Autor: Ricardo
miércoles, 05 de marzo de 2003
Sección: Lenguas
Información publicada por: Ricardo
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Unidos por la lengua

Bien está defender cualquier forma de expresión, pero ¿por qué descuidadmos tanto el castellano? ¿Por qué amilanarse ante el inglés? Cuidemos nuestra lengua, esta lengua bella y fuerte, poeta y guerrera, que une ambas orillas del Atlántico y que nació del latín cerca de los vascos, hablada por ellos y por aquella sufrida gente de una tierra de frontera llamada Castilla.

El niño

A los que tenemos la suerte de no haber nacido mudos y la casualidad de haber venido al mundo en la vieja “piel de toro” o allende el Finisterre, en la América Hispana, nos brota sin pensarlo una articulación de sonidos poderosa, dura y versátil: el español o castellano, no vamos a entrar en estas sensibilidades. Aunque no estaría de más echar un vistazo a lo que hablaban aquellos viejos riojanos, burgaleses y muchos vascos (sí, vascos) ya en el remoto siglo X. Nada menos que un diamante en bruto lo suficientemente diferenciado para dejar de llamarse latín e ir caminando poco a poco hacia lo que hablamos hoy. Era el castellano un niño que se escapaba de la mano de su madre romana para dar sus primeros pasos. Era la lengua del pueblo, forjada en las aldeas, los mercados, las plazas de los castillos y en las incursiones contra el musulmán, mientras el viejo latín, que le dio vida, seguía vivo en el crecimiento de ese niño al tiempo que yacía sepulto en los scriptoria de los monasterios. A fuerza de una asimilación más fuerte que las espadas de sus propios guerreros, la criatura fue bebiendo en su marcha hacia el Sur de otras fuentes que la enriquecieron de forma progresiva. Tomó voces de otros nenes primos suyos, como el catalán y el gallego, a los que también voceó, y abrió todo su entendimiento a un señor mayor que invocaba a sus fieles de manera extraña desde una torre a la que llamaba alminar. No en vano nuestra cabeza se entrega al sueño sobre una almohada. Y no fue baladí que más de 4.000 palabras españolas provengan de ese señor de turbante al que desde hace cincuenta años le caen todas las tortas de la cristiandad blanca.

Juventud y madurez

Y el niño creció, y ya con voz de muchacho brotó en un mundo hasta entonces ajeno al nuestro de la garganta de Rodrigo de Triana cuando éste avistó...¡¡¡Tierra!!!
Es una maravilla histórica que después de la conquista de las Indias, y aun después de que las colonias de la América española se independizaran de su “madre patria” los antiguos sometidos expandieran la lengua de los conquistadores y la enriquecieran. Resulta maravilloso que no seamos, como norteamericanos y británicos, países divididos por una lengua común, sino pueblos con una misma lengua diversa. El muchacho se hizo hombre acá y allá, aquí y allí. Hizo suyos espléndidos indigenismos y no se rompió como cabría esperar de la lengua de un viejo imperio que ha dejado de existir. No se repitió la ruptura del latín hecho añicos en nenes romances tras la caída de las últimas legiones. El genio de la lengua creó y crea expresiones nuevas a uno y otro lado que entienden perfectamente los hispanos de uno y otro lado del océano, aunque para muchos sea la primera vez que las escuchan. Nacen de los genes de nuestro idioma y son nuestro patrimonio, por más que suenen con distintos dejes o acentos, porque nacen del pueblo, que es quien inconsciente, pero sabiamente da vida a la lengua. Así ha sido desde el albor de los tiempos.
No obstante, en los que ahora vivimos, el idioma se enfrenta a numerosos ataques, tanto externos como internos. La aplastante supremacía norteamericana (UE, bendita tú eres) ha logrado que el inglés haya inoculado en medio siglo tantos vocablos como el árabe en ochocientos años de reconquista. Aquel niño y muchacho, ahora hombre, siempre adoptó de otro lo que no tenía. Pero resulta que, a pesar de la revolución de términos anglosajones con las nuevas tecnologías, el genio de nuestra lengua casi siempre tiene voces análogas. Con todo, asistimos a una invasión de palabras ajenas, de calcos, y de estructuras completamente extrañas al código genético del español. ¿Por qué? Porque la lengua ya no viene de abajo, como debería, del pueblo, para ser enriquecida arriba y volver abajo más lozana. No, ahora son los políticos y, más que nadie, los medios, quienes generan el propio flujo lingüístico. Y muchas veces mal, sin amor por la lengua, asumiendo extranjerismos porque en el fondo tienen un complejo de inferioridad frente a lo anglosajón que les hace decir “benchmarking” en lugar de “comparación” o “contraste”. No les importa preservar algo tan importante como el idioma, el instrumento que concatena los pensamientos humanos, y seguramente cuidarán sus formas al vestir en una reunión pero les importará un carajo soltar durante la charla aberraciones como “en base a” o “a nivel de” (de nuestros vecinos galos) o hacer una pausa para un “coffee” (el café indígena que trajeron de América los españoles y no los ingleses, que adaptaron el vocablo a su idioma).
No obstante, el inglés no es el enemigo de este hombre maduro que llamamos español o castellano. Pero ya se sabe, “cada mochuelo a su olivo”, o “cada uno en su casa y Dios en la de todos”. Y es aquí, o acá, donde el idioma encuentra los mayores peligros para mantener esa maravillosa unidad lingüística diversa de la que goza. Muchos que se tildan de progresistas abogan por suprimir la gramática y escribir de forma más o menos fonética, porque dicen que las normas ortográficas (muy fáciles de aprender con dos dedos de frente) son una antigualla inútil, cuando en realidad estos falsos intelectuales no hacen sino enmascarar una grave falta de formación. La gramática no impone al pueblo nada, tan sólo refleja las normas inconscientes que utiliza el hablante. Vamos, refleja cómo se habla. Lo raro es que un genio de la literatura en nuestra lengua, nada menos que el Nobel Gabriel García Márquez, respalde la misma postura que estos culturetas que amputan sujeto y predicado con una coma. El fin del emérito escritor es bueno, favorecer el aprendizaje del idioma escrito a las poblaciones indígenas analfabetas. Pero no se da cuenta de que esa escritura supondría romper la lengua en una miríada de taifas. Cada cual aplicaría lo que le viniera en gana y terminaríamos por no entendernos, cuando ahora lo hacemos razonablemente bien. Por otra parte, flaco favor les haría a los indios, porque no les supondría alcanzar el nivel cultural de los de arriba. La lengua es del pueblo, y el pueblo ha rechazado estas propuestas que harían de nuestra escritura algo tan comprensible para nosotros como un ladrillo en cirílico. Además, condenaríamos a las generaciones posteriores a no sentir como suyas las obras literarias escritas según el canon tradicional, es decir, todas. Y a mí, sinceramente, nada que esté escrito en mi lengua me puede resultar ajeno.


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