Autor: José Mª Bello Diéguez
miércoles, 14 de mayo de 2008
Sección: Artículos generales
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Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (5)

Continuación de Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (4)

Arqueología Patológica - 1

Tras
este breve viaje por el claro pensamiento de Turro, que me
parece además francamente hermoso, podemos centrarnos
ya en la arqueología patológica. Aquí,
a la hora de plantearnos establecer los criterios de demarcación
correspondientes a ella de forma más concreta, nos
encontramos con las dificultades propias de la indefinición
del estatuto epistemológico de la arqueología.
Los propios arqueólogos no nos ponemos de acuerdo en
la definición de la disciplina que practicamos. Así,
para unos es una técnica auxiliar de investigación
que se puede aplicar a muy diferentes objetos, objetivos y
épocas; otros la consideran como un campo específico
de la antropología, haciéndola equivalente a
la prehistoria; otros la consideran una especialización
práctica de la historia, en la que el historiador se
bate con materiales y fuentes diferentes de lo escrito; otros
la consideran una disciplina autónoma, con sus propios
objetivos y métodos, etc. Y eso sin entrar en la discusión
sobre el carácter científico o no de la arqueología,
dando el consabido repaso a Popper, Kuhn, Feyerabend y discípulos.
Las discusiones sobre esto datan cuando menos de la década
de los 70 y todavía continúan. Permítanme
escabullirme sin el menor disimulo.


Tal vez resulte más productivo soslayar las dificultades
de una definición positiva aceptable por todos, y observar
en la práctica arqueológica las que podemos
llamar desviaciones de los objetivos y del método,
planteando al tiempo algunos casos que nos sirvan de ejemplo.


Así, siempre con las características de la ciencia
patológica en la mente, y volviendo a lo que apuntábamos
al principio acerca de las condiciones que la situación
actual de la arqueología, dependiente de organismos
gubernamentales acientíficos -cuando no anticientíficos-
que emplean su poder para sentar doctrina, no debe resultar
raro que la elaboración arqueológica se retuerza
y mixtifique hasta el punto de tergiversar ya no las interpretaciones
sino incluso los propios datos; unos datos que, cuando no
existen, se inventan. Por ejemplo, en una publicación
científica, un autor, justificando su clasificación
en regularidades de los monumentos megalíticos de Galicia,
decía textualmente en 1989, al hablar de los grandes
monumentos de corredor: “Lo que nos parece representativo
es que los elementos exteriores disminuyen su importancia;
el túmulo reduce su tamaño, llegando incluso
cámaras que miden 6 u 8 m de largo a estar encerradas
por túmulos de 15 a 18 m de diámetro“.
En una revisión realizada posteriormente, me encontré
no sólo con que la mencionada tendencia del túmulo
a achicarse no existía, sino que tampoco existían
los datos métricos citados por el anterior autor. En
consecuencia, y no sin hacerme cierta violencia por lo desagradable
de la situación, en otra publicación científica
escribí:

  • "En
    nuestra revisión de la literatura arqueológica
    no hemos conseguido encontrar esos dólmenes de corredor
    de 6 a 8 m de largo encerrados en túmulos de 15 a 18
    m de diámetro (...) Aun en el más que probable
    caso de que algún ejemplar se nos haya escapado, o
    de que los autores hayan podido jugar con algún ejemplar
    no publicado, parece difícil que se pueda invertir
    la tendencia estadística que evidencian los casos citados.
    A dolmen grande, por tanto, túmulo grande. Da la impresión
    de que los autores han tomado como un axioma lo que en principio
    era una sugerente hipótesis de trabajo, hasta el punto
    de cerrar los ojos a las evidencias arqueológicas,
    al menos a aquéllas que no encajaban fácilmente
    en el esquema planteado" (Bello 1995).


