Autor: FQS
viernes, 15 de junio de 2007
Sección: Historia Antigua
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Estandartes militares en el mundo antiguo

Extracto del libro 'Estandartes militares del Mundo Antiguo'.

La necesidad táctica de las señales visuales y auditivas desde la Antigüedad.           

Muchos siglos antes de la aparición de las armas de fuego, se habían producido ya las mismas necesidades que habían hecho imprescindibles las banderas y estandartes, banderines y guiones de la “Edad de la Pólvora” –mando, control y comunicación. La única diferencia es que en lugar del humo de la pólvora y el ruido de los disparos las interferencias se debían a las nubes de polvo y a los gritos de los y movimientos de hombres, caballos y vehículos de ruedas. Y estas necesidades llegan hasta la Edad del Bronce, muchos siglos antes, milenios incluso, de que se fundara una pequeña aldea llamada Roma.


            También la guerra con armas blancas exige una elevada concentración de los hombres, tanto si se emplean armas arrojadizas –hondas, arcos, jabalinas, pila- como si se combate con armas empuñadas; las razones son similares a las que exigen la concentración de mosquetes y arcabuces y de bayonetas. Al menos desde los tiempos de Sumer a mediados del III milenio a.C. se documentan formaciones de tipo de falange compacta, que perdurarían milenios. Estas masas de hombres –a veces unos cientos, pero muy a menudo, y con frecuencia creciente, decenas de miles de hombres por bando- levantaban grandes nubes de polvo al maniobrar en los secos campos de la estación veraniega en la que habitualmente se luchaba.


Protegidos por cascos que limitaban la visión y la audición, cegados por el polvo y el sol, ensordecidos por el tumulto y los gritos, los guerreros y soldados a menudo perdían la orientación y eran incapaces de entender y obedecer las órdenes: “César [Tito] indicaba con la voz y con su mano derecha a los combatientes que apagaran el fuego, pero ellos, con los oídos aturdidos por un ruido aún mayor, no oyeron sus palabras ni prestaron atención a las señales de su mano...” (Josefo, Bell. Iud. 6,256, trad. J.M. Nieto).


            Si bien en la Antigüedad no se producían las espesas nubes de humo de pólvora que hemos mencionado antes, las de polvo podían ser también muy densas, sobre todo dado que era primavera-verano el periodo de campaña: “Igualmente muda y común es la señal del polvo que levantan las tropas en marcha como si fueran nubes..:” (Vegecio 3,5,11).[1] Además del humo, el polvo levantado por decenas de  miles de pies y patas era un problema también en época moderna, para la que tenemos mejor información documental. Un caso extremo es el que ocurrió el 6 de Mayo de 1757 durante la batalla de Praga, cuando el coronel Warnery se encontró en medio de una nube de polvo causada por sus propios caballos: “Me ocurrió un suceso muy extraordinario en esta batalla, en la segunda carga... se levantó la mayor nube de polvo que nunca he visto; era imposible ver la cabeza del caballo que montaba. Ordené una variación a la izquierda; luego ordené tocar a reunión; un trompeta obedeció, a cuatro yardas de mi posición [casi cuatro metros]. Mis húsares se acercaron, y cuando se levantó el polvo me encontré con que el corneta que había obedecido mi orden pertenecía al enemigo. De esto puede deducirse en que confusión estábamos...”.[2]


Es una anécdota conocida que Robin Lane Fox, profesor de Oxford autor de una voluminosa monografía sobre Alejandro Magno, actuó como extra en la película de Oliver Stone, exigiendo sólo figurar como ‘extra’ entre la caballería de los Compañeros. Experto cazador de zorro, Lane Fox no tuvo problemas en montar sin estribo ni silla y rodar todas las cargas de las batallas; aprovechando para abordar viejas cuestiones de la investigación en la práctica; y una de las cosas que tiene que decir es que, incluso en una película donde el número de combatientes es exponencialmente menor que en las batallas reales, “En una nube de polvo, los caballos están tan nerviosos como los hombres; es además imposible para un jinete diez pasos tras su jefe verle cuando ordena un cambio de frente”.[3]


