Autor: Ofion_serpiente
martes, 14 de julio de 2015
Sección: Opinión
Información publicada por: ofion_serpiente
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Realeza

Reflexiones sobre la monarquía con la esperanza de no ofender.

Divertimento

Ayer, mientras mis dedos jugueteaban en los botones del mando a distancia del televisor, sano ejercicio para mantener su agilidad y precisión, tan necesarias, a esas horas en que intentas recuperar el tiempo entregado a los monótonos afanes cotidianos, concediéndote dudar entre ir a la cama o vaguear un poco más en el sofá, me detuve en un canal que emitía la película Excalibur, de John Boorman. Estrenada en 1981, la película es la enésima revisión cinematográfica de la leyenda artúrica, y en ella se suceden las aventuras plagadas de combates, amores y magia del buen rey y sus caballeros. Ni que decir tiene que me estiré en el sofá, me arrebujé en la manta y encomendé al azar el lugar en el que me despertaría a la mañana siguiente.

 

No es de extrañar que la atracción por Arturo y la búsqueda del Grial, haya pervivido a lo largo de los siglos. Más allá de los detalles literarios introducidos en el transcurso del tiempo, es indudable que la saga artúrica hunde su origen mucho más allá de los mil años de antigüedad de los primeros textos conservados que se refieren a ella. Quizá, algunos sabios así opinan, podríamos remontarnos a una antigüedad neolítica, e incluso paleolítica, en la búsqueda de los orígenes del mito. Si lo despojamos de sus adherencias cristianas, particularmente el ciclo de José de Arimatéa, podremos observar de modo diáfano el venerable origen de los personajes principales de la trama; Ginebra, la infiel esposa, es "Gwined-yar", evolución de un viejo nominativo protocéltico, que significa "La Encantadora blanca", y ésta, por antonomasia, es siempre la veleidosa diosa luna; Morgana, la hechicera que rige los Tiempos Oscuros, no es otra que Morrigan, la diosa de la muerte, la Perséfone céltica que aquí se disfraza de Hecate. Y Nimue, la Dama del Lago, la poderosa diosa marina Niamh, "la brillante", que amó al bardo Oissian en Tir Na Nog, la Tierra de la Juventud, que no es otra que Avalon, la isla de las Manzanas, lejana en el Occidente y en la que reposará Arturo tras su muerte. Al Rey, lo delata su nombre, un título regio que enraíza con la antigua raíz "artz", posiblemente anterior a las invasiones arias, y que parece designaba al oso salvaje, objeto de culto en las cavernas prehistóricas europeas, su significado tal vez perdura aún en el euskaldún "hartza", "oso"

 

La leyenda artúrica es un relato sobre la búsqueda de la felicidad por el ser humano, ya sea el héroe Gilgamesh o Herácles, simbolizada en un objeto sagrado, destinado inicialmente y en exclusiva a los dioses y  a algunos seres humanos excepcionales. En la película de Boorman, en el ciclo artúrico, esos objetos mágicos son tres, el Grial, Excalibur y el propio Arturo, y sus historias se entrelazan en sucesión cronológica tomando al objeto mágico animado, el hombre, como eje que da coherencia al relato.

 

La espada, ya sea entregada por la Dama del Lago, o extraída de su vaina de piedra, que ambas versiones se dan, en manos del elegido, proporciona orden al caos. Ese orden trae la felicidad a los seres humanos, la prosperidad a los campos, la paz a la tierra. La ruptura del orden, la instauración del reinado del Caos y la Oscuridad, se expresa en la película con dos frases que pronuncia Lanzarote al despertar, tras consumar su traición, y ver, entre su cuerpo y el de Ginebra, a Excalibur clavada en tierra. "El Rey sin Espada. La Tierra sin Rey"

 

El Rey, privado del talismán que le entregara la Dama del Lago, por causa de una mujer, Ginebra, carece de fuerza para mantener la armonía del universo. Éste, el mundo de los hombres, el mundo de la naturaleza, se ha transformado en muerte y desolación, en un invierno perpetuo en el que gobierna la maldad, representada, como no, por la tercera mujer de la tríada, Morgana. La restauración del orden requiere un nuevo objeto mágico, el Grial, que permita a Arturo renovar sus vínculos con la Naturaleza, reconciliarse con ella; un pequeño sorbo del sagrado cáliz, y el Rey cabalga de nuevo, haciendo renacer la Primavera al compás de las notas que Orff soñó para los Carmina Burana: "Oh Destino, siempre cambiante, como la luna"

 

