Autor: soliman
jueves, 19 de enero de 2006
Sección: Denuncias
Información publicada por: soliman
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ASI SE ESCRIBE LA HISTORIA

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Dedicado a Brigantinus poeta liberto de la historia hispana. Para que algún dia encuentre su "ideal salvífico".
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Los vencedores escriben la Historia: la pretendida objetividad de las ciencias sociales es una frágil norma conculcada cuando lo exigen los intereses de las clases dominantes, ya sean económicas, políticas, religiosas o intelectuales. Tal es el caso de la Historia y, muy especialmente, la de España. Es comprensible que la Historia se tergiverse: los hechos son mudos, amasijo informe de datos y sucesos que cada historiador entresaca, ordenándolos y colocándolos para formar el cuadro que le satisface. El andamio mental, los anaqueles y nichos donde el historiador coloca los hechos, son el punto débil de la Historia: para decir qué hechos son los relevantes y dónde se colocan, hay que mirarlos teniendo una teoría previa, y ésta no es objetiva y no puede serlo; es una preconcepción, un punto de partida subjetivo, un partí pris existente en la mentalidad del historiador y que está allí por motivos de clase, de educación recibida, o de propensiones temperamentales y personales.

La teoría previa o visión del mundo con que se abordan «los hechos» para escribir la Historia es elemento decisivo: los mismos hechos, tomados desde puntos de vista distintos, se prestan a interpretaciones dispares. Conviene, por tanto, para comprender la Historia, cambiar de coordenadas teóricas y mirarla desde el mayor número de puntos de vista posibles. No son los hechos y las fechas lo que conviene estudiar, sino los puntos de mira diferentes, las distintas interpretaciones, las redes mentales distintas con que se pesca en el océano confuso de los tiempos. Cada red saca los peces que más le convienen; proponemos aquí uno de los posibles cambios de perspectiva para repensar esta incomprensible historia que se enseña a los españoles con el nombre de Reconquista. Creemos que un punto de vista nuevo sobre los hechos puede resultar tan estimulante para el lector, como irritante para los inmovilistas intelectuales y políticos.

Uno de los aprioris más repetidos es el de dar un sentido progresista a la Historia, marcando con un juicio de valor positivo todos los episodios que favorecen: 1) la unidad nacional y 2) los propósitos de los vencedores. D. H. Lawrence comenta con sorpresa la predilección de los historiadores por los romanos frente a los etruscos. Lawrence, ante los restos de la cultura etrusca lamenta su destrucción a manos de los romanos; el hecho de que los romanos vencieran no les da más razón, sólo indica que eran más fuertes y menos civilizados que los etruscos.

Como los vencedores suelen ser, por lógica, más bárbaros, resulta que los del Norte, en sus diversas avalanchas: arios, dorios, romanos, godos, francos, americanos, son apreciados como triunfadores en tanto que los del Sur, como vencidos, se tienen por raza debilitada, decadente, casi degenerada. El prejuicio de los historiadores, en su mayoría nórdicos, por los vencedores, en su mayoría nórdicos, hace que Grecia se explique por los dorios, olvidando que su cultura había nacido ya en Creta; que Italia se explique por los romanos, cuando son los etruscos quienes civilizan a éstos y mil años después vuelven a civilizar Europa con el Renacimiento; que Iberia se explique por los vascos, cuando son los andaluces quienes han encarnado la cultura ibérica, dando el mayor número de sabios, artistas y poetas; que Francia se explique por los francos, cuando en realidad es su mitad mediterránea la que afianzó la cultura trovadoresca que puso las bases del Renacimiento italiano.

Quiero citar aquí las palabras de D. H. Lawrence sobre la visión histórica de los vencedores: "Los etruscos, como todo el mundo sabe, eran el pueblo que ocupaba el centro de Italia en los principios de Roma ya los cuales los romanos, en su modo usual de tratar a los vecinos, borraron del mapa para hacer sitio a Roma con R mayúscula. Este parece ser el resultado inevitable de la Expansión con E mayúscula, que es la única razón de ser de gente como los romanos."

