Autor: jordia1
martes, 05 de junio de 2007
Sección: Toponimia
Información publicada por: jordia1
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sobre el origen de cataluña y la llamada corona de aragon
Sin animo de ofender y esperando que las critticas sean construcctivas, esto no es para dañar, ni la moral ni el nombre de nadie, y cualquier aportacion responsable y respetuisa solo añadira cordura al pensamiento y a este foro. Gracias.
Con la toma en el 801 de Gerona y Barcelona, por partte de las tropas del imperio se establece un frontera y en esta, usando la estructura visigoda aun, se forman condados, gobernados por gente del imperio y no por autoctonos. No es hasta la designacion para gobernar de Wilfredo el Velloso, al cual gobernara sobre cuatro de estos, que el gobierno se hace hereditario y de esa manera comienza el linaje de la casa de barcelona, aun siendo el mismo Wilfredo de la casa de Carcasona.
En el año 985, Al-manzor arrasara Barcelona y el monarca del ya dividido imperio no le prestara a yuda al conde de turno, Borrel II, el cual aprovechara dos años mas tarde el cambio dinastico en la corte franca, para no renovar el vasallaje a la misma, y ademas, usara el titulo de Dux Gothia, o lo que es lo mismo señor de los visigodos, lo que puede suponer que no solo defendia su derecho sobre los condados heredados, sino que ademas reclamaria la septimania ¿y quien sabe? Si el resto de la peninsula!!
Estos condados no eran principado, sino que Ramon Berenguer al casarse con Petronila, es nombrado Principe de Aragon, que no consorte, o lo que es lo mismo gobernador o señor de Aragon, que no rey de Aragon, y gobernara Aragon, mientras el aun rey se retira a un monasterio. Sus hijos si que recibirian ya el titulo de Rey, pero no dejarian de usar el de Conde de Barcelona al ser este la cuna de su linaje, recordemos que en la edad media el linaje predominante era el del varon, y las mujeres por su condicion de feminas no podian detentar el dominio, es decir no podian gobernar o almenos no hacerlo de manera abierta.
Lo que si podemos decir que el condado de barcelona, por vasallaje directo, por parentesco, o por matrimonio, poco a poco impone su poder sobre el resto de condados y a la vez son sus usos y fueros los que acabaran por ser utilizados en todos estos lugares. Sin embargo la union de estos condados y Aragon no unificaran sus leyes, ni supondra la absorción por parte de ninguna de las dos entidades, Aragon seguira manteniendo las suyas y el resto las de Barcelona. Mas que nada porque lo que ahora conocemos como soberania no recaia ni sobre el pueblo ni sobre sus territorios, sino que la ejercia el rey o señor de turno, es por eso que el escudo de la casa de barcelona sigue siendo el mismo, y no toma el de aragon, asi el Rey de Aragon seguira usando los colores de Barcelona por ser este su linaje.
En cuanto al nombre de cataluña, que sepa, la primera vez que se usa es en un libro del 1115 ( Liber Mailichinus .... creo!) donde se relata una cruzada contra Mallorca por parte de los pisanos, que pòr error llegan a las costas de los condados, pensando que son las islas (alguia deberian de haberle colgado de los pulgares), y tras darse cuenta del error, dicen que son Cataluña y que el entonces conde de Barcelona, se les une y ayuda en la cruzada. Aun asi es posible que ya los habitantes usaran ese mismo nombre para referirse a todos los condados o a las tierras cuya lengua o idioma era el mismo, y teniendo en cuenta que en su epoca Alfonso, posteriormente “el casto” fue conocido durante su mandanto como el trobador, de manera que es posible conociera o usara incluso esta denominacion en la lengua hermana del occitano o provenzal, y al igual que sus subditos usara el nombre de cataluña para el conjunto de territorios que usaban las normas y leyes del condado de barcelona.
MURET, la batalla que trunco la orientacion Occitana
- La de libros y autores que han hablado de Muret, y pese a que todos estan de acuerdo hasta la noche anteior de la batalla y al resultado de la misma, os propongo que imagineis describais la batalla. Ademas podemos comentar el porque de la guerra con los cataros, la cruzada, el comportamiento del Conde de Tolosa, etc...
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Aragón, bandera de
Bandera es una insignia o señal consistente en un gran pedazo de tela, de figura cuadrada o rectangular, que se asegura por uno de sus lados a un astil o palo largo y cuya heráldica indica la institución o persona a la que pertenece y representa. Reproduce, pues, el escudo, armas o blasón de su titular.
