Autor: ludovico
jueves, 27 de octubre de 2005
Sección: Edad Media
Información publicada por: ludovico
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El Califa de Occidente

Un andalusí universal

Un pequeño gran hombre

Sostenía Abu'l-Walid Ibn Rush (Averroes), contra lo que otros muchos de sus correligionarios, escritores e historiadores, se esforzaron por mantener ponderando hasta el exceso las virtudes raciales y la belleza del árabe puro, que fue la decisiva acción de la bonanza climatológica de la Península Ibérica, sobre todo en su mitad meridional, la convivencia y mezcolanza genética, originada a lo largo de los siglos siguientes a su conquista, con la vigorosa raza que la habitaba, la que proporcionó a árabes y beréberes las cualidades físicas e intelectuales que permitieran a al-Andalus convertirse en uno de los tres focos más importantes del arte, la cultura y la ciencia del entonces mundo conocido del que Bizancio y Bagdad fueron los otros dos. No debe olvidarse que las tres primeras y grandes oleadas llegas a estas tierras y que fueron lideradas por Tariq (711), Musa (712) y Balch (741), los dos primeros al frente de un importante contingente de beréberes y bastante menor número de árabes y el último de los sirios, vinieron desprovistos de mujeres.

En los ocho siglos que duró la permanencia musulmana en nuestra península muchos han sido los personajes relevantes que, en campos diversos, desde la política a la filosofía, la medicina a la matemática o la astronomía a la poesía y la música dio al-Andalus a la Historia. De entre ellos, no cabe duda alguna, que el octavo de los Omeya, nacido en estas tierras casi siglo y medio después de la implantación en ella de su dinastía, que gobernó sobre las tres cuartas partes de su territorio y dio comienzo al que fue conocido como el Califato de Occidente es, a pesar de sus sombras indubitables, la más preeminente figura bajo cuyo extenso y acertado gobierno al-Andalus y su capital Qurtuba alcanzaron cotas que, lamentablemente, a lo largo de los tiempos de entonces a hoy ninguna de ellas ha conseguido superar. Este hispanomusulmán, andalusí universal no es otro que Abd al-Rahman III.

Hijo de Muzna, a la que también citan como Muzayna, que puede traducirse por Mariya (María) o Marta, según E. Lêvi Provençal, una esclava de posible origen vascón y de Muhammad, el primogénito de Abd Allah Ibn al-Mundir, quinto de los emires Omeya reinantes en Córdoba, independientes del Califato Abbasí de Bagdad, nació en el Alcázar de la capital emiral el jueves 7 de enero del año 891 (22 de Ramadán del 277 H.), exactamente veintiún días antes de la trágica muerte de su padre, asesinado por su hermano al-Mutarrif, según afirman algunos autores, por orden del padre de ambos, Abd Allah, entonces Emir reinante en Córdoba, y a causa de ciertas intrigas palaciegas. Su abuela paterna fue Onneca (Iñiga), citada en los textos árabes como Durr, princesa hispana hija de Fortún Garcés, apodado el Tuerto, tercer monarca cristiano de Navarra y bisnieta de Iñigo de Arista, el iniciador de la estirpe. Quizá por estos ascendientes femeninos, a los que hay que añadir los de su abuelo Abd Allah, nacido de una esclava de origen franco, no deba extrañarnos que, según le retratan escritores contemporáneos, su aspecto personal no fuese precisamente el de un árabe típico, pues su piel era clara, sus ojos azules oscuros y su cabello rubio tirando a pelirrojo que intentaba ocultar usando tintes de alheña para ennegrecerlo. De corta estatura y complexión fuerte tenía, no obstante, un aspecto atractivo, señorial y majestuoso que destacaba, sobre todo, cuando iba a lomos de su caballo, a pesar de que los estribos no bajaban un palmo de la silla debido a la reducida longitud de sus piernas, sin embargo, cuando iba a pie resultaba bajo para la talla media de los de su raza.
Desde joven demostró poseer la constancia y astucia propia de los Omeya, junto al valor personal y acertado sentido de la realidad que, sin duda, le venía de su ascendencia vascona. Poseía además de una inteligencia ágil, aguda perspicacia y un carácter cortés y benevolente, una elocuencia oratoria poco común, así como excelentes dotes para la composición poética. Quizá alguien piense que elogiamos en exceso al personaje, pero la realidad es que debió poseer cualidades muy excepcionales como atestiguan los cronistas, y aunque admitamos cierta parcialidad en alguno, pues la mayoría eran árabes y loaban a uno de su raza que además ostentaba el poder, no todos serían subjetivos, pero todos coincidieron en elogiar sus notables capacidades, incluso algún extranjero, como el embajador germano Juan de Gorze y si como dice el libro sagrado de los cristianos "por sus obras los conoceréis", en su extenso reinado, el más largo no sólo de los de su dinastía, sino también de cualquier otro de los musulmanes que detentaron el poder en las distintas etapas por las que atravesó la dominación árabe en las tierras de la antes visigoda Spania, como prueba de cuanto de él se ha dejado dicho, gracias a sus acertadas acciones de gobierno elevó a las más altas cotas de esplendor y prosperidad en lo social, lo económico, político, cultural, artístico y científico tanto su corte, asentada en la ciudad de Qurtuba (Córdoba), como toda al-Andalus, pues una y otra brillaron a nivel universal a idéntica altura que las más importantes ciudades residencias de las más destacadas cortes de la época: Bizancio y Bagdad, ya que por entonces Europa y las ciudades coetáneas que servían de residencia a las cortes de los monarcas de sus reinos (el concepto nación aún tardó casi tres siglos en nacer), estaba sumida en una gris mediocridad, de la que tardaría años en salir.