Desde que –también ya en la Edad de Bronce- muchos ejércitos se hicieron  complejos, dotados con unidades de tipos y capacidades diferentes (infantería de línea, infantería ligera, arqueros y honderos, carros o caballería de línea y ligera, etc.), el control táctico se realizó mediante señales auditivas –normalmente instrumentos de viento-,[4] y por la presencia de estandartes o insignias; Vegecio, a fines del imperio romano, lo explicó perfectamente: “Pero los antiguos, que eran conscientes de que en la línea de batalla, una vez entablado el combate, las filas y las líneas se desordenaban y embrollaban rápidamente, para que esto no sucediera, dividieron las cohortes en centurias (sic) y a cada centuria asignaron un estandarte” (Vegecio 2, 13) [...]“nada es más provechoso para la victoria que obedecer los avisos de las señales. Puesto que en la confusión de un combate no puede conducirse un ejército sólo con la voz, y como quiera que...hay que ejecutar muchas cosas al mismo tiempo, la práctica antigua de todos los pueblos descubrió de qué manera todo un ejército conociese y ejecutase aquello que un general estimase oportuno mediante señales. Así pues, es cosa sabida que existen tres tipos de señales: las vocales, las semivocales y las mudas...las señales denominadas mudas son las águilas, los dragones, los estandartes, banderines, cimeras y las plumas...” (Vegecio 3, 5). Y finalmente: “La legión cuenta además con trompetistas (tubicines), cornetas (cornicines) y bocineros (bucinatores). El trompeta llama a los soldados al combate y, a la inversa, toca la retirada. Siempre que tocan las cornetas, a sus señales no obedecen los soldados, sino los estandartes...” (Vegecio 2, 22, 1) (trad. A.R. Menéndez Argüín). San Isidoro, en sus Etimologías (18, 3 s.v. De signis): “se llaman enseñas de guerra porque de ellas recibe el ejército la señal de luchar y de retirarse tras la victoria... las demás enseñas enarboladas por tropas de unas y otras partes revelan una útil costumbre militar, ya que por medio de ellas puede ser reconocido un ejército en la confusión de los combates”.[5] 


            Cuenta Flavio Josefo, que antes de pasarse a Roma luchó contra ella como general judío en Galilea, que cuando vio que la lucha contra las experimentadas legiones era inminente, renunció a tratar de instruir a las tropas, lo que requería tiempo y experiencia. De modo que realizó una lista de prioridades para alcanzar la mayor eficacia posible en breve plazo, y eso, a su juicio, pasaba primero por multiplicar el número de mandos a diversos niveles, para estructurar bien el ejército al modo romano; y en segundo lugar “también les enseñó a mandarse señales, los toques de corneta para entrar en combate y para retirarse...”. (Josefo, Bell.Iud. 2,577, trad. J.M. Nieto). Las tres ‘C’ de los ejércitos modernos (Command, Control & Communications) eran tan esenciales para Josefo como lo son hoy en día; y en ese mando y control las señales visuales y las auditivas eran decisivas en el campo de batalla antiguo.


Las enseñas tácticas tenían pues funciones bastante concretas y hasta cierto punto elementales, pero también esenciales: servían para alinear la formación, indicar por su movimiento las acciones a seguir por los soldados, puntos de reagrupamiento e identificación. De esto se sigue que las insignias eran propias de unidades tácticas pequeñas o relativamente pequeñas, de entre un centenar y pocos centenares de hombres, aquellos que, agrupados a su alrededor, podían verla a corta distancia, quizá una veintena de metros de radio como mucho. También que en origen las insignias, como dice Vegecio, tenían formas o inscripciones peculiares para ser reconocibles: “en aquella enseña se inscribía el número de la centuria y la cohorte a la que pertenecía. De este modo, fijándose o leyendo ese estandarte los soldados no se separaban de sus camaradas por muy grande que fuera el desorden” (Vegecio 2, 13). De este modo, el soldado podía conocer por la posición y el movimiento de la enseña de su unidad la situación táctica elemental, y contar con un punto de referencia reconocible al que seguir y donde reagruparse en caso de crisis o derrota inminente.


            La necesidad de las enseñas perduraría incluso en las supuestamente desordenadas huestes medievales. Como veremos luego, los ejércitos carolingios y normandos seguirían empleando estandartes directamente herederos de los romanos imperiales –en particular los dragones- y en Castilla y León las Partidas de Alfonso X (reg. 1252-1284) dictaminaban casi como lo había hecho Vegecio: “Ca non solamente se ha de acaudillar por palabra, o por mandamiento de los cabdillos, mas aun por señales. E estas son de muchas maneras [...] Mas las mayores señales, e las más conoscientes, son las señas o los pendones [...] E estas señas, e pendones, son de muchas maneras” (2, 23, 12). Es cierto sin embargo que, frente a los razonamientos de Vegecio, el carácter de un ejército medieval se aprecia en las razones que Alfonso X proporciona para las enseñas: “E todo esto fizieron por dos razones. La una porque mejor guardassen los cavalleros a sus señores. La otra, porque fuessen conoscidos, quales fazian bien o mal”.