La necesidad de un elemento que ayude a mantener en pie el "Kosmos", palabra que significa orden, en griego clásico, se encuentra en los más profundo de nuestro imaginario colectivo. Lo acredita el éxito de historias que lo reproducen, con mayor o menor acierto, como "Los Inmortales" o "Matrix", "Los Argonautas" o el Ciclo Artúrico. Todas esas historias parten de la idea del que la felicidad de la humanidad precisa de un objeto mágico, ya sea éste algo material, como un cáliz o el vellón dorado de un cordero, o espiritual como el propio sacrificio del héroe. Ese objeto, ese talismán de poder, lo proporcionará la búsqueda iniciática, plagada de escollos, que el elegido debe afrontar para obtenerlo y garantizar aquella armonía. La forma de relatar esa búsqueda depende de las normas artísticas de cada momento histórico, porque, es evidente, cada época tiene su propia simbología, cada sociedad expresa la consecución de su orden de diferente manera, pero son todas válidas. Jasón no es Néo, exactamente, ni Galahad es McCloud, pero son lo mismo en el fondo: Los cuatro son símbolos de la necesidad de restaurar el orden cíclicamente alterado.

 

En la visión más lejana a nosotros en el tiempo, el Rey, por sí mismo, era ese objeto sagrado, garantizaba la armonía entre los hombres y los dioses con su fuerza física. Ésta, centrada fundamentalmente en la generatriz,  garantiza la de la naturaleza. Ejemplo de esa vinculación se nos muestra en toda su crudeza entre los Shilluk, un pueblo nilótico, ahora cristiano, que habita en el Sudán, en las riberas del denominado Nilo Blanco. Los Shilluk consideran a su rey como la reencarnación del antepasado ancestral, Nyankang, y afirman que participa de su naturaleza divina. Cuando el Rey se debilita, ya sea como consecuencia de la enfermedad o la vejez, entienden que es el tiempo en que debe ser sustituido por otro más joven y fuerte, dado que, en caso contrario, los ganados enfermarán, las cosechas se perderán y los hombres morirán. El momento de la sucesión lo fijan las múltiples esposas del monarca: cuando el rey no puede ya satisfacerlas a todas convenientemente, lo comunican a los jefes tribales, quienes lo condenan a muerte cubriéndole con una sábana blanca. Luego, conducen al desgraciado a una choza construida al efecto, y tras introducirlo en ella acompañado de una muchacha núbil, tapian la entrada dejando que ambas víctimas mueran de hambre. Afortunadamente, a finales del siglo XIX, cuenta Sir James Frazer en su monumental "La Rama Dorada", tan cruel pena, la muerte por inanición del monarca Shilluk y su inocente acompañante, había sido sustituida por la mas piadosa de la estrangulación.

 

Otro sabio, Henry Frankfort, el holandés que, junto con Budge, sentó la tesis del origen africano de la civilización egipcia, distinguía dos tipos monárquicos en la antigüedad: el egipcio, en que el Faraón era un dios encarnado, y el mesopotámico, en que el rey era un ser humano especial, un "gran hombre" (lugal). Concretamente decía en "Reyes y Dioses" (1948):

 

"Al Rey mesopotámico se le encomendaba, como al Faraón, el mantenimiento de las armoniosas relaciones entre la sociedad humana y los poderes sobrenaturales, pero, sin embargo, se subraya que él no era uno de éstos, sino un miembro de la comunidad. En Egipto, por el contrario, uno de los dioses había descendido entre los hombres.

Está claro el significado de esta divergencia: en Egipto, la comunidad se había librado del miedo y de la incertidumbre al considerar a su gobernante un dios; sacrificó toda libertad en aras de una integración inmutable de sociedad y naturaleza. En Mesopotamia, la comunidad conservó una independencia considerable, puesto que su gobernante no era más que un hombre, y se aceptaba como correlato de ello la incesante preocupación de que la voluntad de los dioses pudiera malinterpretarse y que una catástrofe trastornase la inestable armonía entre las esferas humana y divina"

 

Esa condición de intermediario entre el mundo de los hombres y el de los dioses atribuida al monarca primitivo puede observarse igualmente en nuestro entorno cultural más cercano. Romanos y griegos, efectivamente, en los albores de su historia, se organizan políticamente en torno a un rey sagrado cuyo reinado duraba lo que su potencia física. Ejemplo latino es Virbio, el rey del bosque de Nemi, en Aricia, una población situada a escasos kilómetros al sur de Roma. En dicho bosque, junto a un hermoso lago, desde tiempos ancestrales, se adoraba a Diana Nemorensi cuyo culto, según cuentan Higinio y otros, llevó Orestes, el hijo de Agamenón, desde la lejana Taúride. La sucesión del Rey del Bosque, el "esposo" de Diana, era simple: sujeto al tronco de un gigantesco roble en el centro de la espesura el Rey aguardaba su muerte. Al igual que él había sacrificado a su antecesor, así él mismo sería asesinado por aquél que obtuviera el derecho a disputarle la soberanía obteniendo una rama dorada, probablemente muérdago, que nacía en algún otro de los árboles del soto sagrado.