Mucha gente desprecia todo lo anterior a Cristo que no es griego, por la sencilla razón de que debería ser griego si no lo es. Así que los restos etruscos se minimizan como débiles imitaciones grecorromanas. Y un gran historiador científico como Momsen casi no reconoce que existieran los etruscos. Su existencia le era antipática. El prusiano dentro de él estaba prendado de lo prusiano en los conquistadores romanos. Siendo un gran historiador científico, casi niega la misma existencia del pueblo etrusco. Además, los etruscos eran viciosos, lo cual sabemos porque sus enemigos y exterminadores así lo dijeron. Sin embargo, aquellos puros, sanos, limpios romanos, que aplastaron nación tras nación y destrozaron ci espíritu de libertad en pueblo tras pueblo, y que fueron gobernados por Mesalina y Heliogábalo, dijeron que los etruscos eran viciosos. De modo que basta. Quand le maítre parle, tout le monde se tait. Personalmente, sin embargo, pienso que si los etruscos eran viciosos, yo quisiera serlo como ellos. Para el puritano, todas las cosas son impuras, y los astutos vecinos de los romanos al menos evitaron ser puritanos. Todo es cuestión de sensibilidad. Fuerza bruta y prepotencia pueden hacer un gran efecto, pero al final, lo que vive, vive por su sensibilidad delicada. Es la hierba del campo, frágil entre todas las cosas, lo que mantiene la vida. Si no fuera por ella, ningún imperio se levantaría ni hombre comería pan, y Hércules, Napoleón y Henry Ford no podrían existir.

Antes de que Buda y Jesucristo hablaran, cantaba el ruiseñor, y mucho después que las palabras de ellos se pierdan en el olvido, el ruiseñor cantará aún: porque no predica, ni enseña; no urge ni ordena, sólo canta. Cuando un idiota mata un ruiseñor de una pe­drada, ¿acaso es por ello más grande que el ruiseñor? Porque los ro­manos quitaron la vida a los etruscos> ¿acaso eran más grandes que los etruscos? En modo alguno. Roma cayó y con ella el fenómeno romano. Hoy Italia es más etrusca en su pulso que romana, y siempre será así; es como la hierba natural de Italia, ¿por qué volver al mecanismo y supresión latinorromano?» Lawrence escribía esto en pleno auge del fascismo mussoliniano, cuando el Duce, como Franco en España, rememoraba fastos imperiales, buscando apoyar su dudoso carisma en la tramoya del Imperio romano. Recuerde el lector lo que por entonces escribían los historiadores españoles adictos al régimen, nuestros intelectuales y filósofos.

Para estos historiadores, que aún inspiran buena parte de los libros de texto vigentes en las escuelas, todo lo que favorezca el triunfo de los austeros guerreros del Norte sobre la degenerada molicie de los civilizados sureños irá en provecho de la Historia, que se identifica con el progreso de la unidad nacional, consolidada normalmente por los vencedores. ¿Por qué se nos hacía estudiar en el bachillerato aquella interminable lista de caudillos, cabrerizos bárbaros, llamados reyes godos? No cabe otra explicación, dado el escaso impacto de los godos —unos 80.000 según Vicens Vives— que la de afianzar la monarquía absoluta, a la cual, por cierto, la longitud de la lista estuvo a punto de hundir físicamente cuando se colo­caron en la azotea del Palacio de Oriente las estatuas de todos los reyes godos, hoy bajados del alero y dispersos por los parques de Madrid y ciudades de provincia. La magnificación de los godos se corresponde con otro proceso de manipulación histórica, que nos afecta muy de cerca en España: la pretendida invasión de los árabes.

El historiador Ignacio Olagüe, cuidadosamente desconocido en nuestro país, publicó en París, en 1969, un resumen de sus trabajos, iniciados en 1938, para establecer las bases de una nueva interpreta­ción de la historia de España; el libro, que completa y sintetiza su obra La decadencia española y otras publicaciones posteriores, se titula en Francia Les arabes n’ont jamais envahi l’Espagne, aparecido en traducción española con un título, que ya debe poner sobre aviso al lector: La revolución islámica en Occidente. Al parecer hay cosas que, en castellano, no se pueden decir. Sin embargo, es menester que se digan, o no se saldrá nunca de esta ficción abstracta que quiere imponerse como España. La posibilidad de una convivencia ordenada y estable entre los pueblos ibéricos depende de que se afronten y acepten, de una vez por todas, los hechos de nuestra formación histórica en toda su crudeza de conquista y ocupaciones territoriales, sin enmascararla con cruzadas, Clavijos, Campeadores y caballos blancos de Santiago. Sobre esta base, lo pasado estará pa­sado, pero quedarán más claras las verdaderas relaciones actuales de poder.