Como insignias se usaron básicamente imágenes reconocibles a corta y media distancia, propias de cada ejército e incluso de cada unidad, alzadas sobre una lanza o pértiga, y por tanto visibles bien por encima del nivel de las cabezas de los combatientes. La mayoría de las insignias antiguas eran astas con un símbolo metálico relativamente reducido en su extremo superior. Con el paso del tiempo, los reyes helenísticos y luego los romanos utilizarían crecientemente una pieza de tela añadida, pequeña primero y luego cada vez mayor, porque es un sistema que proporciona mayor visibilidad y  permite bordar o pintar textos simbólicos o identificativos, de unidad o de persona; eventualmente de monarca o de Estado. De ahí al nacimiento de la bandera como símbolo del estado nacional habría ya un paso corto que se dio ya en la Edad Moderna y sobre todo desde el s. XVIII.[6]


En las circunstancias que comentamos, portar las enseñas de las unidades se convertía en un riesgo terrible, ya que el enemigo tendía a tratar de capturarlas tanto por su papel práctico como por el simbólico. Por la misma razón ser custodio de las mismas era un gran y buscado honor. Ya desde que tenemos alguna documentación sabemos que las enseñas se entregaban normalmente a hombres veteranos, de valor probado, y moralmente dignos, normalmente oficiales de baja graduación pero con amplia experiencia de combate, a menudo extraídos de las filas. Además, las enseñas solían llevar una escolta especial –que todavía hoy se mantiene en todas las paradas militares- dado el riesgo que corrían sus portadores. Así Polibio, que nos ha legado la más detallada descripción de la estructura del ejército romano republicano y tenía él mismo experiencia militar, insiste en que los portaestandartes (semaiaforoi) de cada manípulo (dos, uno por centuria) fueran hombres vigorosos (6,24,6) dada la importancia de su actuación en la batalla. Por eso mismo, si los portaenseñas flaqueaban, era necesario hacer público escarmiento con ellos. Luego analizaremos en detalle este aspecto.


 El rango de portaenseña mantuvo durante toda la Edad Media, Renacimiento y Edad Moderna y Contemporánea la misma mística peculiar. Por ejemplo, en los Tercios españoles, italianos, valones y tudescos  de los ss. XVI al XVIII el puesto de Alférez o abanderado era de gran honor, y ello en una época en que las banderas eran una por compañía –y el Tercio solía tener más de diez- y de carácter táctico, con el emblema en ellas bordado elección de cada capitán. De hecho, en el Tercio ‘bandera’ y ‘compañía’ se convirtieron en términos casi intercambiables.[7]  Todavía en 1749, el Diccionario Militar de D. Raimundo Sanz decía “El Alférez de Infantería... en cualquier puesto que se halle, debe primeramente morir, que abandonar su bandera”.[8]


En cualquier ejército la mística de la enseña es similar. Todavía hoy el Queen’s Regiment británico, que conserva las tradiciones del viejo 3rd Foot (‘The Buffs’) coloca en el centro de la Mesa de comedor del regimiento un enorme centro de plata, el Latham’s centerpiece, que conmemora una de esas historias tradicionales de valor trágico. En este caso, se refiere a un episodio de la batalla de Albuera, librada en este municipio de Badajoz el 16 de Mayo de 1811 durante la Guerra de Independencia. El teniente Latham, al ver caer al portaenseña del estandarte real (King’s Colour), lo tomó y protegió a pesar de recibir un terrible sablazo en la cara y otro que le amputó en brazo izquierdo, amén de numerosos lanzazos. Pese a ello, consiguió salvar la bandera y, caído, esconderla con su cuerpo hasta ser rescatado. Sobrevivió milagrosamente a las heridas y, ascendido, se convirtió en un modelo y héroe –mutilado- para todo el ejército, incluso hasta hoy.



[1] Aparte del problema de visibilidad que plantean, las nubes de polvo anuncian la llegada del enemigo y en ocasiones pueden ser empleadas como argucia militar -algunas de las fuentes para Cannas, posiblemente interpolaciones, así lo dicen- (ver Bolich, 2004).  Frontino (Strat. 4, 7, 20) narra como el rey helenístico Ptolomeo ató ramas a las monturas de su exigua caballería para engañar a su enemigo sobre su número real, por la gran nube de polvo levantada.



[2] Cit. por Nosworthy (1995:211).



[3] http://www.timesonline.co.uk/printFriendly/0,,1-7538-1101601-7538,00.html  (consultado el 31/05/04).



[4]  Bien documentadas ya desde el antiguo Egipto, como muestran relieves de Kadesh en el templo de Ramsés II en Abydos,. Ver también, de una tumba tebana, Partridge (2002:Fig. 163).



[5] Sobre el control mediante señales, ver la discusión desde una perspectiva moderna, de Peddie (1994:34 ss.). Sobre las señales auditivas, Le Bohec (2004:68-69).



[6] A título de ejemplo, y sobre este proceso en el caso de España, ver O’Donell (2000:238 ss.).



[7] Sobre la cuestión, con abundantes citas de fuentes contemporáneas,  Albí (1999:62 ss.); Manzano (1997:71 ss.); O’Donell (2000:237 ss.)



[8] Cit. por Manzano (1997:18).

Capítulo 2 de:


Fernando Quesada Sanz.
Estandartes Militares en el mundo antiguo.
Monografico de Aquila Legionis, VIII, 2007.
Signifer Libros, Madrid.  ISSN: 1578-1518


Indice completo en


http://interclassica.um.es/investigacion/hemeroteca/aquila_legionis/numero_8_2007


 


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