Autor: soliman
martes, 16 de septiembre de 2003
Sección: Exposiciones temporales
Información publicada por: soliman
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AVERROES (Ibn Rushd)

Abû-l-Walid Mohammad ibn Ahmâd ibn Rushd.
Filósofo, poeta, jurisconsulto y astrónomo.
Nació en Córdoba en 1126. Murió en Marrakesh el 10 de Diciembre de 1198.




Su nombre fue deformado por los copistas cristianos, derivando Averroes de Abenroxd (Ibn Rushd), que significa el nieto, para distinguirle de su abuelo del mismo nombre.

Nació en Córdoba de una distinguida familia. Su abuelo fue juez mâlakî de esta ciudad, y su mismo padre fue un hombre también culto y versado. Recibió una esmerada educación, que principió desde el mismo seno de su familia, estudiando las diferentes ciencias del Dîn del Islam –estudios coránicos, Hadiz, Fiqh ,y todo el conocimiento relacionado con el saber mas intimo del Islam, rama del saber en la que se mostró como un destacado alumno-. No obstante, sus logros más importantes, y por los cuales verdaderamente se le conoce, se producen en el campo de la medicina y de la filosofía. Pero lo más destacado de este primer período es que prosiguió la tradición jurídica de la familia, alcanzando desde muy joven fama de gran jurisconsulto con su obra Punto de partida del jurista supremo y de legado del jurista medio.

Escribió un gran número de obras filosóficas, algunas de las cuales fueron conocidas en Occidente a través de sus traducciones al latín, más aparte de todo ello, dejó a su muerte un gran legado, conocido por averroísmo en la Europa del siglo XIII.
A menudo es reconocido bajo el sobrenombre de shârih (comentarista), por haber compendiado, explicado comentado las siete obras de Aristóteles, por quien Ibn Rushd demostró una profunda admiración, pues le consideraba como una eminencia que había alcanzado la verdad absoluta. Este entusiasmo que demostró a través de toda su obra, contribuyó a mantener vivo el aristotelismo en un momento de la historia en que los estudiosos aristotélicos comenzaban a declinar en el resto del mundo musulmán.
El revivir de la filosofía en Al-Andalus coincidió con la aparición de gobernantes almohades cultos, que mostraron un gran interés por la filosofía. Sin embargo, los eruditos andaluces adolecieron de una gran timidez a la hora de adentrarse en el vasto mundo de la filosofía, e incluso el mismo Ibn Rushd hizo gala de ella cuando, en 1169, fue presentado por su amigo Ibn Tufayl a Abû Ya’kûb Yûsuf, gobernante versado en la filosofía e interesado en que nuestro filósofo fuera a engrosar las filas de su séquito de eruditos. Es Al-Marrâkushî quien nos relata el encuentro y el temor que mostró nuestro autor en ésta su primera intervención ante el califa:
Cuando estuve en presencia del Príncipe de los Creyentes, Abû Ya’kûb, lo hallé sólo con Abû Bakr ibn Tufayl. Este comenzó a elogiarme, mencionando a mi familia y antepasados, e incluyendo en su relación hechos superiores a mis propios méritos. Tras preguntarme mi nombre, el de mi padre, y mi genealogía, lo primero que me dijo el Príncipe de los Creyentes fue: ¿Qué opinan del cielo? -refiriéndose a los filósofos- ¿es eterno o creado? La confusión y el miedo se adueñaron de mí, y comencé a inventar excusas y a negar que alguna vez me hubiese interesado la filosofía, pues no sabía lo que Ibn Tufayl le había contado al respecto. Pero el Príncipe de los Creyentes comprendió mi miedo y mi confusión y, volviéndose a Ibn Tufal, comenzó a hablar de lo que me había preguntado, mencionando qué había dicho Aristóteles, Platón y todos los filósofos y presentando además las objeciones de los pensadores musulmanes contra ellos; y me di cuenta que tenía tal memoria como no creí pudiera ser hallada incluso entre aquellos que se dedican exclusivamente a ese tema. Continuó tranquilizándome de este modo hasta que hablé y expuse lo que pensaba del tema; y cuando me retiré ordenó me hiciesen un donativo en dinero, unas magnificas vestiduras de gala y un corcel.
Con esta presentación ante el Califa, comenzó una brillante carrera filosófica para Ibn Rushd, pues el mecenazgo de Ya’kûb le valió la publicación de su pensamiento filosófico en treinta y ocho obras. Asimismo, esta gran amistad le elevó al cargo publico de juez de Sevilla en 1169, al de juez principal de Córdoba en 1171, y al de médico de la corte en 1182.