Quien pudiera esperar un reconocimiento del error o una respuesta
airada, habrá quedado tan sorprendido como yo: simplemente,
no hubo respuesta. Me parece un síntoma grave de una
situación en la que el debate científico ha
desaparecido, y en la que el concepto de certeza ha sido sustituido
por el de verdad impuesta por decreto. En esas circunstancias,
adaptándose a la situación se puede hacer carrera
individual, pero no se puede hacer ciencia. Colectivamente,
el producto que sale de una situación de tal perversidad
no puede ser más que ciencia patológica.


Acabamos de señalar un caso de invento de datos, pero
al menos sólo en el papel. Hay casos, alejados del
anterior en espacio, en tiempo, en situación y en motivación,
en los que se inventa el objeto materialmente, de forma física:
me refiero a las falsificaciones arqueológicas. Existen,
de todos es sabido, falsificaciones realizadas por ánimo
de lucro económico, al margen del desarrollo de la
disciplina. Pero hay otras más relacionadas con ésta,
que entran con pleno derecho en el campo de la ciencia patológica,
entre las que cabe señalar por su trascendencia el
caso del hombre de Piltdown.


Recibió este nombre un cráneo, bautizado científicamente
como Eoanthropus, entregado en 1912 al Museo de Historia
Natural londinense por Charles Dawson. Durante muchos años,
especialistas como Smith Woodward y Pierre Teilhard de Chardin
estudiaron concienzudamente las características a la
vez simiescas y humanas del descubierto eslabón
perdido
, hasta que, en 1954, Le Gross Clark, Oakley y
Weiner pusieron de manifiesto lo que había sido un
bien tramado fraude: la cabeza presuntamente homínida
estaba compuesta por un cráneo de hombre moderno y
una mandíbula de orangután, convenientemente
teñidos y envejecidos. El caso Piltdown nunca fue resuelto
satisfactoriamente, y las sospechas fueron recayendo sucesivamente
sobre todos los que estuvieron próximos al falso cráneo,
incluyendo a Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. Los
creacionistas se ensañaron y ensañan particularmente
con la memoria de Teilhard de Chardin, acusándolo de
haber sido el autor del fraude, en un flagrante caso de ataque
ad hominem a fin de arrimar el ascua a su antidarwinista
sardina. Hace pocos años, Henry Gee (1996) ha dado
a conocer en las páginas de Nature los resultados
de las investigaciones de Brian Gardiner y Andrew Currant,
del King‘s College de Londres, que sitúan como
más probable autor del fraude al conservador de zoología
del Museo de Historia Natural, Martin A.V. Hinton, deseoso
de ridiculizar con una broma a Smith Woodward, a quien consideraba
pomposo y ridículo. Una broma que, durante décadas,
mantuvo en jaque a la naciente ciencia paleontológica.


Por supuesto, no es éste el único caso de fraude
arqueológico que provocó dolores de cabeza a
los investigadores. Puestos a ello, por aquí no nos
contentamos con falsificar un cráneo: falsificamos
cuevas enteras. Hace casi diez años, en Euskadi se
dio a conocer la aparición de una cueva con magníficas
pinturas, que se asemejaban en todo a las propias del magdaleniense.
Los primeros informes técnicos, de carácter
preliminar, al tiempo que analizaban el estilo, señalaban
también la imposibilidad de concluir taxativamente
su autenticidad. Esta prudencia no fue obstáculo frente
a la tentación de la rentabilización política
y periodística del hallazgo: la cueva de Zubialde
ocupó los titulares de los medios, y su descubridor
recibió un cuantioso premio, más de doce millones
de pesetas, en calidad de recompensa, de la Diputación
Foral correspondiente. Si los ambientes políticos y
periodísticos dieron por concluido el caso una vez
cubiertos sus respectivos objetivos, nada científicos,
no ocurrió lo mismo en los ambientes académicos,
que dieron muestra de su buen hacer y demostraron de nuevo,
por si hiciese falta, que el escepticismo es un arma fundamental
en la investigación: los ulteriores análisis
de las pinturas pusieron de manifiesto la presencia de patas
de insectos y arácnidos, de pelos de mamífero,
y hasta de fragmentos de estropajo de la marca Vileda. Se
demostró así la falsedad de las pinturas, que
habían sido ejecutadas por su descubridor, a
quien una reciente sentencia del Supremo ha obligado a devolver
el dinero recibido en su momento. Felizmente, ni hubo merma
de dineros públicos ni, sobre todo, una serie de pinturas
falsas llegó a engrosar los inventarios del arte paleolítico,
dando lugar a conclusiones que, por partir de datos falsos,
necesariamente tendrían el carácter de científicamente
patológicas, contra la voluntad de los futuros investigadores.


