Autor: Brandan
miércoles, 03 de mayo de 2006
Sección: Artículos generales
Información publicada por: Brandan


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El mito de la continuidad simbólica

Es buena cosa que todo el mundo exprese sus opiniones, inquietudes o “descubrimientos”, en cualquier lugar de esta página. Cualquier foro es también adecuado para expresar un criterio, siempre que no se aparte fundamentalmente del fin que se persigue: la Historia.
Así que me voy a tomar la libertad de expresar, también yo, mi punto de vista sobre el asunto de la continuidad en el uso de signos y símbolos, que al fin y al cabo y como bien se ha dicho, han sido un factor clave en la representación de valores de todas las culturas y civilizaciones.
El asunto entra directamente en el ámbito de las relaciones entre culturas, tratado por muchos autores con mayor o menor acierto.
Nótese que aún hoy, en un mundo que se proclama globalizado, las diferencias en las representaciones simbólicas y su significado, entre las diferentes sociedades y naciones que sobre la Tierra habitamos, son claramente insalvables.
Se puede tomar como ejemplo claro la diferencia en las señales de tráfico entre países próximos e incluso colindantes, distintos usos en pesos y medidas, o los propios y distintos lenguajes.
Como de antemano deben existir las culturas para que puedan darse las propias relaciones, parece absurdo empeñarse en estudiar dichas culturas a través de sus relaciones con las demás cuando ambas permanecen vivas, se rozan, se imitan o son antagónicas; y lo que es ir más lejos, encontrar relaciones entre las ideas de una cultura viva y las formas de otras culturas ya muertas.
Y no caen en este error solo quienes pretenden ver en la simbología primigenia una continuidad, que no existe en el sentido que ellos la interpretan; suenan también muy pobres las representaciones de algunos historiadores cuando se refieren a “influencias “ o “prosecuciones” de determinados aspectos o relaciones entre dos culturas.
De estas opiniones, que algunos consideran certezas, deducen que no hay nada original, que todo procede de un ámbito pretérito, ajeno. Cuando estos mismos descubren formas muertas, fosilizadas, de otras culturas, infieren de esto que los factores descubiertos “han seguido actuando”, y cuando reúnen una serie de concordancias aparentes se dan por satisfechos del hallazgo realizado.
Quizá esta manera de ver la Historia se formase en el nacimiento de la cultura gótica, de la que en gran medida somos herederos, con su visión del Plan Divino que se realiza a través de formas inmutables y que considera a la humanidad como una unidad significativa con un destino universal. Se quiso ver, en esa época, una permanencia de las ideas sobre los hombres y los pueblos con existencia pasajera, al enfocar el problema atendiendo solo a la inmutabilidad, desdeñando los cambios que realmente se producen.
Y, al parecer, no se ha superado todavía definitivamente esta manera de atender la cuestión.
Trataremos de ofrecer aquí un punto de vista menos rectilíneo.
Como primer paso para resolver el error, a mi juicio, de interpretación de estas relaciones, cabría plantearse que no es el elemento creado el que influye con su acción en otra cultura, sino que es la cultura que descubre la idea, o el objeto, la que recoge la “influencia”.
Esto viene a expresar que el hombre de una determinada época, cuando imita aspectos que le parecen significativos de otra cultura, no sabe, ni tiene capacidad para inferirlo, lo que realmente quería representar el alma de la cultura que aporta las formas recogidas; y mucho menos las causas que en ese alma creadora pudieron generarlas.
Cuando una religión, por atender a una faceta significativa, expresa sus convicciones y sus dogmas, los expresa en palabras, y las palabras, cada uno las interpreta bajo la influencia de sus propias condiciones vitales y de sus propios sentimientos. Si además, como ocurre frecuentemente, la transmisión de esas palabras se produce a través de diferentes cambios de idioma, podemos pensar que lo que llega a nosotros del mensaje original es totalmente insuficiente para interpretar correctamente cualquier simbolismo de este modo explicado.
En cuanto a los signos, sean cuales fueren, representados plásticamente, no podemos dejar de admitir que es el espectador quien aporta el elemento indispensable para la interpretación, su propia visión, su propia experiencia vital, y que son estos elementos los que le dan un sentido a la obra. Si se admite la expresión, es el espectador el que se ve reflejado en la obra. Quede bien entendido que esto ocurre solo en las obras a las que se les otorga algún significado.
Tendremos que admitir que, cuando entra en relación con una cultura distinta de la suya, es el hombre, con todos los condicionantes expuestos, quien realiza, entre muchas obras, una selección de las que le parecen significativas. Es el hombre el que elige el símbolo, que considera que le es útil para representar su propio pensamiento, y no el símbolo el que elige al hombre.