Cuando murió Abû Ya’kûb, Ibn Rushd gozó de la protección y apoyo de su sucesor, Abû Yûsuf, hasta 1195, año en que el califa, aconsejado y presionado por los doctores mas ortodoxos, que veían en la filosofía un peligro para el Dîn (Camino del Islam), publicó un edicto contra los cultivadores de ésta. Ibn Rushd fue condenado en la Mezquita por la inmensa mayoría de los doctores, siendo privado de sus honores y viendo cómo sus obras eran quemadas en la plaza pública. Así pues fue convicto de herejía, lo que le supuso la marcha a un duro exilio en Lucena, localidad cercana a Córdoba; el destierro duró tres años, al cabo de los cuales el califa revocó el mandato y le llevó junto a él a Marrakesh, donde pocos meses después falleció.
Su cadáver, enterrado primeramente en el cementerio de la puerta de Tagazut, fue trasladado a Córdoba, al panteón familiar; Ibn Al-‘Arabî presenció su traslado y dice que cuando fue colocado sobre una bestia de carga el ataúd que encerraba su cuerpo, pusiéronse sus obras para que sirvieran de contrapeso en el costado opuesto.
Los puntos más relevantes de su filosofía quedan claramente expuestos en su Gran Comentario de Aristóteles, obra que fue compuesta en la segunda mitad del siglo XII. Ha llegado a nuestras manos casi exclusivamente a través de versiones latinas o de principios de siglo XVI, lecturas que han sido realizadas sobre traducciones hebraicas; por su parte, el texto de Aristóteles, en el cual se funda el Comentario, es una interpretación árabe de una traducción siria del original griego.
En el primer grupo de comentarios se sigue el texto original griego de un modo fidedigno, habiéndosenos llegado tan sólo de este primer apartado los comentarios sobre las Segundas Analíticas, sobre la Metafísica, el Alma y el Cielo. En el segundo grupo, los comentarios son más breves y no cita por entero el texto originario de Aristóteles. Por último, en el tercero, Ibn Rushd no reproduce el texto aristotélico sino libremente resumido.
El Aristóteles de Ibn Rushd está visto a través de la escuela alejandrina, especialmente de Alejandro de Afrodisia y del sistema emanatista neoplatónico. Los puntos fundamentales de esta obra, por su tremenda influencia ejercida sobre la Escolástica de los siglos XIII y XIV –que desembocaría en la creación del movimiento filosófico conocido por averroísmo-, serían los siguientes: Allah, para Ibn Rushd como para Aristóteles, es puro acto y no conoce más allá de lo que es necesario, universal e inmaterial, causado por El, y no ya las cosas singulares de este mundo, que existe ab aeterno y que no es gobernado por su providencia, pues entonces ésta sería la responsable del mal del mundo. Nos hallamos, pues, ante un respetuoso destierro de Allah del mundo.
Así mismo, tanto el intelecto activo como el pasivo, enunciados por Aristóteles, son separados del alma individual y forman un solo intelecto común a todos los hombres. El alma intelectiva no se multiplica con los cuerpos humanos, sino que es numéricamente una y el hombre pertenece a su especie gracias al alma sensitiva; por lo tanto, la unión del alma intelectiva y del cuerpo no da al hombre una nueva unidad. El alma intelectiva es no una forma sustancial del cuerpo, sino una forma separada de los individuos inmaterial, eterna, única para toda la humanidad, y en contacto con las imágenes y los recuerdos del alma individual sólo para ejercitar sus actos intelectuales y guiarle.
Si las personas difieren entre ellas por su inteligencia y doctrina, la suma de las cogniciones intelectuales permanece constante en el mundo, puesto que los conocimientos científicos son eternos no generales ni corruptibles en sí mismos El alma, pura sensibilidad animal y corruptible, muere, pues, con el cuerpo; de modo que no hay inmortalidad personal ni responsabilidad moral alguna Siendo el intelecto humano activo uno para toda la humanidad, una razón impersonal brilla en el culmen de aquella y sólo ésta posee la inmortalidad ya antes referida.
La Humanidad y la Ciencia son eternas, pero las almas humanas no sobreviven en este intelecto fundidas con él y siguiendo su destino. En esta doctrina filosófica, casi de panteísmo idealista, se admite la posibilidad del conocimiento místico intuitivo de Allah, que se convierte en la suprema beatitud que el hombre puede logra en esta vida.
No obstante, Ibn Rushd mantiene la doctrina de la inmortalidad personal aunque exclusivamente por el camino del Îmân (Facultad del corazón de intuir a Allah y abandonarse a Él), dando con ello origen a un dualismo de conocimientos divino: mediante la via philosophiae de un lado y de la verdad revelada o veritas, por el otro.
