Autor: José Gómez
miércoles, 16 de mayo de 2007
Sección: Noticias
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Entrevista a Emiliano Aguirre, el "padre" de Atapuerca









Su nombre está grabado a fuego en la historia de uno de los hitos mundiales de la paleontología: Atapuerca. Emiliano Aguirre puso, en los años 70, la primera piedra del proyecto de excavaciones que han revolucionado el estudio de la evolución humana, un yacimiento que, asegura, seguirá dando que hablar durante muchos años.
Su investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Burgos hace tres semanas es, hasta ahora, el último reconocimiento que ha recibido Emiliano Aguirre –Ferrol, 1925–, considerado el “padre” de Atapuerca porque fue él, precisamente, quien ideó y dirigió durante quince años el proyecto de excavaciones que revolucionó la paleontología y el conocimiento sobre la evolución humana.
—Acumula usted decenas de reconocimientos, ¿le queda alguno?
—Bueno, no son tantos. Siempre es grato recibirlos, pero tampoco hay que exagerar. Es bueno y es una alegría que algunas cosas salgan bien, que sean reconocidas y que sean muchos los que las disfruten y no uno solo.
—¿Cuál es el que recuerda mejor, el más importante para usted?
—Importantes son todos. Periodísticamente se hacen diferencias de calidades, pero para mí lo son todos: el Príncipe de Asturias, el de Castilla y León, el doctorado Honoris Causa por la Universidad de A Coruña y no digamos ya el nombramiento de “Ferrolano Ilustre”; éste, por haber nacido allí aunque fui poco por mi pueblo, que se reconozca y se alegren de todo ello me parece de perlas.
—¿Por qué tienen menos repercusión los premios científicos que los artísticos?
—Pues no lo sé, pero me gustaría encontrar la explicación. En España, en general, nos hemos movido mucho entre el arte y la fiesta por un lado y, por otro, lo tecnológico y el producto económico. La medicina y la salud sí las cuidamos, pero lo que es sólo conocimiento no sé por qué al español le gusta menos e ignora a sus buenos sabios y maestros. Dejamos a los extranjeros la ciencia cuando en España hemos tenido buenos científicos. En Inglaterra se estima sobre todo a los científicos ingleses; en Alemania, a los alemanes; en Bélgica, a los belgas, y aquí, en España, buscamos a los belgas, a los alemanes o a los ingleses: a los de aquí en general se les deja de lado. El conocimiento es un bien y no debemos despreciarlo, aunque creo que aquí se le estima poco y quisiera saber por qué. Obviamente a mí me encanta el arte y entre los científicos no he encontrado ni encontrará usted desprecio por el arte, pero a la inversa, y en cuanto a la educación popular, sí hay algo de eso. Ahora se están haciendo estudios, colaboraciones y hermandades de arte y ciencia en España –dibujo zoológico o dibujo botánico– para conciliar ambos ámbitos, pero a las ciencias se les ha dejado sin sitio. Recuerde, por ejemplo, el caso del Museo de Ciencias Naturales, que lo echaron a la calle en varias ocasiones a finales del siglo XIX.
—¿Atapuerca es la prueba de que los arqueólogos y paleontólogos españoles están al primer nivel mundial en sus disciplinas?
—Sí lo están, efectivamente, aunque al principio tardó en reconocerse. Acabo de leer un libro de una de las mejores espeleólogas de Burgos en el que recuerda cómo al principio se limitaba Atapuerca al campo de la palentología y casi no se le hacía caso por parte de arqueólogos y demás. Hoy en día es al revés: en los últimos años han salido muchas publicaciones, grandes libros, de distintos centros en España –Santander, Palencia, Andalucía, Madrid, Alcalá de Henares, etc.– sobre el pasado y nuestros antecesores en los que el planteamiento es conjunto, global, desde restos fósiles de cada organismo y restos de acción humana de nuestros antecesores hasta indicadores del ambiente, del medio en que vivían, de cómo usaban el territorio, del modo de vida, de su progreso mental y social, etcétera. Esta combinación es la que ahora está orientando la mayor parte del trabajo de investigadores españoles sobre el pasado, ya sea que se ocupe de los restos arqueológicos, paleontológicos, ambientales, del terreno, de lo que sea.