Criado muy cerca de su abuelo que, probablemente, acuciado por problemas de conciencia le tomó un especial aprecio, que no se privó en ocultar a los ojos de los demás, pronto aquel niño fue el nieto preferido del Emir, al que llegada su adolescencia y mediante gestos tales como el que en alguna fiesta le hiciera sentar en el trono mientras él ocupaba un estrado a su lado, o que a la vista de todos se quitase su anillo para ponerlo en el dedo del nieto, destinó a que fuera su sucesor. El joven Abd al-Rahman, que siempre vivió en la corte cordobesa, situación que no gozaron los propios hijos de su abuelo, tuvo una esmerada educación que asimiló con soltura dada sus ya comentadas notorias cualidades personales y su indudable inclinación al conocimiento de las materias que entonces se consideraban imprescindibles en la formación de un hombre, que como él, estaba llamado a ocupar el más alto puesto en la sociedad en la que había nacido.
Así, pronto fue capaz de mantener enjundiosas conversaciones sobre teología, derecho, matemática, astronomía medicina, música o poesía, sin olvidar el sagrado libro de al-Corán, que recitaba a diario en sus oraciones y que era capaz de declamar en su totalidad pues lo había memorizado al completo, lo que nos da una medida de su capacidad memorística.

Un Emir como Allah manda

Aún no había cumplido los veintidós años cuando, el viernes 16 de octubre del año 912 (1 de Rabi al-awwal del 300 H.), fue entronizado en Córdoba como Emir, sucediendo a su abuelo Abd Allah, cuyo reinado había sido verdaderamente nefasto para el emirato cordobés. En al menos un par de ocasiones a lo largo de los veinticuatro años en que se mantuvo al frente de él estuvo en serias dificultades ante la fuerte presión ejercida por cuantos por unos u otros motivos se le oponían. A las sempiternas luchas civiles entre yemeníes y quraysíes, árabes y bereberes, que venían siendo una constante desde los tiempos inmediatos a la muerte del Profeta (632 d.C./ 10 H.), se sumaban como problemas internos de la monarquía los rebrotes de luchas que, por obtener mayores parcelas de poder, protagonizaban las más influyentes familias de la nobleza árabe, a la que tan hábilmente supo domeñar su antepasado, el epónimo de la dinastía en al-Andalus y del emirato independiente, Abd al-Rahman I, pero que, ante la falta de autoridad emanada de un Emir de carácter débil e incapaz de hacerse respetar como lo fue Abd Allah, intentaba recuperar viejos privilegios perdidos.
En otro orden de cosas también dificultaron los inicios de su emirato los numerosos enfrentamientos de aquellos que venían oponiéndose al poder cordobés desde los tiempos de su abuelo, buscando zafarse de su yugo para mantener su propia independencia. Entre estos fueron los más importantes Ibn Marwan en Badajoz, Muza Ibn Zennun en Toledo, Muhammad Ibn Lope en Zaragoza, Ubayd Allah Ibn Umayya en Jaén, Daysan Ibn Isaac en Murcia y Yahya Ibn Bakú en el Algarbe, a los que hay que añadir al muladí malacitano de origen visigodo, Umar IbnHafzun, que, apoyándose en el gran descontento existente entre la población muladí y mozárabe pronto se convirtió en su indiscutible líder, representando a lo largo de casi cinco décadas una importante y más que seria amenaza para el mantenimiento de la dinastía Omeya en al-Andalus. Sin embargo muchos pensaron, dada la juventud del flamante Emir, que el mayor problema a la consolidación de su mandato iba a estar en la contestación planteada, en disputa por el puesto, por alguno de sus tíos o primos de mayor edad creyéndose con más derecho a él, dado que no había nada legalmente dispuesto sobre la cuestión sucesoria y no obstante, la seguridad, firmeza y dominio de la situación que desde los primeros momentos de su mandato demostró el joven Abd al-Rahman con sus acciones de gobierno entre las que fueron casi inmediatas promover un acercamiento a sus más directos parientes, neutralizaron cualquier inicio de oposición si es que llegó a haberlo. Falta por decir que, a las dificultades apuntadas han de sumarse las que al Norte representaban las presiones ejercidas por los reinos cristianos hispánicos, en tanto por el Sur, al otro lado del mar suponía la cada vez más notoria influencia del Califato Fatimí, nacido entre los seguidores de Alí, primo y yerno del Profeta al tomar por esposa a Fátima, la única hija que quedó viva a la muerte del fundador de la nueva religión monoteísta.

El cuadro que se acaba de describir constituye por si mismo razón suficiente para justificar que durante la primera parte de su reinado Abd al-Rahman III hubiera de dedicarse con todos sus esfuerzos a una continuada labor política y militar que, gracias a su eficacia, ofreciendo el amán (perdón, amnistía) a cuantos se le sometieran y haciendo saber las fuertes represalias que tomaría con los que se les resistieran, le permitió ir año tras año afianzando la perdida autoridad emiral cordobesa en buena medida porque entre sus iniciales medidas de gobierno estuvo la de mandar hacer cuanto fuese necesario hasta tener un numeroso y bien dotado ejército, formado en su mayoría por mercenarios berberiscos, parte del cual puso a las ordenes de Ahmad Ibn Muhammad Ibn Abi ‘Abda, un eficiente general que ya había servido a su abuelo mientras la otra la mandó personalmente, dando ocasión a que tras muchos años, el pueblo tuviera de nuevo la oportunidad de ver a un Emir al frente de sus tropas pisar los campos de batalla, demostrando sus también excelentes capacidades militares tanto en el mando de las unidades de su ejército, como en sus movimientos y estrategias marcadas por la serenidad y firmeza en el desarrollo de las batallas, lo que a pesar de algunas contrariedades, le proporcionó espectaculares victorias.

Concretando y sin pormenorizar sobre la larga serie de vicisitudes, enfrentamientos, rebeliones, conquistas, adhesiones, alianzas, derrotas y victorias acaecidas en esta primera parte de su reinado, a fin de no hacer excesivamente prolijo el relato, la complejidad del cuadro al que Abd al-Rahman III hubo de enfrentarse militarmente de forma prácticamente continua y a veces simultánea contemplaba tres frentes importantes, a los que ya nos hemos referido con anterioridad y ahora sintetizamos: los reinos hispánicos cristianos que presionan por el Norte; los insumisos entre los que destaca el caudillo muladí Ib Hafzun en el interior y el peligro fatimí, que tiene puestos sus ojos en las deseables tierras andalusíes al Sur. De esta etapa destacaríamos, la paulatina pero constante sumisión de personajes que desde los años de gobierno de su abuelo Abd Allah se resistían a estar bajo la autoridad de Córdoba restituyéndose a su dominio las plazas y territorios en que se habían hecho fuertes, así como los sucesivos enfrentamientos mantenidos con el muladí Ibn Hafzun, al que de forma constante y progresiva va desposeyendo de cuantas plazas había tomado obligándole a retroceder hacia su feudo en la inexpugnable Bobastro, donde acaba muriendo en el 917, aunque sus hijos varones, Cha’far, Sulayman, Abd al-Rahman y Hafs, continuaron el camino de su padre lo que prolongó su total exterminio diez años más.