Más que pretensiones de lucro económico, parece
ser el ansia de notoriedad personal el que llevó a
un pintor de Cehegín (Murcia) a un fraude inverso al
anterior: no se trata aquí de una invención
actual de pinturas prehistóricas, sino a la reclamación
de la autoría de pinturas prehistóricas auténticas,
las de Peña Rubia, en la mencionada localidad. Como
cuenta Montes Bernárdez (1993),

  • "De
    este modo se inició y sirvió una polémica
    que duró meses, hizo tambalearse el prestigio de la
    profesión y sus investigadores a nivel popular, y no
    cesó hasta que se pronunció una comisión
    interdisciplinar de especialistas solicitada a tal fin (...)
    Tras estudios minuciosos y rigurosos sobre distintos aspectos
    de las estaciones y sus pinturas, se declaró oficialmente
    y por escrito su autenticidad. Investigadores, políticos
    y aficionados, descansaron y respiraron tranquilos".


También, aunque sin invento, pudiera haber deseo
de notoriedad personal, o al menos eso opinan algunos autores
más conocedores del asunto, en el caso del Hombre
de Orce
, de amplia repercusión mediática.
En España, el Dr. Eustoquio Molina (1998) ha puesto
de manifiesto los posibles elementos de ciencia patológica
en el artículo "El polémico fósil
de Orce. ¿Falta de rigor o fraude?", publicado
en la revista El escéptico, seguido de una réplica
del Dr. Josep Gibert (1999) y de la consiguiente contrarréplica
del profesor Molina. Frente al caso gallego que comenté
antes, hay que reconocer aquí la gallardía del
Dr. Gibert, que en ningún momento ha rehuido el debate,
y al que tal vez el futuro termine dando la razón en
sus planteamientos acerca de la gran antigüedad del poblamiento
humano de Venta Micena. Pero no se trata ahora de debatir,
y menos de dilucidar, si la galleta de Orce es o no
es humana, sino de traer a colación la característica
apuntada por el Dr. Molina de un comportamiento científicamente
anómalo que se puede resumir en la continua utilización
de los mass media como vehículo de información
y debate (recordemos la recomendación de prudencia
que hacía Turro cuando hay delante portadores de libretas
o grabadoras) así como en la reticencia a facilitar
o permitir el estudio directo del objeto, la galleta, por
otros investigadores -algunos de los cuales le acusan de fraude-,
algo imprescindible que, que sepamos, todavía no ha
tenido lugar.


Sin embargo, la deriva de la situación actual, en la
que la creciente presencia social de la arqueología
no es independiente del incremento de su interés económico
como fuente generadora de ingresos de tipo turístico
y cultural, lleva a una mayor dependencia del poder político
y, en consecuencia, de la popularidad y la presencia en los
medios capaz de influir sobre él. Cada vez más,
el éxito de un proyecto arqueológico a la hora
de conseguir los medios necesarios para su financiación
depende no de la calidad del proyecto en sí, sino del
apoyo de los poderes locales, de la presencia mediática
y del impacto popular que sean capaces de generar los promotores
del proyecto.