La tesis de Olagüe es que la islamización de España no fue una invasión armada, sino una difusión cultural por la cual los hispano romanos adoptaron la cultura más avanzada de la época, que era el Islam, prefiriéndola a la barbarie de los visigodos y demás invasores del norte europeo.

El tema, aunque apasionante, no pasaría de disquisición académica si no fuera porque implica una cuestión de enorme relevancia histórica para el momento político actual. Si la tesis de Olagüe es cierta, nos encontramos ante una más de las manipulaciones de la Historia con fines políticos. Los fines no serían otros que justificar la ocupación militar de las regiones costeras españolas por el ejército astur-leonés, castellano y catalano-aragonés. Si lo que dice Olagüe es cierto, “los árabes” no eran otros que los propios habitantes de las ciudades y comarcas españolas, que se erigían en grupos independientes —los taifas— en un sistema de autonomías descentralizadas muy parecido, en cuanto a dimensiones, al ideal de la polis griega. Entonces “la Reconquista” sería el movimiento imperialista de un grupo guerrero para imponer su hegemonía sobre unos territorios autónomos.

La teoría de la guerra de religión, “la cruzada” se usaría entonces, como se usó en 1936, para justificar una guerra cuyos objetivos eran económicos y de poder. En esto cooperaría interesadamente la Iglesia, por medio de los clérigos que escribieron la historia en los siglos X y XI, lo cual tuvo el máximo interés en atribuir la conver­sión española al Islam a una invasión sangrienta, disimulando así un fracaso de proporciones colosales.

Es una constante en la Historia que los guerreros montañeses y esteparios ataquen las ciudades ricas y civilizadas de los valles costeros; así sucedió repetidamente entre las estepas y montañas del Asia Central y las culturas china, india y mediterránea. Igual sucedió en la Península Ibérica entre las montañas y mesetas norteñas y las regiones andaluza y mediterránea. Luego, los historiadores han disimulado esta antigua situación de ocupación bajo una leyenda de cruzada, reconquista y liberación. Para ello, previamente tuvieron que inventar una “invasión”. En esta explicación se olvidaron, curiosamente, de aludir al tradicional espíritu de independencia de los pueblos ibéricos, tan recalcado en otras ocasiones: ninguno justifica por qué un país que se distingue por sus luchas de independencia, su valentía y sus guerrillas, fue sometido por 25.000 “árabes” en tres años, sin resistencia alguna.

La verdad, según Olagüe, seria que los árabes no invadieron España y que fueron, en cambio, los guerreros del Norte los que conquistaron las ciudades ricas del Sur y del Mediterráneo, destruyendo una cultura que éstas habían elaborado, sintetizando la base ibero romana con elementos adoptados del foco cultural más civilizado de la época: el Islam. Con esto no se quiere decir que no vinieran árabes a España. Vinieron muchos una vez islamizada ésta. Lo que no vino fue un ejército invasor, sino una serie de comercian­tes, intelectuales e incluso caudillos árabes exiliados que provocaron una revolución cultural en la península. Por ejemplo, como se­ñala Lévy-Provençal, en el año 822 llegó a Córdoba el poeta Ziryab, favorito en desgracia de Haroum-al-Rashid, que enseña a la Corte cordobesa las normas del amor cortesano, la galantería, la etiqueta e incluso la elegancia y estética personal que se practicaba en la Corte de Bagdad. El collar de la paloma, de Ibn Azam es una estela del paso de Ziryab por Córdoba romana y mora. Las verdaderas invasiones musulmanas no se produjeron hasta siglos más tarde, cuando, apretados por los reyes cristianos, los andaluces llamaron en su ayuda a los almohades, almorávides y benimerines, que vinieron del norte de Africa a partir del siglo XI.