Otro de sus postulados famosos es aquél según el cual ha estado el mundo moviéndose eternamente y tiene un Eterno Movedor (muharrik), a quien el llama Allah. Siguiendo con sus postulados, vemos que materia y forma son inseparables, excepto para la mente, y hay una jerarquía que abarca a todos los seres y formas existentes. La materia se halla en constante movimiento, mientras que el intelecto permanece inmóvil y se percibe a sí mismo.
Pero creemos que su principal contribución a la filosofía se halla en la defensa que de este ejercicio hace con una convicción y claridad sin precedentes, aunque filósofos de la talla de Ibn Bâchchach, Ibn Tufayl y Maimónides lo hubieran intentado anteriormente, pero ninguno con su fluidez y belleza:
La filosofía es hermana de leche del Dîn (Camino del Islam). No contradice a la revelación (<>), sino que la confirma y, como tal, es tan válida como esta última para llegar a la suprema verdad.
Estas opiniones se encuentran cristalizadas en su Fasl al-makâl, Tahâful al-tahâful y otros tratados. Nos dice:
Puesto que este Dîn es la verdad y llama al estudio que conduce al conocimiento de la Verdad, nosotros, la comunidad musulmana, sabemos con certeza que el estudio demostrativo no conduce a conclusiones en conflicto con lo que la Escritura nos ha enseñado, ya que la verdad no se opone a la verdad, sino que está de acuerdo con ella y le sirve de testigo.
Su Fasl al-makâl o Armonía entre el Dîn (Camino del Islam) y la filosofía es una obra que no fue incluida en ninguna de las ediciones de las Opera Omnia, y permaneció inédita hasta 1859, en que el arabista alemán M. S. Müller publicó en Munich el texto original, según un manuscrito existente en la Biblioteca de El Escorial. De esta versión alemana, realizada en 1875, León Gauthier hizo una francesa (Alger, 1905), y el P. Manuel Alonso, S.I., otra castellana (incluida en su obra Teología de Averroes, Madrid-Granada, 1947, pp. 147-200). Existe una versión hebrea medieval, que sigue inédita.
Se piensa que la obra se escribió en 1175 aproximadamente. En ella Ibn Rushd se propone inquirir si, según el Dîn (Camino del Islam) revelado, la especulación filosófica es lícita o está prohibida. Desea invalidar en esta obra, y lo consigue plenamente en su Destrucción de la destrucción, la campaña de Al-Gazâlî, quien, en nombre de la ortodoxia musulmana, había condenado el cultivo de la filosofía. Nuestro autor divide el tratado en tres partes:
En la primera, la fundamental, el problema queda resuelto afirmativamente, a base de textos coránicos que muestran cómo la revelación impone el estudio y la consideración de los seres existentes por medio del raciocinio intelectual. En cuatro corolarios, Ibn Rushd precisa: primero, que el estudio a que la revelación invita es la más perfecta especie de especulación, la cual se obtiene mediante la especulación apodíctica; segundo, que el recto uso de este género de demostración implica el cultivo esmerado de la lógica implica el estudio de los precursores, a saber, de los filósofos griegos; y cuarto que la demostración apodíctica está reservada a los espíritus superiores, en tanto que el común de los hombres se ha de contentar con pruebas dialécticas o, simplemente, retóricas. La conclusión final de esta parte es que, si la revelación aconseja la filosofía, hay que armonizar entre el Îmân (Facultad del corazón de intuir a Allah y abandonarse a ËL) y la razón.
La segunda parte resuelve los conflictos aparentes entre el Îmàn y razón, como, por ejemplo, aquel conflicto existente entre el sentido literal de un texto revelado y una verdad apodícticamente demostrada, apelando a la interpretación alegórica o ta’wîl. Mas nos encontramos con que no todo el Corán es susceptible de ser interpretado así. Hay partes que deben ser aceptadas en sentido literal y por fe; otras deben entenderse en sentido alegórico, y otras más poseen un doble sentido: literal y oculto, siendo este segundo sólo asequible a los filósofos mediante el uso de la alegoría, en tanto que el primero sirve perfectamente para inteligencias inferiores.