En positivo, el caso paradigmático en la actualidad
es, cómo no, Atapuerca. Un impresionante conjunto de
yacimientos, y una investigación de notable calidad
llevada durante años con un tesón digno del
mayor encomio, se han visto sabiamente acompañados
de una poderosa presencia pública, necesaria (y no
suficiente, dadas las necesidades y carencias que presenta
el yacimiento) para conseguir los fondos imprescindibles para
continuar la investigación. Se trata de una situación
nueva, que poco tiene que ver con los mecanismos habituales
hace apenas diez años, cuando los asuntos se resolvían
más bien en instancias burocráticas y despachos
académicos o no tanto, pero sin la presencia masiva
de los medios y del interés popular. Es una nueva realidad
emergente a la que todo indica que habremos de adaptarnos
querámoslo o no. En el caso de Atapuerca, que comentamos,
la adaptación se hizo con especial brillantez; ahí
están los vídeos ganadores de infinidad de premios,
los libros que han llevado a la paleoantropología a
la categoría de best-seller, las exposiciones,
las innumerables conferencias repletas de público.
Todo ello tuvimos la ocasión de gozarlo en el modesto
museo que dirijo, con la presencia de Arsuaga, Bermúdez
de Castro y Carbonell (las iniciales de cuyos apellidos dejan
claro que son indispensables para conocer el abecé
de la evolución humana en la península) durante
la exposición Imágenes de Atapuerca que
permaneció un mes en nuestra casa. Un resultado espectacular,
brillante en todos los aspectos, que sin duda marca un antes
y un después en la forma de plantear la investigación
arqueológica en nuestro país.


Una forma nueva que, ofreciendo la cara positiva de una mayor
presencia de la población, tantas veces ausente de
los intereses del investigador arqueológico, presenta
también nuevos peligros que pueden llevar a un incremento
de la ciencia patológica, sobre todo si no se produce
un paralelo desarrollo de la opinión pública
hacia la comprensión de lo que es el conocimiento histórico.


Sobre esta situación, que de alguna forma sigue el
camino estadounidense, en una progresiva yanquización
de la investigación científica, la dependencia
del despliegue mediático puede llevar a la mixtificación,
a la exageración e incluso al engaño, como ya
señalaba Federico di Trocchio en Las mentiras de
la ciencia ¿Por qué y cómo nos engañan
los científicos?
(1995):

  • "La
    engañología es entonces la ciencia que enseña
    a los científicos cómo engañar a otros
    científicos (...) El objetivo real lo constituyen los
    científicos que forman parte de los organismos estatales
    que financian la investigación y que son los que tienen
    el poder de decidir qué estudios y qué investigadores
    deben obtener la ayuda económica y a cuánto
    debe ascender. La engañología, pues, enseña
    a quien no lo es a disfrazarse de científico exitoso
    (...). Esta ciencia contempla dos secciones: una burocrática
    y la otra más técnica. La burocrática
    es la parte más fácil, aunque no por ello la
    menos importante. Se encarga de enseñar a confeccionar
    proyectos de investigación, preguntas e informes definitivos
    a fin de que resulten autorizados, serios y convincentes,
    y que puedan ser presentados ante los comités de financiación.
    Incluye una sección que explica a los falsificadores
    más ambiciosos de qué manera pueden implicar
    a los organismos administrativos y políticos hasta
    lograr transformar en asuntos de Estado las disputas entre
    científicos".


Permítaseme citar aquí lo ocurrido con la cueva
del Sidrón, en Asturias, no como ejemplo de engañología,
sino simplemente como un caso en el que la disputa científica
se transformó, como apuntaba Di Trocchio, en un asunto,
si no de Estado, al menos de Comunidad Autónoma. Un
caso en el que, en medio de una curiosa mezcolanza de actividades
clandestinas, estudios lentísimos en el lugar que no
le corresponden, presencia semioculta de investigadores en
un papel de no se sabe muy bien qué, declaraciones
prematuras de unos y otros a los medios sobre asuntos que
precisaban análisis más reposados, de repente
aparecen los neanderthales como un necesario regalo del cielo:
¡Si tenemos Neanderthales, seremos como Atapuerca y
vendrá Mr. Marshall con regalos! Y todo ello, sin necesidad
de engaño, presidido por crispaciones sociales que
poco tienen que ver con un reposado estudio científico.
Prensa mediante, por supuesto. Hoy parece que el asunto ha
amainado, y que la cueva del Sidrón podrá dar
los resultados científicos que pueda dar, haya neanderthales
o no. Nada indica que, salvo tal vez en su inicio, haya habido
ciencia patológica en el Sidrón; en cualquier
caso, parece que el peligro ha sido conjurado. Pero no deja
de ser cierto que este tipo de derivaciones, de las que sin
duda veremos más, favorecen la aparición de
ciencia patológica.