—Se camina hacia una explicación y una visión más globales.
—Sí, global y ecológica de las investigaciones sobre nuestro pasado. Ésa fue la orientación que empecé y que algunos tardaron en verla en Atapuerca, pero es lo que ha dado resultado y lo que está situando a no pocos españoles en cabeza de estas nuevas disciplinas y, también, en su orientación de diálogo entre disciplinas.
—Su currículum abarca Humanidades, Filosofía, Ciencias Naturales, Biología, Teología... ¿cómo encajan todas ellas en su profesión?
—Es buenísimo. Para sacar rendimiento a un trabajo ha de plantearse sobre temas concretos y basándose en cada caso en un tipo de evidencias y unas tecnologías y métodos para abordarlos. En ciencia hay que especializarse, sí, pero eso no quita el estar en contacto y aprender de otros, obviamente, pues así uno adquiere una visión más completa. Es una ley de la vida y de la evolución: la diversidad y la diversificación, y en los saberes hay diversidad como la hay en las plantas, en los animales, en las moléculas, en todo. La diversidad construye mucho mejor unas zonas de encuentro, una comunicación, una cooperación y una unidad que sólo debe surgir de
la pluralidad, comunicando y cooperando. Ésa es la norma que ha regido mi vida y que siempre he tratado de enseñar. La especialidad que he elegido, la que está más cerca de esa visión plural, es la ecología humana, que es por donde empecé: la paleoecología humana, es decir, la ecología y la historia del pasado de la Tierra como ambiente o contexto entorno de la evolución de nuestros antecesores.
—¿Por qué decidió enfocar así su trabajo?
—Cursé Ciencias Naturales en los años 50 y entonces florecía la ecología en todo el mundo, también en España. En unos cursillos que organizaba el paleontólogo que dirigió mi tesis en Sabadell, Miquel Crusafont, contacté con algunos de estos especialistas. Entre los dos y mi maestro, Bermudo Meléndez, hicimos un libro sobre la evolución en todos sus aspectos, desde el bioquímico y genético hasta el físico y el teológico, que publicó la Biblioteca de Autores Cristianos y tuvo mucho éxito. Desde esos años me aficioné además por la evolución humana, un tema que me preocupó también cuando estudiaba Filosofía y Teología. Con este conocimiento y esta visión del ambiente, del mundo y de esta ley que puede valer tanto en religión como en ciencia de la unidad por cooperación y comunicación manteniendo la diversidad, y con el florecer de la ecología me metí en la paleoecología humana desde el principio. O sea, la evolución del ser humano siempre estudiada en el contexto de la evolución de su ambiente.
—¿Siempre es determinante el entorno, el medio, en la actividad del ser humano?
—En toda la evolución. Hay la base genética molecular de la evolución y, obviamente, para que pervivan y se realicen nuevas formas de organismos tiene que resultar una adaptación al ambiente y un éxito reproductivo, claro. Estas dos premisas que ya trató Darwin, y no sólo él, siguen siendo muy interesantes para conocer los factores de evolución y cómo podremos también dejar a las generaciones futuras una orientación para que les vaya bien a ellos y a lo que ellos vayan dejando.
—¿Cuál es la secuencia de la evolución y qué lugar ocupa Atapuerca en ella?
—Hace 1.900.000 años todavía está la Humanidad en África, evolucionando mucho, y saldrá de allí un poco antes del 1.800.000. De esa época hay un yacimiento muy bueno en Georgia, al sur del Cáucaso, y de allí se dispersa por Asia y por Europa. Entre los antiguos de Europa hay en España los pequeños restos de Orce –Granada–, que pueden ser no mucho anteriores a 1.500.000 años, y en Atapuerca vienen a andar por el 1.200.000 o 1.250.000 años. Lo que tiene Atapuerca de bueno es que con poco menos del millón de años –800.000 o 900.000 nada más– hay muy poco fósil humano en el mundo y el estrato “Aurora” de la Gran Dolina tiene y promete.