En la tercera parte, afrima Ibn Rushd que la filosofía resulta el camino que Allah brinda a los sabios para llegar a la verdad de la revelación, mientras que el camino retórico es el apropiado para el vulgo, y el dialéctico para los polemistas a la manera de los asaríes y los mutazilitas, dos sectas musulmanas. Así pues, Ibn Rushd distingue entre tres categorías perfectamente diferenciadas de individuos: la retórica, en la que entran la mayoría; la dialéctica, que es un campo expreso de los estudiosos del Islam, y la élite formada por los filósofos. Los que alegan que el empleo y estudio de la filosofía es una innovación (bid’ah), porque no ha sido algo corriente entre los primeros creyentes, deben admitir que el uso de la analogía (kiyâs) en la jurisprudencia es así mismo otra innovación, del mismo modo que la que cometieron los mutazilitas, los cuales, como ya hemos reseñado, introdujeron en el mundo islamizante la división y el odio a través de sus falsas interpretaciones alegóricas.
No obstante, Ibn Rushd tenía en todo momento presente al erudito musulman en general, y a Al-Gazâlî en particular, principal sabio islámico, cuyos escritos estuvieron prohibidos durante un largo período en Al-Andalus, y que fueron de nuevo vueltos a la luz pública con los almohades. Había escrito Al-Gazâlî su Tahâfut al-falâsifah (<>), donde atacaba las pretensiones de los filósofos de abarcar disciplinas más allá de su competencia. Del mismo modo, criticó a todos aquellos que atribuían a al Islam lo que en realidad pertenecía a las ciencias especulativas del tipo de las matemáticas o la lógica. Es una obra que marca una etapa de pensamiento de Al-Gazâlî, quien, caído desde el escepticismo, se había precipitado al ascetismo y había abrazado el misticismo de los sufíes.
Veamos de modo desarrollado y detenido el proceso de refutación que lleva a cabo Ibn Rushd con respecto a Al-Gazâlî:
Al-Gazâlî no era un sabio apegado a la letra de la verdad revelada, como tampoco Ibn Rushd, aunque éste jamás se llegó a colocar fuera del islám, pues ambos estaban convencidos de que el Corán contiene la verdad suprema, y ambos afirmaban que había que comprender estos escritos sagrados, no sólo en un sentido puramente literal, sino en el figurativo, y es aquí donde difieren ambos, pues para Al-Gazâlî el sentido auténtico del libro sagrado se descubre por la vivencia mística, por la intuición del corazón, y para Ibn Rushd es por medio de la razón por donde se llega a la comprensión total del texto revelado.
En el escrito que ya hemos documentado sobre la consonancia entre la Din y la filosofía, explica Ibn Rushd que hay tres clases de hombres: los de la primera, que son los más abundantes, sólo admiten pensamientos revestidos de conceptos tomados del mundo material; los de la segunda clase, que ceden ante las persuasiones, y el tercer grupo, que sólo se deja convencer por argumentos concluyentes.
Los escritos sagrados emplean un método de expresión que es válido para estos tres grupos de hombres. Para lograr esto, los escritos se cubren de conceptos imaginativos, y su contenido jamás están en contradicción con la verdad resultante de los principios convincentes del pensamiento.
La aplicación de esta teoría le valió a Ibn Rushd la inmerecida fama de haber enseñado una doble verdad. Esta, que interpreta todo el mundo latino sería: a las multitudes ingenuas se les ha de hablar de religión, pero a los espíritus instruidos se les ha de descubrir la verdad científica. Esta dualidad de conocimiento divino fue formulado por Siger de Brabante y fue dada a conocer en la decadencia de la Escolástica y en el Renacimiento, intentándose a través de ella la defensa de los derechos de la razón sin renunciar, aparentemente, a la fe.
La línea de separación que se debería trazar entre la fe de un filósofo (Ibn Rushd) y un sabio familiarizado con la mística (Al-Gazâlî) es mucho más tenue: par Ibn Rushd el texto revelado es una especie de alegoría que se tiene que interpretar de modo lógico y racional. Para Al-Gazâlî es un símbolo que se puede comprender con la razón, pero nunca llegar a sus últimas explicaciones. Por ello el creyente sin formación filosófica quizás pueda sacar más provecho de esta verdad revelada que el propio filósofo.
En aquella época existían en muchos filósofos ciertas tendencias racionalistas, que podían conducir al menosprecio del Dîn de la revelación. Un claro ejemplo sería Ibn Tufayl, su amigo y protector, que se nos muestra en su novela utópica El vivo, hijo del vigilante, conocida en la Europa del siglo XVII, y que ejerció una gran influencia sobre determinadas sectas, entre ellas la de los cuáqueros, y tuvo un resonante eco en el Robinson Crusoe. Se trata de la historia de un muchacho que crece solo en una isla solitaria y descubre, gracias a la simple observación de la naturaleza, a la reflexión y a los ejercicios espirituales inventados por él mismo, las verdades más profundas, ocultas tras los símbolos de la religión revelada.