Convendría, si se quiere ser objetivo, abandonar la idea de un mundo en el que nada se pierde, de que todo acontecer se deriva de una continuidad universal, puesto que, si esto se hubiese producido realmente, el devenir histórico hubiese sido muy distinto.
Puede que la naturaleza no de saltos, pero la Historia sí.

Al enfocar las coincidencias olvidamos un factor de importancia no menor y que parece algunas veces no tenerse en cuenta intencionadamente: que una obra muerta no puede cobrar vida de nuevo, en el alma de la cultura que la recoge si esta no le insufla su propio hálito. Al hacer esto, la obra no recobra tal cual su significación primaria, sino que se convierte en la propia obra de quien, sobre su propia interpretación de la forma, la recrea.
¿Duda alguien acaso, por poner un ejemplo claro, que el tesoro de representaciones de la cultura clásica fue recogido en el Renacimiento por una corriente sentimental determinada y transmutada en una nueva concepción artística?

El creador de la nueva cultura selecciona la obra, independientemente del sentido que en origen pudiera poseer la creación original, porque conviene a su propósito de utilizarla para trasmitir su propio concepto. ¿No está, en la expresión de toda cultura, preconcebido de antemano lo que se quiere expresar?

Entre el creador de la obra primigenia y el recreador de la idea recogida existen innumerables espacios plagados de grandes soledades. Tendrá todo mi reconocimiento quien sepa explicar la conexión, sin saltos, entre las pinturas de las cuevas de Altamira y los relieves egipcios, o entre las “venus prehistóricas” y las representaciones de Lisipo. Comenzaré entonces a considerar la evolución lógica, por algunos querida, de una Isis a una Virgen del Rocío, o de los cultos animistas a la iconografía cristiana, o de la similitud del culto antiguo a los gemelos, con dos de los apóstoles.
¿Por qué no seguimos pintando bisontes y caballos en cuevas? O como decía alguien muy acertadamente en otro foro ¿Por qué no hay una ermita encima de Stonehenge? O, si me apuro, ¿Por qué no se ha construido un campo de fútbol sobre el Coliseo?
Es difícil pensar que dos personas, trabajando con las mismas palabras, los mismos símbolos e incluso las mismas técnicas, pero con dos almas distintas, como corresponderá a su espacio geográfico, a su tiempo y a su propio concepto de la vida, conciban y realicen obras idénticas. De producirse tal hecho, nos encontraríamos con un auténtico expediente X.

Ya vivieron los griegos esta misma experiencia. En su tiempo, se hallaban inmersos en un espacio geográfico rico en relaciones con otras culturas con las que entraron necesariamente en relación: los babilónicos, los asirios, los hititas, los persas, los fenicios. Podemos afirmar que los griegos eran conocedores de las costumbres, del arte, de la arquitectura, de las ciencias, de la política, etcétera. ¿Qué recogieron para su propia expresión de todas ellas? Bien poco. Pero ¿cuantas no recogieron? ¿Dónde están las pirámides, los jeroglíficos y la escritura cuneiforme? ¿Qué recogió el gótico de Bizancio o del arabismo hispano? ¿Y cuanto no recogió?
Admitamos que en todo este asunto subyace un filosofía de la selección y de la transformación que en ella ha de operarse parar expresar lo elegido.