Hasta ahora sólo se ha podido recoger algo de los márgenes, pero cuando se excaven los estratos más recientes saldrán cosas en abundancia y además con buen contexto: restos y pruebas de haber vivido dentro de la cueva, cerca de la entrada, de haber trabajado, de haber comido, huellas impresionantes de su actividad. Saldrá más y más cuando llegue allí la excavación de los niveles más altos que se está realizando ahora. La Sima de los Huesos, cuyos restos datan de hace 300.000 años, tiene más de 5.000 fósiles humanos, cuando en pocos sitios hay más de dos o tres en el último medio millón de años. Allí hay restos de una treintena de individuos, y eso es absolutamente único y es lógico que atraiga el interés de todos. Hoy Atapuerca se estudia en todo el mundo.
—¿Qué sucedió allí para que se conserve tal concentración de fósiles?
—En la Sima de los Huesos estoy seguro de que hubo un corrimiento de tierra que taponó una cueva en la que se habían refugiado por las lluvias. Por eso hay tantos esqueletos juntos a los que no les han afectado agentes externos –salvo algo de bacterias que sí se ha registrado en el tejido interior de los huesos–: se conservan hasta los huesecitos del oído, cosa que no sucede en ningún lado. De manera que todo eso ha estado hundido en la Sima con la colada de barro, lo que explica que haya tal cantidad y, como pronostiqué hace 30 años, hay para rato. En Gran Dolina no es ése el caso. Allí quedaron restos porque practicaban un canibalismo que posteriormente se ha conocido en varios sitios y culturas –incluso se ha podido filmar en Nueva Guinea por una gran antropóloga, Margaret Mead–. Es decir, que en determinadas tribus si hay un crío accidentado al que le ha mordido una fiera o con unos dolores irremediables, la familia, si se muere, lo recoge muerto o a punto de morirse y le “ayudan” comiéndoselo para que se quede en casa y arrebatárselo a las alimañas. En la Prehistoria hay indicios de que se impedía que las hienas, los cuervos o los buitres se comieran al muerto de la casa; éstos se lo quedaban de una u otra manera, por lo menos guardando el cráneo o la mandíbula: lo hacían suyo. En ese sitio, que está ocupado por humanos con restos de comida de otros animales –hay que recordar que hace 800.000 años no se cazaba–, sus habitantes le quitaban a hienas o buitres la presa cazada por los grandes felinos. Eso mismo se hacía también con los de casa.
—¿Cómo comenzó a trabajar en Atapuerca?
—Cuando yo llegué estaba excavando el profesor Apellániz a la entrada de Cueva Mayor sobre restos “modernos”: Prehistoria del Neolítico y Edad del Cobre y del Bronce. Había otros, de los que se hablaba mucho y eran muy célebres, que buscaban osos en esa Sima de los Huesos a la que se accede por Cueva Mayor y encontraron unos fósiles humanos. Antes habían aparecido utensilios que salían de los rellenos cortados por la Trinchera del Ferrocarril a los que les afectaron las lluvias y se fueron desmoronando poco a poco, supurando utensilios del Paleolítico inferior. Algunos de éstos se trasladaron al Museo de Burgos, adonde se desplazó el profesor Jordá, que quiso empezar pero abandonó por las dificultades que tenía excavar esos rellenos, pues había que subir por la parte que estaba cortada como 20 metros a las cuevas antiguas rellenas hasta el techo. Como en nuestro clima predomina la evaporación sobre la lluvia, se forman unas costras calizas muy duras, la estalagmita. Para el proyecto hacía falta un estudio conjunto y completo de los rellenos antiguos que se podían encontrar entrando por las cuevas actuales o por aquella Trinchera del Ferrocarril abandonado. El primer año lo dedicamos a muestrear esos cortes, montar andamios y enseñar a los jóvenes a limpiar y excavar, empezando no por lo más antiguo sino por lo más moderno: hay que ir quitando los niveles más recientes, los más próximos, para no contaminar los inferiores y provocar derrumbes. Esos cortes del primer año mostraron que había fósiles de mamíferos grandes y pequeños y restos de industria de piedra, y se confirmó que valía la pena y que había para muchos años.
—¿Se esperaban encontrar todo lo que se encontró después?
—No. Prometía mucho e intuía que podría ser uno de los primeros yacimientos del mundo de restos de fósiles humanos y de su ambiente, y que podía ser un buen sitio con buenos resultados para hacer un museo y tener visitas turísticas, valorar y enriquecer la región. Si mis esperanzas a muchos les parecían locas se han quedado no cumplidas, sino requetesuperadas.