Contra tales tendencias filosóficas lucha Al-Gazâlî y no sermonea, para ello, contra los filósofos desde el campo de la teología, sino que los combate en su propio terreno, utilizando las distintas doctrinas y enfrentándolas las unas a las otras para refutarlas. Llama a esto una destrucción de los filósofos. Ibn Rushd, le replica en su obra Destrucción de la destrucción y denota su amargura por lo ilícito de la actuación de Al-Gazâlî.
Existen estos escritos en traducciones hebreas y en una traducción latina inexacta de principios del siglo XIV. Ya hemos dicho que Al-Gazâlî, deseando reconstruir el Dîn (Camino del Islam), había atacado el racionalismo empezando por el principio de la causa. Precursor de Hume, había afirmado que percibimos la simultaneidad pero nunca casualidad, la cual no es más que la voluntad divina, que une, en relación de sucesión, a dos fenómenos. Las leyes de la naturaleza no existen o, en todo caso, únicamente expresan un hecho habitual, pues sólo Allah es inmutable. El hombre no llega a la perfección más que renunciando al ejercicio de sus facultades racionales. Es, pues, la obra de Al-Gazâlî, una destrucción de la filosofía y la ciencia en homenaje a la mística.
Ibn Rushd pone en evidencia, en su réplica, todo el veneno escondido en el libro de Al-Gazâlî, quien hacia responsable del alejamiento de toda religión a la ciega confianza en los grandes hombres como Sócrates, Platón e incluso el mismo Aristóteles. Ibn Rushd opone a esto que el Din de los filósofos consiste precisamente en rendir a Allah el culto más sublime, es decir, el conocimiento de sus obras que conduce a reconocerle a El mismo en toda su realidad. Y ésta es a los ojos de Allah la acción más noble, mientras que la más vil sería la de tachar de error y vana presunción a quien le adora con esta forma de religión, que es la suprema.
En cuanto a las creencias populares sobre Allah, los Mala´ika (ángeles), etc., deben explicarse, según nuestro autor, en un sentido espiritual, y tienen como efecto inducir al hombre a la práctica de la virtud. Opina que, aunque el hombre comienza bebiendo de creencias generales, cuando logra una manera de pensar más personal, en lugar de despreciar todos y cada uno de los dogmas de las doctrinas en que puede haber sido educado, debe tratar de interpretarlos en su más noble sentido; y cuando se halle ante el dilema de que dos tipos de creencias religiosas se encuentran en competencia, debe optar por la más sublime.
Por otra parte, nos comunica que el Dîn (Camino del Islam ) no es una rama del conocimiento reducible a proposiciones dogmáticas, sino que es una fuerza personal interna propia de cada individuo; es una verdad individual distinta de la universal científica, aunque no le sea contraria. Así, pues, el Dîn (Camino del Islam)) es patrimonio de todos, pero la ciencia demostrativa lo es de unos pocos, capaces de vivir constantemente en el difícil mundo de las ideas. La teología, mezcla de ambas, es fuente de mal para las dos.
Así mismo, uno de los problemas más debatidos entre los sabios del Isalm y filósofos es el que se refiere a si el mundo ha tenido un comienzo temporal o no. Y vemos dos interpretaciones enfrentadas entre sí, que intentan solventar la cuestión. Por una parte, hallamos la versión coránica y bíblica de la creación del mundo, la cual nos plantea el tema como de pura causalidad. De otro lado, tenemos la griega filosófica, para la cual la relación entre el origen divino y el cosmos es de simultaneidad.
Los filósofos no discuten sobre la creación del mundo; ahora bien, su carácter de algo creado sólo implica dependencia en el ser, en el sentido de que si desapareciera el creador, desaparecería también lo creado, o sea, el mundo. Según esta opinión, el mundo tiene comienzo, pero el suyo no es un conocimiento temporal, sino jerárquico y lógico.
Frente a esta interpretación, el mito de la creación temporal del mundo señala una distancia inconmensurable entre lo perecedero y lo eterno. Tanto para el creyente como para el filósofo, la diferencia entre la realidad absoluta de Allah y la realidad relativa del mundo se expresa del modo en que todo es perecedero excepto el Creador.
Los filósofos aducían que no puede haber variación en la esencia divina: Allah es creador desde la eternidad, pues si el mundo hubiese sido creado en un momento determinado de la historia, Allah tendría que haber sufrido una transición desde la potencia al acto, lo cual es imposible, ya que su esencia es inmutable.