El Califa de Occidente

En tal situación, tras diecisiete años de gobierno, cuando aún no había cumplido cuarenta años, en el 929 (316 H.), Abd al-Rahman tomó una decisiva, trascendental y desde luego histórica decisión: autoproclamarse Califa y Amir al-.Muminin, y así el viernes 2 de Zul-hiyya de 316 H. (16 de enero de 929), por primera vez y por orden suya, en la jutba de la oración comunitraria de la tarde, en la mezquita aljama cordobesa, el imán pide a Allah por Abd al-Rahman (Esclavo del Compasivo) al-Nasir lid in Allah (Defensor de la religión de Alá), como Sucesor del Profeta (Califa) y Príncipe de los Creyentes (Amir al-Muminin). Tan notoria determinación, los más cualificados historiadores la justifican como paso imprescindible que permitiría, al hasta entonces Emir cordobés, medirse de igual a igual en la confrontación que, ya de manera abierta, se veía obligado a mantener en tierras de Ifriqiya con sus acérrimos enemigos, cuya ambición tenía por objetivo hacerse con el poder en al-Andalus. Tal confrontación no sólo se mantuvo en el plano militar sino que fue también muy importante en el teológico y religioso, pues siendo desde siempre los Omeya adeptos a la facción de los sunníes, una de las dos grandes corrientes interpretativas de la religiosidad islamita y los fatimíes a su opuesta los shi’íes, Abd al-Rahman III, siguiendo la tradición religiosa de sus antepasados acogió con gran estima y dedicó grandes esfuerzos para que por todo su reino se extendieran las enseñanzas derivadas del imán Malik Ibn Anas, autor de la más antigua compilación jurídica del Islam sunní. y creador de una importante escuela que fue conocida con el apelativo de malikí, cuyos ulemas y alfaquíes gozaron de reconocido prestigio en la corte cordobesa, siendo el más notable de aquella época por su gran erudición el alfaquí Ibn Umar Ibn Lubaba.

La segunda parte de su reinado, que es más larga abarca los treinta y dos años que median entre la proclamación califal y su muerte, y si no fue mucho más tranquila que la primera, sin duda fue la más brillante y esplendorosa de ambas. Esplendor y brillantez que trascendiendo la historia personal del biografiado alcanza a todo el extenso territorio que conforma su reino y al que desde unos cinco años después de su llegada, (711), los árabes denominaron al-Andalus, dándole, a pesar de que en el transcurso del tiempo tuvo extensión y configuraciones diversas, la consideración de Dar al Islam (Casa del Islam), distinguiéndola así del resto de los territorios peninsulares, ocupados por los reinos hispánicos cristianos, que al ser territorio enemigo lo consideraban Dar al-Harb (Casa de la Guerra) y que genéricamente denominaban Isbaniya. También la presencia de la dinastía Omeya en estas tierras llega en estos años a su punto más álgido, de la misma manera que alcanzó su cenit la ciudad de Qurtuba, durante 275 años capital del emirato primero y califato después. En efecto, Córdoba, que ya era capital del territorio conquistado a la llegada del primero de los Abd al-Rahmanes (756), durante los 73 años comprendidos entre la proclamación califal de Abd al-Rahman III y la muerte de Ibn Abi-Amir al-Mansur (929-1002), se convierte junto a Bizancio y Bagdad en una de las tres ciudades residencias de cortes más importantes del mundo de entonces, tanto en lo urbanístico y poblacional, como en lo artístico, cultural y científico y todo a impulsos de la firme, tenaz y acertada mano de Abd al-Rahman III, que confiere con su gobierno a estas primeras tres décadas del Califato de Córdoba una privilegiada relevancia cuyo declinar se iniciara justamente con la muerte del ambicioso, pero excelente gobernante, hábil y valeroso guerrero, Ibn Abi-Amir, Hachib del tercero de los Califas Omeya de al-Andalus.

En el plano militar esta segunda etapa del reinado del Abd al-Rahman III estuvo marcada por la recuperación de las importantes plazas que, ubicadas en las líneas fronterizas que se denominaban Marcas, ejercían la capitalidad de tales regiones y que eran: Zaragoza en la superior, Toledo en la media y Badajoz en la inferior a las que también hay que unir por su importancia Mérida, y si bien tuvo notorios percances en sus enfrentamientos con los monarcas cristianos como el sufrido en Osma (933) contra Ramiro II de León, o unos años más tarde en Simancas (939), contra las tropas del Conde de Castilla Fernán González, sin duda la mayor derrota que hubo de sufrir a lo largo de su extenso reinado, aunque en ambos casos acabó tomándose cumplida compensación, la poderosa flota naval creada por su mandato que tuvo por base la costera
Ciudad de Almería, tomó Ceuta y Tánger además de otras plazas menores pero de alto valor estratégico para el control de la expansión fatimí, que era su primordial objetivo.

En el terreno de lo constructivo y artístico todos los autores están de acuerdo en señalar la ciudad-palacio de Madinat al-Zahra como la obra cumbre de su reinado, que si bien no fue la única, pues a él se debe también un amplio programa de construcciones en la capital y varias obras en su mezquita aljama además de otra serie de obras públicas repartidas por las tierras y ciudades de al-Andalus, sin duda alguna si fue la más espectacular.