No han existido en la tradición regnícola banderas del reino de Aragón, ni tampoco de la llamada Corona de Aragón. Los reyes aragoneses sí tuvieron un distintivo heráldico consistente en los bastones de gules sobre campo de oro, usados en toda la iconografía documentada medieval, sean sellos de la cancillería real, sean monedas acuñadas por los reyes. Tales bastones o barras datan del reinado de Alfonso II de Aragón, heredero de la reina Petronila y del conde de Barcelona Ramón Berenguer IV. En las representaciones iconográficas relacionadas con la realeza aragonesa, los bastones de gules se disponen en fajas horizontales cuando la disposición heráldica habitual de escudo se troca en representación vexiliaria o de bandera. Estos bastones, símbolos de dominios del monarca en diferentes estados al que une su persona, extendidos en campo de oro, parecen recordar la vinculación aragonesa a la Santa Sede desde el siglo xi, pues los pontífices romanos tuvieron el oro o amarillo como esmalte heráldico.
Desde el siglo xix, y relacionado con movimientos aragonesistas, se ha planteado varias veces el tema de la implantación de una bandera de Aragón; en 1905 por vez primera se confeccionaba una bandera de Aragón por el Centro Aragonés de Madrid, que Juan Moneva describía así en 1914: «alabarda de tipo medieval, faja de tercio a lo largo del palo azul con la cruz de Aynsa de plata; lo demás partido mitad blanco con cruz llana de gules, de San Jorge, y cabeza de moros, y palos de gules sobre oro». Posteriormente, en 1930, el historiador Giménez Soler proponía como bandera de Aragón la combinación de las barras o palos con el cuartel tradicional, anterior a Ramón Berenguer IV, de la cruz de plata en campo azur, colocando este cuartel en el centro de la bandera cubriendo una parte de la banda roja y de las dos amarillas inmediatas.
En 1977 las diputaciones provinciales aprobaron como bandera los cuatro palos o bastones verticales sobre fondo oro o amarillo, y en el cuarto, superficie adjunta al astil, la cruz de gules sobre campo de plata o blanco. Posteriormente, en 1978, la Diputación General de Aragón imponía sobre fondo oro o amarillo, cuatro fajas de gules o rojas y en el centro el escudo moderno de Aragón de los cuatro cuarteles coronado.
La bandera y el escudo de Aragón adoptados con una cierta provisionalidad durante el régimen jurídico de la denominada «preautonomía» (esto es, en período anterior a la promulgación y puesta en práctica del vigente Estatuto de Autonomía) han sido, en términos generales, ratificados en su forma y regulados para su uso por las Cortes y la Diputación General de Aragón en 1984.
El artículo 3 de la Ley Orgánica de Estatuto de Autonomía de Aragón (1982) previene lo siguiente:
«1. La bandera de Aragón es la tradicional de las cuatro barras rojas horizontales sobre fondo amarillo».
«2. El escudo de Aragón es el tradicional de los cuatro cuarteles, rematado por la corona correspondiente, que figurará en el centro de la bandera».
Desde el punto de vista jurídico, este texto no es sino el desarrollo, por parte de la Comunidad Autónoma de Aragón, de la posibilidad ofrecida por la Constitución Española de 1976, en concomitancia, también, con la Ley de 28 de octubre de 1981.
Desde una perspectiva científica (historiográfica o vexilológica) el texto es deficiente, por renunciar (cual lo hizo el texto constitucional mismo) al léxico heráldico secularmente consagrado, lo que, como se dirá luego, ha obligado a la legislación aragonesa a curiosas precisiones de orden científico físico para establecer con exactitud los colores de estos símbolos. Aragón, por lo demás, no ha dispuesto de bandera oficial propia hasta estos últimos tiempos (pues no entraron en vigor, por los avatares de la guerra civil, las previsiones hechas por unos y otros sobre el particular en los momentos en que se intentaban redacciones de Estatutos autonómicos). La bandera aragonesa (dejando aparte el escudo), propiamente, es la enseña de los reyes de Aragón, su «senyal real», «signum regni nostri» privativo (palos), esto es, cuatro palos o bastones (si la disposición es vertical) o fajas (horizontales) de gules sobre oro, que los soberanos emplearon verticalmente y en tanto que reyes, a modo de guión, y horizontalmente cuando la enseña era, propiamente, utilizada como bandera, extremos éstos sobre los que hay abundante iconografía medieval. «Barras» resulta, pues, vulgarismo, aunque muy difundido.
Puede discutirse con mucho fundamento la oportunidad de la adición, en el párrafo 2 del dicho artículo, de la precisión de que el escudo «figurará en el centro de la bandera», necesariamente. El legislador no tuvo en cuenta, en este punto, la antiquísima tradición histórica que hace, de por sí solos, a los palos o bastones de gules emblema característico y privativo de la monarquía aragonesa y que distinguió a su propietario (el soberano de Aragón) como tal rey, dando universalmente nombre al emblema en la heráldica europea de todo tiempo. Los testimonios medievales (especialmente entre los siglos xiii y xv) abundan denominando «de Aragón» o «d´Aragó» a la enseña. La explicación que, en su momento, se adujo para esta innovación escasamente pertinente resulta, vista desde hoy, escasamente convincente e hija de la coyuntura política y de un prurito mayor por distinguir la bandera aragonesa de otras similares que no por recuperar la pureza exigida por el pasado del viejo Reino. Es, asimismo, como se verá, poco afortunado disponer el escudo centrado en la bandera ordinaria.