Al-Gazâlî opone a esto que no existe un tiempo anterior a la creación del mundo, sino que ha sido creado a la par que éste. Allah existe tal y como es desde la eternidad, al margen de todo el tiempo, y sus procesos cambiantes. Del mismo modo, existe el mundo y el tiempo, pero no hay nada en este mundo que pueda afectar a Allah.
Desde su método de análisis y su concepción como musulman, los filósofos tienen razón al decir que Allah es creador desde la eternidad, pero que se equivocan al decir que el mundo ha sido creado desde la eternidad –según Al-Gazâlî-. Pero los teólogos, por su parte, están equivocados al adscribir al acto divino de la creación un momento dentro del tiempo pues con ello trasladan al mismo Allah a la dimensión temporal. No obstante, tienen éstos razón al hablar de un comienzo del tiempo mismo. Todo sería como sigue:
El comienzo como el fin del mundo no se pueden determinar en el tiempo están fuera de él, por lo que la duración del mundo es imprevisible. Pero, frente a la eternidad ad nunc divina, se convierte en un trecho limitado y finito. Esta es una comparación de tiempo y eternidad de la transición, en la que se iguala a una dimensión esencial con otra del mismo género, transición fuera del alcance de la dialéctica filosófica y de la sistemática teológica.
Ibn Rushd coloca su cosmología aristotélica frente a la concepción de que el tiempo ha sido creado y necesita un comienzo. El tiempo no es sino la medida del primer movimiento circular comprensivo del cielo, representando a su vez un estadio intermedio entre lo que es eterno y lo que es efímero. Movimiento que es expresión espacial del devenir que existe en la transición de la potencia que constantemente se transforma en acto tiene que ser, por esta misma causa, inagotable, o, lo que es igual, el mundo es perecedero en sus partes pero no en sus fundamentos.
La circunstancia de que el movimiento circular constante (que corresponde a la rotación de la tierra sobre su propio eje) sea atribuido a la bóveda exterior del cielo no perjudica la argumentación de nuestro Ibn Rushd; en el fondo mantiene su validez, si sustituimos el movimiento circular sideral por otro movimiento absolutamente constante, e infinito, así el movimiento de la luz, que desempeña el papel de tal constante en la astronomía actual. Ibn Rushd argumentaría así: la circunstancia de que el movimiento de la luz es siempre y en todas partes el mismo, demuestra que la materia de la cual procede es eterna. En realidad, no se puede demostrar la constancia absoluta de algún movimiento, ya que jamás vemos más allá de un segmento espacial y temporalmente limitado del cosmos. Su gran equivocación radica, pues, en extraer conclusiones sobre lo eterno, basándose en lo perecedero, como si no existiera otro acceso a lo eterno.
Al-Gazâlî había rechazado a priori toda la argumentación cosmológica poniendo en duda la propia ley de causa y efecto, pues, según él, Allah no está sometido a tal ley cuando actúa y puede hacer lo que auténticamente desea, y no está juzgando, como un místico, o sufí, sino que se remonta sencillamente a la teología clásica de Al-As’ârî, quien había desarrollado tal teoría hasta el punto del absurdo y llegar a la afirmación incomprensible de que el fuego no arde porque el arder le sea algo connatural, propio de su específica naturaleza, sino porque Allah, cada vez que quiere, crea el ardor en presencia del fuego. Ibn Rushd se subleva, ya que destrozar de este modo la ley de la casualidad equivale a negar toda consecuencia del pensamiento.
Al fin y al cabo, toda la discusión tiende hacia el problema de si el mundo es necesario o no. Para los filósofos es necesaria su existencia, ya que toda necesidad de menor categoría supone la necesidad de éste. Sin embargo, esta afirmación está en contradicción con la libre voluntad divina, pues Allah no está forzado a nada, ni a crear el mundo, ni a hacerlo tal y como es. Según Al-As’ârî, todas las posibilidades son iguales ante su voluntad; El elige lo que desea, sin tener en cuenta cuál tiene más ventajas sobre las demás.
Así pues, no parece haber un acuerdo claro entre la posición filosófica y la teológica en lo que atañe a la creación del mundo, y el papel que en ella juega un ser divino. La teodicea de la mística islámica logra salvar el abismo entre ambas concepciones. Para ésta, el mundo no es mas que una autorrevelación de Allah (<>), según la expresión divina transmitida por el propio Profeta (<>): Yo era un tesoro escondido y deseaba ser conocido, entonces creé el mundo. De lo cual se deduce que el mundo contemplado en sí mismo es posible, ya que su existencia no depende de él mismo, pero desde la perspectiva de Allah es necesario, ya que es expresión de la esencia divina, en la medida en que ésta puede expresarse en formas finitas; así pues, nace simultáneamente de la necesidad y de la libertad, ya que Allah es la libertad misma.