Los motivos de su erección algunos autores lo buscan en la situación de justeza en que podría encontrarse su cada vez más compleja y numerosa administración, ubicada en dependencias del alcázar cordobés, situado en la zona más poblada y bulliciosa de la capital, lo que causaba determinadas molestias, mientras otros apuntan la intención de dar réplica adecuada al palacio de Samarra, levantado un siglo antes por sus mortales enemigos los Califas Abbasíes al Norte de la ciudad de Bagdad. Si atendemos a las palabras del personaje no cabe duda que al deseo personal de perpetuar su memoria en los siglos venideros tal como en cierta ocasión escribió: ”Cuando los reyes quieren que se hable en la posteridad de su altos designios, ha de ser en el lenguaje de las edificaciones. ¿No ves como han permanecido las pirámides y a cuantos reyes borraron las vicisitudes de los tiempos?.” Pasar a la posteridad es evidente que lo consiguió pero desde luego no gracias a su fastuosa ciudad-palacio, pues cuarenta y nueve años después de su muerte no quedaba rastro de sus grandiosas, bellas y ricas edificaciones. En cuanto a su nombre hay coincidencia en que proviene del de la favorita del Califa, Zahra (Azahar, Flor), cuya estatua adornaba la parte superior del arco de la puerta de entrada a la ciudad.

Su ubicación se trazó a la distancia de una parasanga (5,5 km. aproximadamente) al Noroeste de la capital, sobre la ladera de un monte de las estribaciones más meridionales de la serranía cordobesa a la que los geógrafos árabes denominaron el Monte de la Desposada (Yabal al‘Arus), sobre una extensión próxima al km2 con dimensiones de algo más de 1000 m. de levante a poniente y unos 700 de septentrión a mediodía, sus edificaciones se levantaron sobre tres plataformas escalonadas dispuestas de manera tal que desde las ventanas y terrazas de cualquiera de sus casas podía gozarse plenamente de la espléndida vista ofrecida por la vega de la campiña cordobesa cruzada por el serpenteante cauce del Wad al-Kebir , sin que ningún otro edificio la estorbara. En la plataforma superior se edificaron una serie de palacios dedicados a residencia personal del Califa, de sus mujeres, familiares más allegados, los altos dignatarios de su corte personal y las dependencias de la administración. La intermedia fue ocupada exclusivamente por jardines y vergeles, en los que la vista de sus múltiples, exóticas y bien cuidadas plantas y árboles, el aroma de sus flores y arbustos y el cadencioso murmullo de sus fuentes convirtiera el paseo por sus caminos y senderos en un verdadero gozo para los sentidos. Por último la plataforma inferior acogió la mezquita, lo baños públicos, cuarteles, casa de la moneda, mercado y las residencias del elevado número de personas que pertenecían a todos y cada uno de los servicios de la ciudad, de la administración o del Califa, que algún autor cuantifica en 3.750 esclavos a la fecha de su muerte.
Su construcción supuso a lo largo de los 40 años que duró una inversión superior a los 70 millones de dinares oro, financiados anualmente con 1.800.000 dinares equivalentes a la tercera parte del ingreso en el Erario Público por impuesto fiscal (chibaya). Se sabe que su principal arquitecto fue Maslama Ibn ‘Abd Allah y sólo para dar una breve muestra del lujo con que fue construida, siguiendo la descripción que sobre ella nos ofrece el cronista árabe al-Maqqari, podemos decir tenía 500 puertas, 4.300 columnas de todas las variedades conocidas del mármol y de las más diversas y lejanas procedencias, pues las había de la Galia, Roma, Bizancio, Tánger, Túnez Cartago, Iskajix, Tarragona, Almería y Málaga. El mismo autor detalla el delicado trabajo en bajorrelieve de algunas de las numerosas fuentes que había repartidas por la ciudad, en algunas de las cuales corría mercurio y como una de las más hermosas, que el Califa mandó se colocara en la alcoba del patio oriental llamado al-Munis, estaba decorada con figuras realizadas en oro rojo con incrustaciones de perlas y piedras preciosas. También resalta el deslumbrante efecto de los tejados de algunos de sus más regios salones cubiertos de oro y placas traslúcidas de mármol (alabastro), o los intrincados dibujos de sus paredes incrustados de las más ricas gemas, su parque zoológico, con animales traídos desde África, su inmensa pajarera donde revoloteaban cientos de aves de bellos y rutilantes plumajes o los varios acuarios con peces de cuerpos y colores diversos y vistosos. Concluyendo y con total propiedad podríamos decir que con verdadero lujo oriental. Y sin embargo, como apuntábamos más arriba, tan preciosista y grandiosa riqueza, el año 1002, (392 H.), tras la muerta de Aben-Abi-Amir al-Mansur (Almanzor), fue objeto de un tremendo expolio a manos de la desatada barbarie del numeroso cuerpo de mercenarios que, enfurecido por no haber recibido su paga, saldaron arrancando, destrozando, destruyendo y llevándose cuanto pudieron cobrándose con creces sus deudas y dejando a la ciudad-palacio en un lamentable estado que ocho años más tarde se convirtió en total destrucción al ser totalmente arrasada por un voraz incendio provocado por un pueblo resentido y ávido de venganza.

En otro orden de cosas hemos de decir que la existencia de sus encarnizados rivales, el Califato Abbasí, con su capital en la persa Damasco o el Fatimí en la tunecina El Qayrouän, no entorpecieron la intensa comunicación cultural de la andalusí Qurtuba del Califato de Occidente con el resto de mundo. Tampoco los reinos hispánicos cristianos, en estos años muy por debajo de los niveles de desarrollo alcanzados en al-Andalus en todos los campos y actividades culturales y científicas, supusieron traba alguna a tan enriquecedor flujo y reflujo de conocimientos, de muchos de los cuales como la medicina, filosofía, matemáticas o astronomía, el resto de Europa alimentó durante muchos años las enseñanzas de sus primeras universidades, (Oxford en 1117; Bolonia en 1317; París c. 1350), fundadas casi dos siglos después que en al-Andalus, las mezquitas aljamas de las más importantes ciudades, a las horas no dedicadas a la oración, acogiera bajo sus amplias naves a grandes maestros y pensadores dedicados a impartir la enseñanza superior en todas y cada una de las materias citadas. En el caso de la medicina, dada la necesidad de simultanear la docencia teórica con la clínica, a veces en dependencias del alcázar y en otras ocasiones en edificios , denominados maristán (hospital público), construidos al efecto en lugares distintos los más reputados médicos y cirujanos además de atender tanto ambulatoria como hospitalariamente a los enfermos que a él acudían, impartían a sus alumnos la práctica de su ciencia. En tales instituciones, generalmente siempre se contaba con un amplio espacio anexo dedicado a huerta en el que expertos botánicos cultivaban numerosas especies de plantas curativas y medicinales cuyo uso iba destinado a la propia institución. Lo que ahora conocemos como Hospitales Universitarios de los que el primero que existió en Europa estuvo en Qurtuba fundado a instancias de Abd al-Rahman III.