Los argumentos en que se funda Olagüe son difíciles de resumir y por ellos sugiero que los evaluemos por sí mismos; expuestos sucintamente, los más importantes son estos cuatro:

1) Las crónicas en que se habla de una invasión árabe son un texto de Isidoro Pacense, cuya narración llega hasta 734, una historia en lengua árabe por Ibn-Abir-Rika (891), otro del egipcio Abd-al-Hakkan (871), dos crónicas en latín, la de Alfonso III en 833 y la Crónica de Albelda, de la misma fecha; los demás escritos ya son de los siglos XI y XII y en árabe. Según Olagüe, basándose en estos textos no se puede inferir que se produjera una invasión armada árabe en la península; por ejemplo, en la Crónica de Alfonso III se dice que en Covadonga lucharon 240.000 árabes cosa harto dudosa porque no caben.

2) La famosa traición del conde Don Julián en la batalla de Guadalete puede ser interpretada así: Don Julián, noble andaluz, combate por su independencia contra el godo Rodrigo —recordemos que la Bética no fue goda— y llama en su ayuda a aliados del otro lado del Estrecho.

3) Un ciudadano hispanorromano, civilizado y culto, en los siglos VII y VIII, ante la alternativa de una cultura visigoda bárbara, y más rudimentaria aún en el norte de Europa, tenía que volverse hacia la única cultura civilizada de aquella época, la islámica, heredera y portavoz de la sabiduría antigua.

Los hispanorromanos se islamizaron, igual que ahora, por otros motivos, nos americanizamos sin necesidad de que desembarquen los marines en el Guadalete.

4) Es muy difícil entender cómo en cien años, los árabes, que eran unas tribus nómadas necesariamente poco numerosas, conquistaron un imperio de 9.000 kms, en tiempos cada vez más cortos cuanto más se alejaban de su base; 53 años para Túnez, 10 para Africa del Norte y 3 para la Península Ibérica. Según el mito de la invasión, Tarik tenía 7.000 hombres y Muza traía 18.000; de modo que con 25.000 hombres derrotaron en tres años a los diez millones de iberromanizados que a la sazón ocupaban la piel de toro, que resultó, en esta ocasión, un manso sobrero incompatible con las ancestrales tradiciones heroicas de Numancia, Viriato, Indíbil y Mandonio, Daoiz y Velarde y demás glorias nacionales.

Lo que sucedió, según Olagüe, fue una difusión cultural por la que Iberia adoptó la cultura islámica, excepto en ciertos reductos norteños, cántabros y pirenaicos que iniciaron una guerra de conquista y unificación territorial. Tanto los conquistadores cristianos, para dar un motivo religioso a sus ocupaciones, como los religiosos cristianos para justificar su fracaso en la península, estuvieron interesados en fomentar el mito de una invasión armada árabe, cuando la «Reconquista» fue, en realidad, una guerra civil. Desde esta perspectiva, la reforma agraria pendiente en España no sería otra cosa que el pago de las reparaciones de aquella guerra de conquista, sin "re".

La historia que se solía enseñar en el bachillerato para explicar la crisis medieval de España despreciaba al mahometano y enaltecía al cristiano, cuando éste fue en realidad mucho más bárbaro intransigente, fanático y destructor que el hispanorromano islamizado. La España de los Reyes Católicos cristianizó América por los procedimientos de todos conocidos. La España de Ibn-Arabi de Murcia, Ibn-Azam de Córdoba, Maimónides, Averroes, Arnau de Vilanova y Ramón Llull de Mallorca, ambos educados en la cultura árabe, prefiguró los trovadores, inspiró al Dante, hizo posible el Renacimiento y dio origen a la presente cultura occidental. De todos es sabido que los Reyes Católicos no cumplieron los pactos firmados por los granadinos sobre el respeto a su cultura. Por lo demás, no hay más que verlos injertos de Carlos V en la mezquita de Córdoba y la Alhambra para comprender quién era el bárbaro.

La carencia de sentido común corriente entre los especialistas, que por desgracia son casi los únicos hoy que escriben libros y forman la opinión, les ha impedido preguntarse cómo es posible que un pueblo nómada como el árabe, que se desplaza en un desierto de arena y habita en tiendas, tenga una arquitectura propia capaz de producir la Alhambra, el Alcázar de Sevilla o la mezquita de Córdoba. Andalucía, en cambio, sí tenía tradición ancestral de cons­tructores, como la tenía Iberia desde tiempos de los dólmenes, es decir, antes que casi todo el mundo. El arco de herradura, atribuido gratuitamente a los árabes, aparece en cenefas de cerámica ibera; en el acueducto de Mérida, las PIEDRAs de dos colores ya se utilizan en los arcos, como se hará después en la mezquita de Córdoba.