En relación con la doctrina de las posibilidades, dice Muhrî-al Dîn ibn al-‘Arabî:
Desde el punto de vista puramente lógico, es posible algo que igualmente puede suceder como no suceder. Pero aquello que sucede en realidad, resulta de la esencia de la posibilidad en cuestión, de lo que es su fondo atemporal, pues toda posibilidad surge de la misteriosa autodeterminación (ta’ayyun) de lo absoluto y es como un lugar en que éste manifiesta de un modo finito su realidad infinita.
Se afirma que en Ibn Rushd la filosofía árabe alcanzó al mismo tiempo su apogeo y su fin. Y esto puede ser así en tanto en cuanto que es el último gran pensador aristotélico en el occidente islámico, y quizás el más puro de toda la filosofía árabe. Por ello representa una orientación que se aparta de la línea iniciada por al-Farabî e Ibn Sînâ, que tienden a la síntesis del pensamiento aristotélico con el platonismo.
El desarrollo de la filosofía islámica en el sentido aviceniano seguirá adelante en Oriente, y mientras que el Gran Comentario apenas tuvo eco allá, pasó, no obstante, al occidente cristiano, gracias a sus traducciones hebreas y latinas, donde promovió una auténtica revolución en el pensamiento científico.
El mismo estaba convencido de que toda la verdad accesible para el pensamiento humano estaba contenida, en principio, en la doctrina de Aristóteles. Pero en un punto fue más platónico que aristotélico, al suponer la naturaleza universal del espíritu.
Todo conocimiento basado en el pensamiento o no, individual o genérico, o puramente cósmico, es producido por una misma luz: el espíritu que es el que verdaderamente conoce en todos los seres; sin su unidad sobrenatural no existiría ninguna verdad más allá de la impresión puramente individual.
Partiendo de la distinción aristotélica entre potencia y acto, que puede aplicarse a todo proceso y suceso, Ibn Rushd concibe el propio acto de conocer como una actualización (conversión en acto). Las formas de las cosas que yacen estériles en la materia son sacadas a la luz por el espíritu, y sólo por él se convierten en formas generales que pueden ser conocidas. Se transforman por él en unidad, de modo que el espíritu es como una llama en la cual se iluminan las formas del mundo en la misma medida en que la llama las consume.
Así, el alma, que distingue al individuo como tal, aparece como forma temporalmente destacada de la materia, por efecto del espíritu. Para los platónicos (Ibn Sînâ e Ibn al-Sîd de Badajoz), las formas esenciales de todos los seres están contenidas ya indistintas en el espíritu universal; se diferencian porque el espíritu es refractado por el alma universal como un rayo de luz blanca que, al pasar por un prisma, se descompone en un arco iris de colores. Este concepto está en contradicción con el aristotéllico que hace derivar la forma de la materia, pues, ¿cómo puede ser inmortal el alma que está ligada a la forma, según su naturaleza? Ibn Rushd no responde a la cuestión; sólo dice que cree que el alma es inmortal, pero que no puede demostrarlo.
La filosofía de Ibn Rushd no se ha continuado en el Occidente musulmán; esto se halla en relación con la victoria teológica escolástica y con el inaudito florecimiento de la mística que vivió al-Andalus a partir del siglo XIII, y que llegó a su máximo apogeo con el maestro máximo del Islam occidental, Muhyî-l-Dîn ibn al-Arabî, cuya filosofía estaba basada en la interpretación mística del Corán, y atrajo hacia sí todos los elementos contemplativos espirituales que contenía la filosofía, particularmente el legado platónico; no en vano se le ha apodado a Ibn al-‘Arabî, Ibn Aflahîn (hijo de Platón): la filosofía árabe-andalusí no ha sido, pues, derrotada por los juristas, sino que se ha alojado en el océano de la contemplación sufista de Allah.
Otra de las obras de Ibn Rushd es la llamada De la Bienaventuranza del alma (De animae beatitudine). Es un tratado del misticismo racionalista de la unión del intelecto humano con el supremo inteligible. Por haber llegado a ser semejante a Allah, el hombre es en cierta manera todos los seres y los conoce tal y como son, puesto que los seres y sus causas no son nada fuera de la ciencia que de ellos tenemos. En todo ser hay una tendencia a recibir una participación en lo divino, en la proporción que conviene a la naturaleza.