Si esto es una obviedad, ¿Por qué se defienden teorías como la continuidad de cultos ancestrales, la identidad de símbolos desde los más antiguos tiempos, las influencias extranjerizantes, la prosecución de rituales, etcétera?. ¿Es que acaso los símbolos emigran?
Los más audaces creen haber descubierto incluso un hilo conductor en el arte, desde el Paleolítico a la actualidad. Que no es hilar poco.
No es extraño que para defender estas teorías haya que recurrir a la ficción de Sectas Gnósticas, Templarios, Sociedades de Iluminados, Prioratos de Sión e incluso extraterrestres que personifiquen la transmisión pura de conocimientos a través de los tiempos.
Y no ocurre solo este fenómeno, como decía, en círculos profanos y obras literarias de ficción a las que tanto nos hemos aficionado. También en círculos científicos y académicos se consideran logros y conquistas la extracción y perfeccionamiento de conceptos provenientes de culturas antiguas. Salvo honrosísimas excepciones, de las que hay buena muestra en esta página, y que a veces percibo como la voz que clama en el desierto.
Tengo aquí que decir que harían mejor, quienes a esto se dedican, en buscar similitudes entre el bombín boliviano y el británico, que en querer encontrarlas entre un anzuelo pintado en las catacumbas romanas y una cruz de ancla en un dintel de una puerta en un pueblo de Ávila en el siglo XVII.
¿No se presume todavía de la influencia decisiva que ha tenido en el pensamiento actual la filosofía griega? ¿Cómo puede afirmarse esto, teniendo en cuenta la enorme cantidad de hechos y obras que se desconocen, por no haber llegado hasta nosotros. Y, dentro de las que se conocen, ¿no se ha hecho una selección rigurosa y se han eliminado de las influencias una cantidad ingente? Sin contar, claro, las que hayan podido pasar desapercibidas o haberse interpretado erróneamente. ¿Hay una sola obra filosófica de la antigüedad que tenga verdadero sentido para nosotros, si no la interpretamos aplicando nuestros propios conceptos?
Los fundamentos de la cultura griega se nos escapan por completo y no podemos afirmar sin error que hemos recogido una cantidad considerable de tales conocimientos. Alguien que examine objetivamente la evolución de nuestra sociedad en los últimos decenios ¿puede declararla sin pudor heredera del pensamiento griego?

Se habla mucho de la capacidad de abstracción y de empatía del historiador para afrontar estos problemas, pero eso, en mi opinión, es un ejercicio difícil que muy pocos consiguen. Es una aspiración, una orientación legítima, a la que cualquier interesado por la Historia debe tender, pero sin caer en la pretensión de haberlo conseguido.


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Comentarios

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  1. #1 Cierzo 05 de mayo de 2006

    lucusaugusti si hace el favor de exponer su teoría podremos criticar también su formación. Creo que aquí nadie ha desechado lo aprendido por la humanidad en miles de años, por el contrario, yo soy d elos que piensan que se avanzan en base a esa acumulación de conocimiento y que por eso existe un avance histórico. Pero no debemos desligar nunca la superestructura de la sociedad que la ha parido, como pretenden hacer algunas mentes "privilegiadas". Tampoco que algunos conocimientos son desechados y caen en el olvido o simplemente se desvirtuan.

    Ego, esta tarde te contesto. Creo que no consigo expresarme muy acertadamente con la idea que pretendo defender.

  2. #2 Chusé 05 de mayo de 2006

    lucusaugusti. Sólo tiene miedo el que no cuestiona nada. Creo que ninguno de los que participamos en este foro seamos de estos. En mi educación, que creo es de la L.G.E. (Ley General de Educación de 1970), si que había asignaturas sobre filosofía, religiones,etc. en lo que entonces era E.S.O. (de 14 a 17 años) y C.O.U. (18 años); pero si que se podían haber trabajado más. Y como todo: seguro que el que tenía dudas e inquietudes buscaba más.

  3. Hay 2 comentarios.
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