Me parece una hipótesis de trabajo digna de atención suponer que el genio constructivo autóctono, estimulado por las necesidades de culto islámico y enriquecido por los elementos ornamentales adoptados de Persia por los mahometanos, es el autor de la llamada arquitectura árabe andaluza. En realidad es andaluza, hecha por andaluces islamizados y mozárabes, bajo el gobierno de unos pocos árabes de la familia califal. Los árabes, en el desierto, como cualquier nómada, no conocían la arquitectura.

En nuestro país se repite una sorprendente tendencia masoquista a entregar a los otros la autoría de las obras propias, como si la Península Ibérica hubiera sido una permanente tribu de salvajes. Cuando los romanos nos invaden y sojuzgan a sangre y fuego, se dice que los romanos civilizaron España: nos olvidamos de que existió Tartesos, de las ciudades iberas, de las calzadas celtas, de los baños termales usados desde la Prehistoria. Nos olvidamos, sobre todo, del lenguaje. ¿Es que antes de venir los romanos aquí no se hablaba? ¿Acaso nos pueden hacer creer que un campesino de los valles pirenaicos aprendió el latín, cuando hoy todavía no sabe el castellano? Y lo mismo cabe decir de Galicia. El latín se hablaría en las ciudades administrativas, en los puertos y en los tribunales, pero la inmensa mayoría del pueblo ni hablaría latín entre ellos, como ahora no hablan castellano, ni siquiera habría visto un romano, entre otras cosas porque no había bastantes para cubrir el territorio desde Baalbek a Cádiz y llegar, además, a Andorra.

¿Qué se hablaba entonces en estos pagos? Lógicamente lo mismo que ahora pero en versión antigua. Un lenguaje no se erradica si no es por genocidio o desplazamiento total de la población,cosa que los romanos no hicieron porque en Roma no había gente suficiente para poblar el imperio. Aquí se hablaba un lenguaje que cubría desde la Toscana a Alicante y Burdeos, la lengua d’osc, el idioma de los oscos o antiguos ligures que cubría todo este arco mediterráneo y que fue el idioma que continuó al caer el imperio. De él se derivan las llamadas lenguas románicas que son hermanas entre sí, pero no hijas del latín. El latín se usó más intensamente en la Edad Media por los eclesiásticos y quedó en los documentos escritos, mientras que el lenguaje vernáculo continuaba su milenaria utilización oral. De ahí que valenciano y catalán sean comunes; no desde la conquista de Jaime I, sino desde la Prehistoria. Pero todo esto no conviene a los centralismos, que prefieren un latín conquistador como origen de toda cultura.

Iberia dio a Roma sus mejores emperadores, a los árabes su arquitectura y esplendor científico, a Europa su primera poesía lírica —los trovadores— y la primera filosofía en lengua vernácula —Ramón Llull—; también creó la arquitectura románica y prerrománica, mal llamada visigótica, atribuyendo una vez más a los visigodos un talento constructivo que como nómadas y bárbaros itinerantes no podían tener. Convendría revisar la historia de nuestra aportación artística aplicando estas hipótesis que parecen de sentido común. Si aún no se ha hecho, la razón es penosamente obvia:

1) Los especialistas escriben tesis a partir de lo ya escrito, y 2) los especialistas que aspiran a una cátedra universitaria no osan proponer teorías que se desvíen de lo aceptado por los maestros que los examinarán en el tribunal de oposiciones. Por eso ha de ser un ignorante pero humilde venerador del sentido común, sin aspiraciones universitarias, como quien esto escribe, el que haya de poner sobre la mesa la clamorosa tergiversación de la historia y la cultura que se ha perpetrado ad matorem gloria de Roma y de todos los centralismos imperiales, ya sean de París, Madrid o Berlín.

Como el nuestro debe ser un país tan creativo como despreocupado y modesto, atribuimos lo producido aquí al conquistador de turno: romano, visigodo, árabe, aunque éste sea manifiestamente un nómada sin tradición cultural o un guerrero que toma su cultura de los componentes del imperio. Se cumple aquí el dicho de la doliente copla andaluza: “ Tengo las manos vacías de tanto dar sin tener, pero las manos son mías”. ¿Acaso el bisonte de Altamira no resuena en la línea de Picasso, y los petroglifos ibéricos en los signos de Miró?