Nos encontramos ante la doctrina de la unión, que los sufíes llamaron el problema del nosotros y del tú; pero mientras los derviches intentaron llegar a ella por mediación del vértigo, Ibn Rushd proclama que no puede ser alcanzada sino con la ciencia, es decir, elevando las facultades humanas a su potencia más alta. Allah es alcanzado cuando el hombre, mediante la contemplación, rasga el velo que oculta a las cosas, y se encuentra cara a cara con la verdad transcendente. El objeto de la vida humana es hacer triunfar la parte superior del alma sobre las sensaciones. Una vez alcanzado este fin, cualquiera que sea el Dîn que se profese, se abren las puertas del paraíso. Pero tal felicidad se reserva sólo a los hombres que perseveran en el difícil ejercicio de la especulación, renunciando a lo superfluo, y ello muchos no lo consiguen sino en el momento de la muerte, porque es una perfección casi siempre inversamente proporcional a la del cuerpo, y la aptitud para ella no es igual en todos los hombres.
De entre las ideas de Ibn Rushd, son notables las de la necesidad en el tiempo y en el espacio de una inteligencia que contemple la razón absoluta, puesto que toda potencialidad debe convertirse en acto. Solamente el hombre por medio de las ciencias especulativas, goza de esta prerrogativa. El hombre y el filósofo son, pues, igualmente necesarios en el plan del universo.
De esta obra se han publicado varias ediciones completas en latín: la primera en Padua (1472-1474) y la última en Venecia (1573-1575). Son muy apreciadas las de Giusti (Venecia, 1550-1552).
En su faceta como médico, podemos y debemos resaltar su aportación en el campo de esta ciencia. Mostró un amplio interés por todo lo que estuviese relacionado con este campo, escribiendo su Kitâb Kulliyât fî-tibb (<>), traducido al latín en 1255 con el título de Colliget. Es una obra enciclopédica en siete volúmenes, publicada en Venecia en 1482 (liber de medicina, qui dicitur colleget). Se trata de una compilación que sigue muy de cerca el Canon de Avicena.
Con todo, por la abundancia del material acumulado, constituye un manual muy completo de medicina que resume gran parte de las experiencias de su época en la esfera de esta ciencia. Presenta particular interés el primer libro, que trata profundamente de la anatomía del cuerpo humano, y es documento imprescindible para el conocimiento del estado de la medicina entre los árabes. Fue considerado nuestro médico por esta obra, como la mayor autoridad en medicina de la época. Aparte de tratar de anatomía nos habla de fisiología, enfermedades y sus síntomas y curas, comidas, medicinas y la conservación de la salud.
En ésta, escrita cuando contaba 36 años, polemiza contra las particularidades, es decir, la medicina que trata de forma separada cada uno de los miembros del cuerpo.
Aparte de este compendio, escribió aproximadamente unas catorce obras médicas, siendo ocho de estas resúmenes de las que escribió Galeno acerca de la mezcla, las facultades naturales, enfermedades, fiebres, medicinas, curas, etc.
Junto con la medicina estudió por estas fechas astrología, introduciéndose en este campo gracias al Anagesto de Arzaquiel, del que hizo un compendio.
Sus aportaciones, junto con las de Ibn Zuhr, Al-Razî y Al-Sinâ fueron traducidas al latín, convirtiéndose todas ellas en obras clásicas para los eruditos. Unas se emplearon en las universidades hasta el siglo XVI, e influyeron en el pensamiento de Alejandro de Halle, Tomás de Aquino, Alberto Magno, Roger Bacon, y otros más. Hasta los siglos XVI y XVII no llegó a desaparecer la influencia andaluza cuando hombres como Copérnico, Vesalio, Galileo, y otros dieron una nueva perspectiva y dirección a las ciencias.
Su Gran Comentario fue tomado como modelo por Santo Tomás, quien siguió su sistema de exposición y comentario, aunque refutara lo que consideraba errores y desviaciones de la tradición peripatética, especialmente la unidad del intelecto humano. No obstante, se mostró altamente respetuoso para el comentarista árabe.
Como ya hemos dicho, hacia mediados del siglo XIII, casi todas las obras de Ibn Rushd habían sido traducidas del árabe o hebreo al latín, y hacia finales del mismo siglo comenzó a presentársele como un enemigo de la fe, combatiéndosele ferozmente, sobre todo por Ramón Llull. Pero, sin embargo, entre los místicos medievales encontró una acogida favorable toda su teoría, penetrando en la escuela franciscana con Roger Bacon, Duns Scotto, Ockham, así como en la escuela de París. Posteriormente encontró una acogida estable en la Universidad de Padua , especialmente con Pietro d’Albano, y en el siglo XVI con los Cremonini.-



Más informacióen en: http://www.islamyal-andalus.org


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