Como escribiría el gran arabista don Emilio García Gómez: “Todo un mundo nuevo de cultura fermenta en Córdoba. A la sombra de espadas invencibles, garabatean los escribas, disertan los maestros apoyados en las columnas de la Aljama, cantan las esclavas, versifican los poetas y los eruditos ordenan las primeras antologías.” Una extensa nómina de personajes, nativos y foráneos, andalusíes, persas, egipcios, magrebíes y de otras muchas partes del mundo, musulmanes los más, judíos o cristianos en número menor, colaboran con sus aportaciones a elevar a las más altas cotas mundiales la ciencia y la cultura de al-Andalus, gracias a privilegiadas mentes que en más de un caso abarcaron disciplinas diversas, preludio indiscutible del polifacetismo renacentista si bien creemos que en esta etapa florecieron un mayor número de personajes cuya erudición y sapiencia
comprendia materias tan dispares como la medicina, la filosofía, la teología o la matemática.

Sus relaciones con el mundo que le tocó vivir

No estaría completa la biografía del, posiblemente, más grande de los Omeyas nacidos en al-Andalus sin hacer mención a sus relaciones exteriores, ya que usar el término internacionales no parece pertinente refiriéndonos a una etapa en la que el concepto nación aún no había aparecido. Es notorio el prestigio alcanzado por Abd al-Rahman III en el mundo de su tiempo, que queda patente a través de las referencias documentales que se tienen de los contactos mantenidos con los centros de poder más influyentes de la época: en Oriente Bizancio o Constantinopla; en Europa, Alemania y Francia y en el interior de la Península Ibérica con la mayoría de los Condes y Reyes que fueron sus coetáneos.

En los años de su primera etapa de gobierno, cuando aún reinaba con el título de Emir, el Emperador bizantino Constantino VII Profirogéneta, envió a Córdoba una embajada solicitanto del Abd al-Rahnman su ayuda para emprender conjuntamente la conquista de la isla de Creta, dominada entonces por andalusíes, pero el cordobés declinó la oferta lo que fue causa de un frío distanciamiento entre ambas cortes. Años después, el incremento experimentado por el Califato Fatimí, su cada vez mayor influencia en la zona Norte de África, Tunicia y Egipto, así como su manifiesto antagonismo con Bizancio, llevó de nuevo a Constantino a buscar la alianza con Córdoba, que en esta ocasión si encontró la esperada sintonía. En esta segunda ocasión, la embajada bizantina llegó a Córdoba con dos soberbios regalos con los que, además de intentar impresionar y agasajar al nivel que requería la elevada calidad del cordobés, quería dejar patente ante él y su erudita corte, la gran altura intelectual alcanzada por Bizancio, a la que a pesar de que desde el primer tercio del siglo IV, con Constantino el Grande, en su honor se la renombró Constantinopla, se la seguía indistintamente conociendo con su primitiva denominación griega cuando en el siglo VII a.C. fue fundada como colonia helena.

De los obsequios, uno era un ejemplar en griego de la “Materia Médica” de Dioscórides, médico griego que vivió en el siglo I de nuestra Era, que llegó a ser galeno personal del Emperador Nerón y que en esta obra realizó el primer compendio de carácter científico, desprovisto de toda influencia supersticiosa, sobre botánica y farmacología, elaborando un detallado y completo estudio de todas las plantas conocidas y sus propiedades, figurando entre su extenso contenido la formulación de una antiquísima pócima, denominada triaca, considerada el antídoto universal. El otro era un ejemplar en latín del “Adversus paganos historiarum libre septem” de Paulo Orosio, teólogo e historiador hispanorromano del siglo IV, que escribió a instancias de San Agustín de Hipona y en la que se narran todo los hechos conocidos y acontecidos en la Humanidad desde Adán hasta aquellos tiempos. Formaba parte de la embajada un sabio monje bizantino, de nombre Nicolás, conocedor tanto del latín como del griego y que quedaría en Córdoba a fin de ayudar a las personas designadas por el Califa para trabajar en la traducción al árabe de ambos textos. Entre los varios eruditos a los que Abd al.Rahman nombró para tal misión ocupaba lugar preeminente Hasday Ibn Saprut, un sabio judío que, dada su erudición y fama había sido nombrado, hacía ya bastantes años su médico, personal y al que gracias a sus excelentes dotes políticas y diplomáticas además de cómo galeno también le prestó cualificados servicios como embajador.
Las relaciones con Otón I, a quien el Papa acabaría coronando Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, lo que le convertía en el brazo defensor de la cristiandad, fueron un tanto problemáticas. La situación se generó a consecuencia de que la embajada enviada por Abd al-Rahman a Otón en el año 950, (338 H.), portaba una misiva en la que el andalusí, cumpliendo los mandatos de su fe y su condición de Califa le imponía, invitaba al germano a aceptar el Islam, in vitación que al ser conocida con antelación a la audiencia prevista, siguiendo los usos diplomáticos de la época, el germano consideró una intolerable ofensa lo que le indujo a dilatar dicha audiencia tres años, tiempo en el que además tomó la determinación de enviar a su vez una embajada a Córdoba con un escrito en griego en el que, en venganza a la ofensiva invitación a apostasía se insultaba de manera abierta y descarada al Profeta, algo que bien se sabía en tierras musulmanas era motivo de la pena capital, lo que imponía el duro cometido de encontrar un embajador dispuesto a aceptar el martirio.

Encontró Otón a su embajador en la abadía benedictina de San Arnulfo, en un pueblo llamado Gorze de la región franca de Lorena, en la persona de un bondadoso monje de nombre Juan, hombre muy virtuoso que años después, a su regreso de la peligrosa embajada de la que por cierto regresó indemne, fue designado abad de su monasterio y moriría en olor de santidad. Llegó a Córdoba Juan de Gorze, que es como las crónicas denominan al religioso embajador germano, acompañado de un hermano de la Orden llamado Garamannus el año 957, siendo recibidos en la capital del califato con extrema solicitud y esmerada hospitalidad, lo que no fue obstáculo para que se le hiciera saber que, ante la desabrida acogida de la embajada cordobesa y su larga espera para ser recibida en audiencia, él, ahora, habría de aguardar nueve años antes de que el Califa lo llamara a su presencia.

