma. Junto a esas áreas y esos lugares, los nombres de otras y otros sugieren que sus bautizadores habían hablado en algún tiempo otras lenguas. Todo eso lo saben de sobra los medievalistas. En cambio, no acaban de encontrar en el pasado otras cosas. Cosas como algún testimonio de que la originalidad lingüística fuera síntoma o factor de modificaciones, de diferencias, en los comportamientos de vizcaínos, guipuzcoanos o alaveses respecto a las gentes de las regiones de su entorno, de su reino de Castilla o, incluso, del espacio europeo occidental.
Como se ve, los historiadores de profesión lo tienen muy claro. El pasado, al menos, medieval ofrece una historia de paralelismos y coparticipaciones en ideas y procesos universales protagonizados por pequeñas unidades sociales y territoriales. Están convencidos hoy de que en la realidad histórica: las grandes coincidencias tuvieron mucho mayor peso que las pequeñas diferencias. ¿Por qué, entonces, se preguntan, la pretensión de los políticos de engrandecer éstas a costa de oscurecer aquéllas? Y la única respuesta que se les ocurre es que los políticos estiman que no tienen que guardar las formas con la historia cuando lo que se juega es, según ellos, el destino de su pueblo. ¿Acaso, en aras del futuro que anhelamos para éste, no es lícito crear una historia a la medida? ¿Es que el porvenir que deseamos no es bastante razón para recomponer el pasado a su servicio? Para los políticos parece que sí. Para los historiadores, desde luego que no. Y para muchos ciudadanos que aspiran a vivir en libertad y democracia, probablemente, tampoco.
Unos y otros no quieren que el camino, siempre incierto y por hacer, del futuro empiece a construirse sobre el secuestro del pasado.
Más informacióen en: http://www.papelesdeermua.com/docs.asp?id=48
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