Autor: José Mª Bello Diéguez
martes, 13 de mayo de 2008
						Sección: Artículos generales
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Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (1)
Este texto tiene su origen en una conferencia pronunciada en la Universidad de Zaragoza en febrero de 2000. Fue publicado con el mismo título en el libro Avances en evolución y paleoantropología, por el Seminario Interdisciplinar de la Universidad de Zaragoza (Mira Editores, 2001, pp.11-47), siendo sus editores Eustoquio Molina, H. James Birx y Alberto Carreras.
Introducción
                             En 
                              la actualidad, la arqueología está 
                              siendo objeto de un creciente interés por 
                              parte de la población, la tantas veces llamada 
                              sociedad civil. Los periódicos y los informativos 
                              ceden cada vez más espacio a noticias relacionadas 
                              con la arqueología, se producen debates sociales 
                              acerca de nuevos museos y destrucciones de yacimientos, 
                              el turismo concede cada vez mayor importancia a 
                              los principales lugares arqueológicos, y 
                              exposiciones y centros famosos como el de Atapuerca 
                              se ven desbordados por las visitas. 
                              Este incremento del interés popular por la 
                              arqueología coincide con el mayor peso de 
                              la protección del patrimonio, y del arqueológico 
                              en concreto, en la vida social. En nuestro campo, 
                              esto redunda en la intervención de la Administración, 
                              y particularmente de las autonómicas, en 
                              las obras públicas y privadas que conllevan 
                              procesos destructivos que necesariamente afectan 
                              al patrimonio arqueológico, imponiendo controles, 
                              estudios y actuaciones que hacen que un número 
                              creciente de profesionales se involucre en un nuevo 
                              mercado arqueológico al que cada vez fluyen 
                              cantidades más importantes de dinero, procedentes 
                              de los particulares, de las empresas privadas y 
                              de la propia Administración. 
                              Una visión optimista diría que todo 
                              está bien, que es un síntoma del incremento 
                              cultural del país, deseoso de conocer mejor 
                              sus orígenes y los de la Humanidad, y que 
                              la prueba de que la conciencia arqueológica 
                              se incrementa de forma positiva está en el 
                              creciente número de intervenciones e 
                              informes que ingresan cada año en los archivos 
                              de la Administración.
                              Lamentablemente, esa afirmación, siendo cierta, 
                              no abarca todas las facetas de la realidad que comentamos, 
                              y es fácil comprobar que tal actividad, al 
                              menos en la comunidad autónoma de Galicia 
                              (aunque probablemente en otros lugares también), 
                              no redunda en el incremento del conocimiento arqueológico, 
                              que ha quedado estancado hace casi una década, 
                              ni en la mayor o mejor protección de los 
                              yacimientos, ninguno de los cuales está hoy 
                              en mejor situación que hace diez años, 
                              sino que tiene más bien que ver con la utilización 
                              de la arqueología como propaganda y como 
                              elemento adormecedor en lugar de favorecedor del 
                              pensamiento crítico. Al mismo tiempo, se 
                              ha ido generando una casta de funcionarios, normalmente 
                              con poca o nula vinculación con los procesos 
                              de investigación arqueológica, que 
                              se ha hecho la dueña de la situación, 
                              incluso de las tareas legislativas, ante la pasividad 
                              y el desinterés de unos poderes públicos 
                              aquejados en este tema de una preocupante miopía 
                              de la que ni siquiera son conscientes. No es infrecuente 
                              que esta nueva casta, en ocasiones bastante indocumentada, 
                              se declare hostil a las personas e instituciones 
                              que hasta estas recientes transformaciones se encargaban, 
                              incluso al margen de sus obligaciones, de las tareas 
                              de protección patrimonial, y que siguen siendo 
                              (al menos sobre el papel) las encargadas de la custodia 
                              e investigación del patrimonio arqueológico, 
                              cuales son universidades, museos y otros centros 
                              de investigación. Estas instituciones se 
                              ven privadas de los en ocasiones cuantiosos fondos 
                              públicos manejados por las Administraciones 
                              de patrimonio histórico, derivados ahora 
                              en su totalidad a unas intervenciones de urgenciaque en demasiadas ocasiones se encargan, 
                              según señalaba el tribunal de unas 
                              recientes oposiciones universitarias, a profesionales, 
                              pequeñas empresas o institutos a cargo de 
                              adeptos, cuando no directamente de familiares y 
                              hasta de cónyuges, de algunos cuadros medios 
                              de la Administración. Se suprimen así 
                              casi de raíz las tradicionales actividades 
                              y excavaciones destinadas directamente a la investigación, 
                              salvo en los casos en los que los beneficiarios 
                              forman parte del grupo de los elegidos y allegados.