—¿Esperan más sorpresas en Atapuerca?
—Seguro que sí. Habrá más restos humanos en otros sitios y por lo menos un conocimiento de nuestros antecesores mucho más denso. Ahora sabemos cómo utilizaban el terreno, cómo comían, dónde recogían la piedra, dónde hacían la primera talla, dónde retocaban los utensilios, las maneras de tallar la piedra, los modos de aprovechar un canto, la diversidad de utensilios, la diversidad de usos,... Todo eso se está estudiando con seriedad entre distintas disciplinas. En estos 30 años ha habido 30 nuevas tesis doctorales con temas de Atapuerca, y se están haciendo otras tantas, así como trabajos y estudios diversos: tenemos una buena cosecha de investigadores, palentólogos y arqueólogos.
—¿Qué eslabón perdido queda por encontrar, la respuesta más esperada por la comunidad científica para poder explicar la evolución?
—Se va explicando bastante, pero hay vacíos geográficos. China tiene muy buen registro de fósiles humanos, Java también, algo hay en el Próximo Oriente, África tiene mucho y en Europa hay zonas riquísimas, pero en el oeste de Asia, donde toca Europa, y el centro de ese continente, incluso el sur, queda mucho por averiguar: tiene que haber mucho más en esos países. En el tiempo también hay lagunas. Hay un riquísimo registro en África que empieza hace 6 millones de años en varios sitios, y también hay bastante de hace 3 millones de años y 2,5. De hace 1,5 millones, un poco menos incluso, baja muchísimo el registro en las distintas regiones de África y desde un millón y pico –el estrato “Aurora”– hasta hace 400.000 años hay muy pocos fósiles humanos en el mundo, salvo éstos y alguno disperso en Java. Hay mucho que buscar aún donde menos se conoce de la evolución humana y en los contactos que haya podido haber entre Asia y Europa. Falta bastante por averiguar.
—¿Echa de menos el trabajo de campo?
—En parte sí, aunque a mis años podría trabajar menos. Está claro que la edad humana y nuestras facultades son limitadas, como lo son las cosas, los registros de fósiles y el tiempo, de manera que lo que hacemos es poner algunos ladrillos sobre los que han puesto otros antes, y luego vendrán otros, y ya han venido, que pondrán ladrillos encima de los que tú pusiste. Eso es lo bueno. Por ejemplo, los que hoy dirigen Atapuerca les dirigimos nosotros las tesis doctorales; o sea, que es ya una tercera generación, y verlo me da mucha satisfacción.
—¿Algún lugar al que le hubiera gustado ir a trabajar?
—No se puede ir a todo el mundo, pero sí me hubiera gustado ir al oeste de Asia, el Tajikistán, la tierra de los cosacos –por ahí sí que hay cosas–, que la visité y me gustó, pero hay que dejar hacer algo a otros, no puede uno hacerlo todo. Somos limitados y parte de un equipo: lo bueno es hablar y discutir.
—Para ir acabando, ¿qué recuerdos guarda de Ferrol?
—Muy pocos. Creo que alguna vez le di un susto a mi familia perdiéndome en alguna estación. Nací en 1925 y a mi abuelo el retiro le llegó antes de lo que pensaba, cuando yo tenía tres o cuatro años. Después mi familia se fue a vivir a Vigo –1943–, pero ya antes vivimos en Madrid, yo ya me había ido a estudiar fuera, y acompañé poco a mi familia a Galicia. Luego fui en contadas ocasiones aunque nunca me he resistido a ir.
—¿En qué trabaja ahora?
—Estoy con un tema de ecología desde los neandertales para la revista de la Academia de Ciencias de Madrid, algún proyecto sobre fósiles humanos y alguna conferencia. Además quiero ayudar a las personas del Museo de Ciencias Naturales, con los que trabajo en dibujo zoológico.
—No para entonces...
—No, aburrirme no me aburro todavía. No me ha llegado aún.

Entrevista de José Gómez publicada en el suplemento Nordesía, nº 428, de El Diario de Ferrol, domingo 13 de mayo de 2007.

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Más informacióen en: http://www.diariodeferrol.com/img/webnordesia130507.pdf


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