Que la cultura de Al-Andalus era la más avanzada de Europa entre los siglos VIII y XII, está fuera de toda duda. Por lo mismo, hicieron un flaco favor a España los aguerridos cristianos que la destruyeron, trocando las escuelas de filosofía en conventos, las matemáticas en salmos y la sensualidad árabe en austeridad mesetaria. No hay más que comparar una mezquita o palacio árabe con una iglesia cristiana para darse cuenta del retroceso oscurantista que supuso la Reconquista.

La lápida sepulcral de Fernando III ¿el Santo? está escrita en latín, árabe y hebreo; en la escuela de traductores de Toledo convivían sabios de las tres religiones; en la España islamizada hubo siempre tolerancia para los cristianos y judíos, conviviendo las tres culturas en un clima de mutua fertilización del que son pruebas el arte mozárabe, la literatura medieval, la ciencia andalusí, los místicos castellanos, los cabalistas de Gerona, los cartógrafos mallorquines, la huerta de Valencia y Murcia, Ibn Gabirol, Maimónides, Averroes, Ibn Arabi, Nahrnanides, Lulio, Abulafia y tantos otros precursores de la ciencia y el pensamiento occidentales.

Américo Castro señalaba con razón la importancia de las tres culturas en la formación de la historia de España; sin ellas y su pacífica coexistencia no se comprende nada. Sólo a partir de 1215 las órdenes de predicadores, introductores de la Inquisición, creada para arrasar la cultura trovadoresca y cátara, iniciaron el proceso de intransigencia que culminaría con las matanzas de 1391 y la expulsión de 1492. Ahí se acabó la historia creativa de España y su proyección militar colonial, a la par que la cultura se encerraba en graníticos escoriales de dogmatismo.

Pese a todo ello, se enseña, según la historia de España en versión oficial, que la Reconquista fue esa proeza, acreedora a nuestra enorme gratitud, por la cual fuimos «liberados» del invasor. Según Olagüe, la Reconquista fue la verdadera invasión que todavía dura.

Los que ahora polemizan sobre autonomías regionales, harían bien en poner en crisis la versión oficial de la historia de España elaborada por los centralistas para justificar su dominio. Y harían bien en revisar su visión sobre el «invasor» árabe que ha servido como justificación para toda clase de imperialismos. Entre los escritores españoles, con escasas excepciones, ha existido una injustificable actitud de ignorancia, cuando no de hostilidad — la Alhambra, ese palacete construido con cuatro palitroques—, hacia el período de la cultura islámica en España. En un momento en que ya han aparecido las obras de Asín, Lévy-Provençal, Nylk, Focillon, Abadal, Sánchez Albornoz, Gómez Moreno, Dozy, Pérés y el propio Olagüe, cabe preguntarse si esta postura ideológica de ignorancia no será un paralelo mental preciso a la dominación periférica de España por el centro. El propio Ferran Soldevila, que en su Historia de Cataluña está defendiendo la independencia de ésta con respecto a Castilla, llama «reconquista» de Tortosa lo que fue imperialismo de Barcelona sobre esta ciudad vecina independiente. Si se quiere autonomía regional, es preciso estar dispuesto a reconocer, por la misma lógica, autonomía comarcal dentro de las regiones. Y si se denuncia el imperialismo castellano, también habrá que considerar el de Barcelona sobre las comarcas catalanas.

En la guerra civil, Covadonga, cuna de la Reconquista, fue liberada, merced a una de esas justicias poéticas que a veces tiene la historia, por un tabor de Regulares. La historia de España aún no ha conocido una parecida inversión de papeles. Quienes se ocupen en serio de las autonomías regionales deberían empezar por esta revisión, para situar sus argumentos en la perspectiva histórica correcta. Las cosas cambian mucho cuando se piensa que los taifas fueron aniquilados, no porque eran moros, sino porque eran independientes.


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Relacionado con: EL MITO DE LA INVASION ARABE DE LA PENINSULA IBERICA EN EL SIGLO VIII

Más informacióen en: http://www.islamyal-andalus.org


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