                              Todo esto poco o nada tendría que ver con 
                              el asunto que debemos tratar si no fuese porque, 
                              junto con el secuestro de los fondos públicos 
                              de los que se nutre (o nutría) la investigación, 
                              la nueva casta de funcionarios arqueológicos 
                              se ha erigido también en censora, cuando 
                              no en propietaria, de las orientaciones de la investigación 
                              que se debe llevar a cabo en el territorio que gobierna, 
                              de forma que los que no las siguen no sólo 
                              se ven privados de fondos y permisos (imprescindibles 
                              para la investigación arqueológica 
                              por su propio carácter), sino que son a veces 
                              públicamente denostados e incluso subterráneamente 
                              perseguidos. Aquí, cada maestrillo tiene 
                              su librillo; en Galicia, por ejemplo, la línea 
                              oficial fuera de la cual no hay salvación 
                              recibe el nombre de arqueología del paisaje, 
                              una de las variantes de la llamada arqueología 
                              postprocesual, vinculada con el amplio movimiento 
                              postmoderno. 
                              Poco cuesta darse cuenta de que esta situación 
                              no puede menos que distorsionar profundamente la 
                              marcha de la investigación en arqueología, 
                              no sólo paralizándola (o al menos 
                              paralizando la actividad de la amplia fracción 
                              del colectivo que no comulga con las orientaciones 
                              impuestas), sino también, al sustituir el 
                              debate científico por la directriz burocrática, 
                              creando las condiciones propicias para que surjan 
                              fenómenos de ciencia patológica. Alguno 
                              veremos más adelante; de momento, nos pareció 
                              oportuno partir de la situación real, con 
                              los pies en la tierra, en lugar de hablar de la 
                              arqueología de una forma teórica, 
                              como si la investigación se desarrollase 
                              en un limbo fuera de la realidad cotidiana, fuera 
                              de las realidades políticas, administrativas 
                              o simplemente humanas, influida tan sólo 
                              por las consecuencias de los procesos, sean o no 
                              hipotético-deductivo-experimentales, de la 
                              propia dinámica de la investigación. 
                              Y poniendo de manifiesto, de entrada, que, tras 
                              la optimista imagen que podemos obtener de un vistazo 
                              rápido a los medios de comunicación, 
                              se esconden realidades bastante más grises 
                              y preocupantes.
                              Pero, aunque el árbol crezca torcido, crece. 
                              La arqueología llama la atención, 
                              sorprende. Tampoco éste es un fenómeno 
                              nuevo, sino todo lo contrario. Todas las sociedades, 
                              desde las prehistóricas, sintieron fascinación 
                              y extrañeza ante lo diferente, ante el pasado, 
                              ante los restos de anteriores culturas que les resultaban 
                              incomprensibles por no tener un lugar preciso en 
                              su propio constructo cultural. El pensamiento popular 
                              se ha hecho amplio eco de este hecho, nombrando 
                              de formas peculiares a los lugares que hoy conocemos 
                              como yacimientos arqueológicos, y atribuyéndolos 
                              a seres semimitológicos como son, en buena 
                              parte de la península, los moros o 
                              mouros. Los restos y ruinas que se encuentran 
                              resultan tan lejanos, tan ajenos, que no pueden 
                              haber sido hechos por humanos normales y corrientes, 
                              sino que tienen que haber sido obra de los otros, 
                              unos otros tan distintos, tan asombrosamente 
                              antiguos que ni los más viejos del lugar 
                              tienen noticia de ellos; son obra de otro tipo de 
                              gente, de seres de otro mundo, con costumbres extrañas 
                              y con frecuencia opuestas, inmersos en una vida 
                              social que, si bien en cierta forma paralela por 
                              cuanto tienen sus guerras y sus actividades similares 
                              (pastoreo de vacas, etcétera), se resuelve 
                              en un conjunto de apariciones, encantamientos y 
                              realidades asombrosas que ponen de manifiesto su 
                              portentosa y radical diferencia. El imaginario popular 
                              está lleno de estas cosas: por una parte, 
                              nosotros; por otra, ellos, los otros, los 
                              mouros o gentiles. Como forma de relación, 
                              la aparición, el encanto, el hecho paranormal.