Cuando Adb al-Rahman conoció el ofensivo contenido de la misiva que portaba el benedictino, a pesar del margen de nueve años que tenía por delante para darse por enterado de él, comenzó a maquinar y hacer que sus más allegados consejeros pensasen en la mejor manera de dar una solución airosa a la conflictiva situación planteada antes de recuibirdo al embajador y darse por oficialmente enterado de su lesivo contenido. Como primera providencia mandó llamar al Obispo cristiano de Córdoba al que solicitó que con toda discreción fuese a visitar a su hermano de fe y le hiciese desistir de que, caso de ser recibido antes de lo previsto por el Califa no le presentase la engorrosa misiva, pero fue inútil, pues Juan de Gorze argumentó que actuar de tal manera sería incumplir el mandato recibido de su mandatario y rey, algo a lo que por integridad moral no estaba dispuesto a acceder. También fue a visitarle el Rabí de la comunidad judía cordobesa con idéntica misión, e igualmente obtuvo los mismos resultados que el prelado cristiano. No mucho tiempo tardó en saberse en la ciudad la peliaguda situación creada y en zocos y baños era tema de conversación los duros y ofensivos términos de la misiva de Otón y la obstinación de su embajador en cumplir a rajatabla la misión recibida fueran cual fuesen las consecuencias que le deparara el estricto y fiel cumplimiento de su deber, así que la munya que por orden del Califa había sido cedida para estancia de Juan de Gorze y su séquito, a escasa distancia a las afueras de la capital acabó convirtiéndose en lugar de peregrinación de musulmanes, judíos y cristianos que con la mejor intención intentaban sin conseguir que el monje cambiase de opinión.

En tal situación de enquistamiento, alguno de los personajes más cercanos al Califa, cierta ocasión en la que se trataba sobre este espinoso tema, propuso la idea de enviar una nueva embajada a la corte germana, proposición que confirmada por Abd al-Rahman empezó a cuajar en los necesarios preparativos. Para esta ocasión Abd al-Rahman designó a un mozárabe muy culto y preparado, que hablaba con corrección el árabe, latín y griego y llevaba varios años al servicio de su administración ejerciendo cargos de responsabilidad y que con ocasión de una anterior embajada a Bizancio, entre otras gestiones a fin de conseguir determinadas piezas de alto valor artístico para decorar Madinat al-Zahra, había dejado patente sus más que probadas dotes diplomáticas. Su nombre árabe era Rabi’ ben Zayd, aunque en el círculo íntimo de sus correligionarios seguían llamándole Recesmundo y siendo persona de ejemplar forma de vida y muy respetado entre los de su religión, con la intención de dotarlo, para esta difícil misión, de la necesaria dignidad, a propuesta del propio Califa fue consagrado Obispo de Iliberris (Elvira, la que más adelante sería Garnata -Granada-), en un acto que con toda solemnidad tuvo lugar en la iglesia cordobesa de San Acisclo y en la que concelebraron el Metropolitano de Sevilla, el Obispo de Córdoba y el de Mérida, que juntos le confirieron la dignidad obispal.

Total éxito tuvo el flamante prelado en su más que compleja misión de la que regresó acompañado de un nuevo embajador, de nombre Dudón, y lo que es más importante, con una nueva misiva en la que no solamente no había ni rastro de palabra ofensiva al Profeta, sino que sus términos eran enlojiosos para la persona del Califa, con el que se sentaban las base de una pacifica y provechosa colaboración para ambos reinos. Salvada la compleja situación generada con la primera embajada, Dudón solicitó de la Cancillería califal la preceptiva audiencia, que en esta ocasión fue contestada con toda prontitud, haciendo una única salvedad: el Califa recibiría al embajador de Otón I, pero en la persona del monje Juan de Gorze, que de ejemplar manera y con tal integridad y determinación había sostenido, con su inquebrantable actitud de cumplir el objeto de su embajada, un indudable pulso a la propia voluntad de Abd al-Rahman y además en su propio reino. En la primera de las audiencias concedidas, en la que brilló hasta los más altos límites el puntilloso y complicado protocolo de la corte cordobesa, hubo no obstante un gesto que para los más observadores y entendidos lo desbordó, pues llegado en monje benedictino a presencia del Califa y hechas con toda humildad y unción las preceptivas y profundas reverencias, fue Abd al-Rahman quien levantándose del trono se adelantó hasta donde Juan de Gorze estaba rodilla en tierra y le ofreció su mano a besar. Gesto que era absolutamente excepcional, pues solamente en ocasiones muy significativas el Califa la ofrecía a aquellos de sus más altos dignatarios o familiares más cercanos, siempre que estos gozasen de una más que elevada condición, pero que jamás hacía ni con los de mediana o baja condición social y menos aún con extranjeros.

En aquella primera entrevista, a pesar de la protocolaria rigidez, la sintonía entre ambos hombres fue completa, de manera que el Califa hizo saber oportunamente que deseaba ser nuevamente visitado por el monje, como de hecho lo fue varias veces a lo largo de los todavía varios meses que la embajada permaneció en Córdoba y en las que, sin el obligado encorsetamiento del protocolo, ambos departieron sobre lo divino y humano llegando a degustar uno y otro las calidades y profundos conocimientos de que gozaban sus mentes, lo que permitió que a su regreso a la corte germana Otón, recibiera un completo y desde luego encomiástico informe sobre la personalidad y extensos conocimientos que sobre política, filosofía, teología o economía poseía el cordobés y sobre todo, hecho que impresionó de especial manera al religioso, el amplio, sólidos y acertado entendimiento que en sus exposiciones demostraba poseer sobre la compleja naturaleza humana.
De auténticamente novelesca habríamos de calificar la narración que hacen las crónicas de la audiencia concedida por Abd al-Rahman III a la embajada de los francos que, desde su llegada a Córdoba iba de asombro en asombro ante la belleza y rica magnificencia de cuanto se ofrecía a sus maravillados ojos. El día en que iban a ser presentados al Califa vieron como desde la misma puerta del palacio que se les había designado para residencia, las calles de la ciudad por donde habían de transitar para salir de ella y dirigirse a Madinat al-Zahra, estaban cubierta a ambos lados por soldados lujosamente vestidos con ropajes de sedas de los más vivos colores, armados de alfanjes con cuyas anchas, curvas y resplandecientes hojas, levantadas sobre sus cabezas formaban una especie de túnel bajo el cual habían de caminar. Llegados a la Puerta del Amir al Qurays (Emir de los Coraixies), por donde habían de encaminarse hacia la ciudad palacio residencia del Califa, comprobaron como una interminable alfombra roja extendida sobre la tierra les marcaba el camino que, como en las calles de la ciudad estaba cubierto en todo el recorrido por soldados con sus armas formando arco sobre sus cabezas.