Siguiendo con los casos de Estado, o por decirlo con
más claridad, de manipulación de la arqueología
con intereses políticos, más grave, o cuando
menos más esperpéntico, es el de la Piedra
Zanata
, hallada casualmente a principios de los 90 en
las Cañadas del Teide (Tenerife), en un círculo
lítico de tipo aborigen. La piedra, una somera escultura
en forma de pez que presenta una inscripción, en caracteres
líbicos, cuya lectura ha sido interpretada como ZNT,
fue puesta en relación con los zinetes o zenetes,
tribu bereber bien conocida desde la antigüedad. La aparición
pública de tal inscripción supuso un fuerte
revulsivo en el complicado mundo político canario,
cuyos partidos se apresuraron a tomar posiciones frente al
nuevo descubrimiento, intentando fundar en él sus respectivas
posiciones políticas: para algunos grupos nacionalistas,
la presencia de zinetes era la comprobación del poblamiento
africano de las islas, que carecían así de toda
vinculación con la península, mientras desde
ámbitos no nacionalistas se negaba la validez del testimonio
lanzando la especie de que la inscripción no era más
que una falsificación y un fraude arqueológico.
Por supuesto, una vez más la discusión se llevó
a cabo en el griterío de los medios y los foros políticos
más que en los laboratorios académicos, que
se vieron presionados cuando no directamente amenazados, como
en el caso del director del Museo de Tenerife, depositario
de la pieza. Cuando la ciencia arqueológica dejó
oir su voz, la situación se lió todavía
más: según ciertas interpretaciones (González
et al. 1995), que por no resultar politiqueramente
(la política de verdad poco tiene que ver con estas
chapuzas) útiles incomodaron a todos, la piedra estaba
escrita efectivamente en bereber, pero no por pobladores africanos,
sino por los zinetes del sur de la Península que habrían
acompañado a los púnicos en su seguimiento del
atún, cual sugería la forma de la famosa piedra
que porta el cartucho con la inscripción. De ser cierto
esto, la piedra que se había tomado como prueba del
origen africano de los guanches, venía a poner de manifiesto
la presencia de peninsulares, ¡de godos!, desde
los momentos más antiguos del poblamiento isleño.
La reacción no pudo ser más peculiar: el Cabildo
de Tenerife intentó controlar la investigación
y la difusión de los resultados de ésta, al
mismo tiempo que el Gobierno de Canarias negaba el permiso
para realizar una excavación arqueológica que
pudiese arrojar más luz sobre el asunto mientras se
decía que la pieza era falsa y que no había
yacimiento alguno, dándose la insensata y peculiar
situación de prohibir la excavación de un no-yacimiento,
de un lugar que, al carecer oficialmente de interés
arqueológico, caía fuera de la jurisdicción
del organismo que prohibía. Todo un muestrario de las
aberraciones, patológicas o abiertamente anticientíficas,
que se pueden dar cuando la irracionalidad del dogma sustituye
al deseo de conocer, y cuando los peores aspectos de la política
acuden a la arqueología para usarla, no como fuente
de conocimiento cierto, sino como garrote en la pelea, de
por sí legítima, entre las diversas orientaciones
y grupos políticos del presente.

Continúa en Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (6)


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