                              El mismo mecanismo parece subyacer en los nuevos 
                              mitos contemporáneos de los que el imaginario 
                              popular, ahora urbano, se dota para explicar los 
                              fenómenos que, como los arqueológicos, 
                              resultan extraños e incomprensibles para 
                              su propio mundo. Normalmente, las evidencias arqueológicas 
                              más próximas en el tiempo (yacimientos 
                              medievales, romanos, castreños mal llamados 
                              celtas, algo menos los dólmenes) han 
                              pasado ya por la piedra de la escuela y la televisión, 
                              y se ven, cuando menos superficialmente, como algo 
                              propiamente histórico, obra de los grupos 
                              humanos que nos han precedido en el uso del solar 
                              patrio. Sin embargo, otro tipo de monumentos, normalmente 
                              los de mayores dimensiones (pirámides egipcias 
                              y mayas, obeliscos, estatuas gigantes como los moais 
                              de Pascua, construcciones ciclópeas como 
                              las de Baalbek, menhires y dólmenes, etcétera), 
                              sobre todo si están situados en lugares para 
                              nosotros exóticos, se resisten a ser considerados 
                              en la mentalidad popular dentro de las obras, en 
                              ocasiones francamente meritorias, de los grupos 
                              humanos del pasado. El eterno y nada desaparecido 
                              etnocentrismo exige que sólo nosotros 
                              seamos los inteligentes, los capaces, los plenamente 
                              humanos. Los demás, tanto los alejados en 
                              el tiempo como en el espacio, también lo 
                              son en cierta forma, pero mucho menos. Ahí 
                              están sus costumbres extrañas, incluso 
                              repugnantes, para dar prueba de ello. ¿Cómo 
                              se puede esperar algo notable de moros, de chinos, 
                              de negros? ¿Cómo los antiguos, que 
                              no sabían hacer ni la o con un canuto, van 
                              a ser capaces de construir tales cosas? Y no digamos 
                              si los antiguos, además de serlo, eran africanos, 
                              o amarillos, o indios. ¡Venga, hombre, a otro 
                              perro con ese hueso!
                              Al igual que ocurría en el imaginario popular 
                              rural, al rechazar como autores a todos los conocidos 
                              (nosotros no fuimos, los vecinos de ahora o de antes 
                              no pudieron serlo) se hace necesario recurrir a 
                              lo desconocido, a lo otro, a aquello que 
                              rebasa los límites de nuestro conocimiento 
                              geográfico e histórico, a civilizaciones 
                              tan diferentes y ajenas, tan alejadas de nosotros 
                              en el espacio o en el tiempo que podemos admitirlas 
                              como superiores a la nuestra sin menoscabo de nuestro 
                              orgullo colectivo. En el primer caso, lejanía 
                              geográfica, tenemos las civilizaciones extraterrestres, 
                              con sus visitas en ovnis. En el segundo, lejanía 
                              temporal, nos encontramos con las civilizaciones 
                              anteriores a la prehistoria, preferentemente (aunque 
                              no sólo) con los atlantes. En ambos casos, 
                              como hemos dicho, está el permanente rechazo 
                              y desprecio que las Altas Culturas dispensaron siempre 
                              a sus vecinos próximos no tan culturizados, 
                              hayan sido llamados éstos moros, negros, 
                              bárbaros o chichimecas. 