 

La Roma republicana y la Atenas democrática despojaron al rey de sus funciones políticas, pero no de su carácter sagrado; el arconte basileus o el flamen dialiis o incluso el rex sacrificiorun asumieron esa vinculación entre la polis y lo divino. La necesidad de un intermediario entre el mundo de los dioses y los hombres fue concebido como requisito fundamental para la estabilidad del Estado.  Sin embargo, tal tendencia natural a despojar de su sacralidad al gobernante efectivo, dio un paso atrás con la revolución cesariana. Si bien los primeros emperadores no fueron declarados dioses sino tras su muerte, sus sucesores, influidos tal vez por el Oriente, celebraban sus propias apoteosis coincidiendo con su ascensión al trono. El Emperador era divino por el sólo hecho de ser Emperador. La púrpura imperial, como la espada en la piedra, otorgaba la divinidad. El culto al emperador era exigido para el buen orden social.  

 

El auge del cristianismo acabó definitivamente con la monarquía divina. Si bien Constantino no se consideró una divinidad, sí se concebía como el decimotercer apóstol, e incluso como el vicario de Cristo sobre la tierra, más aún se intituló ante los conciliares de Nicea como "obispo de los de fuera", idea que mantuvieron los basileus bizantinos. En el Occidente los emperadores primero, y los reyes después, dejaron de tener carácter divinal, pero no carácter sacrosanto. La unción real en la coronación, de manos de un representante de la Iglesia, convertía a un ser humano ordinario en el ungido, en el señalado por Dios para gobernar la grey humana, se era "Rey por la Gracia de Dios". 


El pueblo, no obstante, seguía considerando al Rey como un ser mágico y de ahí el mito del poder sanador de los reyes merovingios que se traspasó a los Capetos y de ahí, por sucesión genética a los Borbones. El último Rey francés que impuso sus manos para sanar la escrófulas de sus miserables súbditos fue Carlos X, en 1825, en un acto multitudinario celebrado en la catedral de Reims, tras su coronación.

 

En los países denominados "modernos", es decir, en los que se dice que impera una democracia avanzada, hay pocas monarquía, una de ellas es la Española, regentada por los herederos de aquellos borbones que curaban escrófulas. Se dice que el rey es el símbolo de la unidad de España, el árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones y el representante de la Nación en el extranjero, Es decir, su función es meramente simbólica porque como sabemos, sus funciones constitucionales están sometidas a los dictados del Gobierno de turno (el derecho de gracia lo ejerce conforme el Gobierno indica, es Jefe de las FF.AA. sólo simbólicamente, designa el Presidente del Gobierno de acuerdo con el resultado electoral, sanciona las Leyes que aprueba el Parlamento…necesariamente, no se someten a su aprobación) El Rey ya no representa una unión entre el mundo de los dioses y de los hombres, no es el "axis mundi" que garantiza el Orden frente al Caos, y desaparecida la escrófula como consecuencia de los avances médicos y la generalización de la higiene, no es sino una figura innecesaria, un adorno histórico prescindible.



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Comentarios

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  1. #1 alevin 17 de jul. 2015

    Uma, parece ser, según mi archivo, que el nombre de Excalibur ya aparece en las versiones de los s.XII y XIII habiendo dos versiones sobre el origen de su nombre. Por un lado del galés Caledwich(calet-fuerte + dwich - filo) y por el otro del latin chalybs (acero) que derivaría en Caliburnus y de ahí a Excalibur.
    Siento no conocer el Ciclo Arturico tan a fondo como para recordar si lo de la espada en medio de los amantes fué añadido o no, lo que si parece ser que, dentro de las reglas del conocido como "Amor Cortes" (que merece un artículo), existía esa costumbre como signo de que el sentimiento del ideal por la dama estaba por encima de las pasiones del caballero, el cual ponía su espada entre ambos, en el lecho, como "muralla" que nunca se atrevería a traspasar.
    Lo que si ocurre es que con o sin espada los amoríos de Lanzarote (Lancelot) con la reina le cuestan la expulsión de la Corte (lo que me hace pensar que lo de la espada o no existió o no debió funcionar) y ante el desprecio que todos le muestran como penitencia se convierte en ermitaño. Lo curioso del caso es que , una vez fallecidos Ginebra y Arturo, recoge el cadaver de la primera y lo lleva a enterrar junto a Arturo.

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