En la Puerta de la Cuesta (Bab al-Aqaba), que daba acceso al interior de la ciudad-palacio, fueron recibidos por un alto funcionario de la Cancillería vestido con gran pompa que tras darles la bienvenida les invitó a seguirle, acompañándoles por las calles del barrio inferior, ocupado por la mezquita, la casa de la moneda, los baños y las viviendas de cuantos estaban al servicio de la ciudad o de sus palacios. Al llegar a la zona de los jardines les esperaba otro funcionario distinto con el que recorriendo sus hermosos senderos abiertos en medio de macizos de plantas y flores de las más variadas especies, mientras ascendían de forma gradual hasta la zona alta de la ciudad donde se encontraba el palacio del Califa. En la Puerta de la Esclusa (Bab al-Sudda), principal para acceder al palacio califal, a la que se le había dado este nombre por la que había en Córdoba justo en la parte de la muralla en la que se levantaba el primitivo alcázar de los emires Omeya, un dignatario de la corte, ataviado con el mismo boato que los anteriores, que ejercía labores de lo que actualmente denominamos introductor de embajadores, con una seña les indicó le siguieran, iniciando un complicado recorrido por pasillos, patios y salones decorados con tal lujo y riqueza que el asombro de los francos ya no podía llegar a más. En algunos de estos salones encontraron sentados sobre hermosos sillones tapizados en rica seda chambelanes cuya vestimenta y porte hizo pensar a los francos hallarse en presencia del Califa lo que les llevaba a hacer de inmediato profundas reverencias, pero el que les acompañaba les decía: “Alzad vuestras cabezas, pues ese no es más que un esclavo del Califa”.

Por fin, tras largo recorrido entraron a una amplia sala cuyo suelo estaba cubierto de arena; en el centro un hombre anciano pobremente vestido estaba sentado sobre sus piernas cruzadas al más puro estilo nómada en actitud meditativa, con su cabeza baja y sus ojos entornados. Ante él había: a su derecha un libro del al-Corán; al frente una espada desnuda y a su izquierda una pequeña fogata. La perplejidad de los francos llegó al límite cuando ante el cuadro que tenían a su vista oyeron la voz del que les acompañaba diciéndoles: “He aquí al Califa”. Atónitos todos dieron rodilla en tierra y antes de que tuvieran tiempo ni para reaccionar de forma lacónica Abd al-Rahman le dirigió su palabra: “Allah nos ha ordenado que os invitemos a esto – y con su mano tocó el libro, siguiendo después – si lo rehusáis a esto – y empuñó la espada y con ella en su mano prosiguió – y vuestro destino después que os quitemos la vida será esto – y su mano armada con la espada señaló el fuego. Sin darles tiempo a reaccionar los embajadores fueron amablemente invitados a salir de la presencia del Califa, la audiencia había terminado. A la mañana siguiente se iniciaron las gestiones para establecer los la prevista alianza entre ambos reinos que se estableció en los términos fijados por Abd al-Rahman sin que los francos pusieran la más mínima objeción.

En el año 955 (343 H.), Sancho sucedió a su hermano Ordoño III en la corona del reino asturleonés, siendo el primero que llevó este nombre al que el pueblo muy pronto añadió el mote de el Craso o el Gordo pues su obesidad llegó a tales extremos que el impedía montar a caballo y andar una corta distancia le producía ahogos casi hasta el desfallecimiento. Tan importante contrariedad, unida a su blandura de carácter, le convirtió en presa fácil de la ambición de su primo Ordoño, en el que se unían una extrema fealdad en lo físico con una total carencia de nobleza en lo moral, por lo que el pueblo siempre sabio le llamó el Malo. Desposeído del trono que en justicia le correspondía, Sancho huyó a Navarra buscando el amparo de su enérgica abuela, la reina Toda o Tota, que de ambas formas la citan los autores. Toda, que sentía por este nieto especial predilección, no sabemos si a ello ayudaba su pusilanimidad o su deplorable aspecto físico, lo recibió con cariño y se dispuso a buscar la manera de ayudarle, para lo cual, en su acertada opinión, necesitaba, primero recuperar un peso aceptable para además de mantener una imagen menos grotesca una actividad física que pudiera calificarse de normal y luego, el apoyo de un ejército suficiente como para vencer a su primo que ya ceñía corona como Ordoño IV, contando con la estimable ayuda militar del Conde de Castilla Fernán González, al que por supuesto también había que vencer. Y ambas soluciones Toda, que era una mujer bien informada, sabía estaban en el mismo lugar, la Qurtuba musulmana de Abd al-Rahman III en al-Andalus, donde además de la medicina más avanzada se encontraba el mayor poderío militar existente en la península y contando en buena medida con que en la sangre del Califa había una nada despreciable cantidad de procedencia navarra lo que ciertamente y a pesar de la distancia, la diferencia de fe y cultura les convertía, se quiera o no, en lejanos parientes, pero parientes, Toda envió a Córdoba sus embajadores.