                              Este hecho no debe verse como algo anormal. El etnocentrismo 
                              con ciertos componentes xenófobos es un fenómeno 
                              frecuente en todo tipo de culturas, siendo la concepción 
                              de la igualdad humana uno de los principales logros 
                              de la modernidad. Lo novedoso va a ser la aparición, 
                              al lado de esta reacción en bruto, de todo 
                              un montaje de apariencia culta que va a intentar 
                              dotar a la creencia popular de un aparato teórico 
                              y una apariencia científica, transformándola 
                              en una pseudociencia, es decir, en una teoría 
                              que se pretende científica sin serlo, un 
                              "sistema de pensamiento irracional o místico 
                              ostensiblemente revestido de jerga científica, 
                              a menudo compleja pero nunca rigurosa", en 
                              definición de Nicholas J. Turro (1999). Una 
                              pseudociencia que, además, en este caso refuerza 
                              los componentes xenófobos y racistas espontáneos, 
                              en lugar de intentar evitarlos mediante la racionalidad.
... continúa en Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (2)
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Es que la solución a los asuntos siempre será una solución provisional, esto es, salvo nuevos resultados. El problema ni siquiera viene cuando se divulgan los descubrimientos pretendiendo haber obtenido verdades absolutas e inamovibles, porque no faltará quien las cuestione o demuestre su falsedad o equivocación, sino cuando se divulga con el mero ánimo de arrimar el ascua a la sardina particular o tribal sin pudor alguno, tergiversando lo tergiversable; y de eso hemos tenido algunos ejemplos en esta página.
Y tampoco creo que el problema esté en la ciencia oficial, que en contra de la opinión de D. José María, yo sí creo que existe. Veamos: si admitimos que la arqueología se ha "funcionarializado" tendremos que admitir que no publica ya quien debe, sino quien puede, esto es, quien tiene la bendición de los poderes oficiales, políticos o académicos, salvo en rarísimas excepciones. Si esto es así, difícilmente puede uno fuera de los cauces oficiales emprender una investigación seria de un yacimiento y, por tanto, ofrecer conclusiones o teorías fiables sin el beneplácito de quien maneja los fondos; que se encargará de orientar la propia investigación y las conclusiones en el sentido más conveniente. Por eso, pienso yo, se busca una presentación de los hallazgos revestida de toda la espectacularidad posible y una difusión rápida y eficaz; hay que demostrar que la arqueología vende. Y es aquí donde la ciencia se transforma en un objeto más de mercado. Para promocionar ese producto en que se ha convertido el trabajo en cuestión, utilizando la televisión o revistas de difusión periódica breve -por ejemplo- es necesario acudir a programas no muy rigurosos con el método científico y además resumir la cuestión en unos párrafos breves y unas imágenes impactantes. El resultado lo describe perfectamente Elpater.
Lo del interés del público por la arqueología tampoco es un fenómeno novedoso. Recuerdo un programa -"Operación Rescate" se llamaba- en el que los alumnos de los colegios rurales, asesorados por los profesores y, contando con la ciencia oficial, dedicaban un tiempo a la investigación de yacimientos locales conocidos y a la prospección de zonas con potencial arqueológico. Los resultados fueron excelentes: se promocionó la investigación, se clasificaron hallazgos de bastantes yacimientos, se descubrieron algunos nuevos, se difundió la arqueología en la televisión (fue uno de los programas más vistos de aquella época); y todo de manera bastante seria.
Por otra parte, el Cine viene aprovechando el filón desde Las Minas del Rey Salomón (que ya ha llovido) hasta Indiana Jones. Pero eso, reconozcámoslo, no es arqueología, y quien así quiera verlo se engaña de medio a medio.
¿Los profesionales lo tienen difícil? Sin duda, pero los aficionados lo tenemos peor. Los principios de la arqueología enla Península  están protagonizados por personas que -evidentemente- no eran arqueólogos, y se sustentó bastante en colecciones particulares de estudiosos y coleccionistas locales que hoy, con la ley en la mano, serían considerados delincuentes. Por cierto, muchos son efectivamente los intentos de falsificación, paro son muchos también los hallazgos ciertos que se han puesto en cuestión durante muchos años por la intransigencia de la ciencia oficial: a las cuevas me remito.
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