La petición de la navarra tuvo en Córdoba el eco que ella esperaba y deseaba y sin dilación desde la capital del califato salió con destino a las norteñas tierras hispánicas otra embajada a cuyo frente, Abd al-Rahman, aprovechando la ambivalencia de su médico de cámara puso al judío Hasday Ibn Saprut, cuya doble misión consistía en estudiar la obesidad mórbida de Sancho y su posible tratamiento, así como establecer las bases sobre las que basar la alianza que Toda solicitaba, objetivos que, dada la más que demostrada cualificación que el judío poseía tanto en la ciencia de Galeno, como en la diplomacia le condujeron a un nuevo éxito que presentar ante su señor y mandatario. Después de haber explorado de forma minuciosa al depuesto monarca, el médico informó a él y a su abuela la reina Toda que la obesidad podía ser reducida, si bien el tratamiento necesario habría de ser aplicado en Córdoba donde contaba con todos los elementos necesarios para tan compleja cura y en lo concerniente a la ayuda militar el Califa estaba dispuesto a concederla si a cambio se le entregaban un número de plazas concretas ubicadas entre las zonas de la Marca Superior y Media. Con verdadero clamor popular fue recibida por la calles de la capital del califato la comitiva en la que, junto a Hasday Ibn Saprut llegaban a Córdoba la reina Toda de Navarra y su nieto el otrora rey Sancho I. Abd al-Rahman había conseguido que hasta los reyes cristianos vinieran a su corte a rendirle pleitesía.

Con el acertado tratamiento impuesto por el médico y un progresivo y metódico plan de ejercicios la obesidad de Sancho fue reducida hasta límites que, además de hacerle recuperar una actividad física normal le devolvieron una figura más esbelta, gallarda y sobre todo menos ridícula y grotesca. En tales condiciones y junto a un más que numeroso ejército al mando del cual iba el excelente general Galib, cuando ya estaba bien adentrada la primavera del año 960 la reina de Toda y su nieto Sancho regresaban para recuperar el reino que tan arteramente le había sido sustraido su primo Orondo IV el Malo.
El ocaso de un gigante

Durante sus últimos años Abd al-Rahman permaneció recluido en su ciudad dorada de Madinat al-Zahra, en cuya más guardada estancia, aquella con el suelo cubierto de arena en que tuvo lugar la novelesca audiencia a la embajada franca, permanecía la mayor parte del día y hasta la que sólo un contado número de personas tenían libre acceso. Entre los escasos privilegiados estaba Hasday Ibn Saprut, su médico personal, quizá el único hombre que jamás le tuvo miedo, posiblemente porque conocía su más profundo y bien guardado secreto: el obsesivo terror que sentía a morir envenenado a causa de la mordedura de una serpiente, algo que quedó grabado en sus ojos y su mente desde los años de su infancia, cuando mientras jugaba en los jardines del alcázar de su abuelo, uno de sus hermanos resultó mordido por una víbora, muriendo poco después, entre estremecedores llantos y patéticos estertores, a la vista de él y de los otros niños que les acompañaban en sus juegos.

Su carácter se hizo más adusto y severo, también se acentuó su crueldad, de la que ya había tenido muestras en años anteriores haciendo decapitar en el salón del trono. Ante sus propios ojos y el de los atónitos altos dignatarios de su corte, a su hijo mayor Abd Allah que conspiró contra el. Fue la época en la que donde estuviera cerca de él había un verdugo de guardia dispuesto a cercenar de un certero golpe de su bien afilado alfanje la cabeza del condenado por voluntad regia, entre las que no faltaron jóvenes y hermosas mujeres de las más de seis mil que habitaron las lujosas estancias dedicadas a harenes en el palacio califal, que tuvieron la osadía de mostrarse esquivas a las libidinosas caricias de un viejo borracho de insaciable lujuria.

En la primavera de 961 (349 H.), el frío de la sierra cordobesa que batía Madinat al-Zahra hizo enfermar al Califa. Se temió que fuera una pulmonía, pero una vez más Hasday consiguió una curación sorprendente, no obstante, el médico tenía muy por cierto que aquella mejoría del malgastado organismo del Califa no sería muy prolongada, pero llegó el verano y con la bonanza del tiempo el régimen de vida y audiencias de Abd al-Rahman volvieron a su ritmo normal. Sin embargo, con el retorno de los frescos aires otoñales la salud de anciano monarca empeoró nuevamente y en esta ocasión el judío sabía que, ni su depurada ciencia, ni siquiera la administración de la triaca, a la que desde sus años de juventud había dedicado tantas horas hasta conseguir reformularla, en parte como reto suyo personal y en parte por cumplir el expreso mandato de Abd al-Rahman, que vivía obsesionado con poseerla para sentirse a salvo de su enfermizo pánico a los ofidios, salvarían la vida de su regio paciente, un hombre ya anciano y si no decrépito si muy agostado. Así, el martes 15 de octubre del año 961 (2 de Ramadan del 350 H.), tras cincuenta años, seis meses y dos días de gobierno (según el cómputo del calendario musulmán), a los setenta de edad, dejando en el mundo once hijos, dieciséis hijas, la ciudad mas hermosa y rica del mundo y la primera Facultad de Medicina que existió en Europa, Abd
al-Rahman III murió pasando con todo merecimiento a figurar en las inmortales páginas de la Historia.

Bibliografía:

- Historia de España dirigida por Ramón Menéndez Pidal. Espasa Calpe S.A. Madrid.
* Tomo IV, 2ª edición 1957. España Musulmana hasta la caída del Califato de Córdoba (711-1031 de J.C.). Evariste Lêvi Provençal, traducción e introducción Emilio García
Gómez.
* Tomo V, 2ª edición 1965. España Musulmana (711-1031 de J.C.) Instituciones y Arte.
Instituciones. .). Evariste Lêvi Provençal, traducción e introducción Emilio García
Gómez.
Arte. Leopoldo Torres Balbás.

- Historia de los Musulmanes de España. Reinhart P. Dozy. Ediciones Turner, Madrid 1988, 4 tomos.

- La mujer en al-Andalus. Ed. Mª Jesús Viguera. Actas Quintas Jornadas Investigación Interdisciplinar. I al-Andalus. A.A.V.V.. editoriales Andaluzas Unidas. Sevilla 1989.

- La civilización hispano árabe. Titrus Buckhardt. Alianza Editorial, Madrid, 1ª reimpresión 2001.

- Córdoba de los Omeya. Antonio Muñoz Molina. Planeta Bolsillo. Barcelona, 1994.





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