El desarrollo de este texto estatutario se contiene en la Ley 2/1984, de 16 de abril, sobre uso de la bandera y el escudo de Aragón (Boletines Oficiales de Aragón, núm. 15, de 18 de abril, y del Estado de 11 de mayo, ambos de 1984). Este texto legal, cuya parte doctrinal fue encomendada por el Gobierno aragonés a G. Redondo y G. Fatás, quienes elaboraron el borrador del proyecto articulado, resulta bastante explícito en su versión final y mejora técnicamente las deficiencias antes subrayadas. Define, en su «Preámbulo», a la bandera de Aragón como «la tradicional de los reyes de Aragón, antaño de uso exclusivo del titular de la Corona y expresiva de su soberanía». Señala que el uso más antiguo seriamente documentado de este símbolo corresponde a Alfonso ii, primer monarca de la Corona y no solamente del Reino, puesto que heredó, junto a su título principal, los que le legara su padre, Ramón Berenguer iv, conde de Barcelona.
El escudo que, aparentemente, debe figurar en la bandera aragonesa se atestigua por primera vez, que conste hasta ahora, en 1499, en la Crónica del historiador Vagad, editada en Zaragoza. Los cuatro cuarteles adoptados entonces, cuando no existía regulación cancilleresca al respecto, fueron, paulatinamente, imponiéndose a otras configuraciones que, o bien prescindían de alguno de sus elementos (aunque presentando invariablemente los palos, como es el caso de la Diputación del Reino), o alteraban su orden usual (tal y como se aprecia, por ejemplo, en la disposición que adoptan, aun hoy, en los emblemas de la Universidad de Zaragoza, adoptados en los años ochenta del siglo xvi). En la Edad Moderna tiende a consolidarse esta versión (bien visible en la expresiva heráldica de la iglesia zaragozana de Santa Isabel, infanta de Aragón y reina de Portugal, edificada a expensas de la Diputación General de Aragón en el siglo xvii), y arraiga claramente en el siglo xviii, alternando, como en el xix y en la actualidad, con el uso de los palos de gules sin otra adición.
En 1921, la Real Academia de la Historia informaba favorablemente el uso oficial del escudo de los cuatro cuarteles como escudo distintivo de Aragón, sin que se hayan producido variaciones desde entonces en su forma.
Desde el punto de vista formal, los nueve espacios en que queda dividida la bandera aragonesa han de ser iguales en tamaño (art. 1.2) y el conjunto ha de ajustarse a unas proporciones de las que resulte que la longitud sea igual a tres medios de su anchura (eso es, un tercio más larga que ancha). Las restantes características materiales de la bandera aragonesa fueron reguladas, casi inmediatamente, por el Decreto 48/1984, de 28 de junio, de la Diputación General de Aragón, dado en Jaraba (Boletín Oficial de Aragón, núm. 25, de 14 de julio), en cuya detallada redacción tuvo parte muy destacada el profesor Redondo Veintemillas. El acuerdo de la D.G.A. dispone tanto el diseño lineal del escudo (en una versión no muy cuidadosa) cuanto los materiales en que ha de confeccionarse la enseña. Así, forzado por el mandato estatutario, el legislador ha dispuesto la colocación del escudo «a una distancia de la vaina de media anchura de la Bandera». Debe aclararse que es uso general en esta clase de enseñas situar (como sucede con la bandera nacional española) el escudo no en lugar central, sino levemente hacia la izquierda, cercano al asta, al objeto de que se haga visible cuando la bandera no se halla ondeando.
La bandera (a la que estos textos legales aluden siempre nombrándola con mayúscula), cuando adopte forma de gala o máximo respeto, ha de ser confeccionada, precisamente, en tafetán de seda, debiendo estar el escudo bordado en hilos de seda, plata y oro. Las banderas de uso ordinario se fabricarán «en tejida fuerte de lanilla o fibra sintética», pudiendo entonces ser el escudo estampado o sobrepuesto por cualquier otro procedimiento.
Si ha de ser exhibida, en su variedad de gala, en interiores o portada por abanderado, el asta que la soporte habrá de ser de bambú o de madera barnizada, con remate «en moharra de acero o plata», elementos todos estos que, asimismo, se reglamentan (caso infrecuente y, probablemente, único en este tipo de disposiciones sobre banderas y enseñas de Comunidades Autónomas españolas). La moharra tiene forma de cruz patada, al modo de la de Íñigo Arista.
El Decreto establece también las tonalidades de los colores aragoneses recurriendo a todos los efectos, incluso los industriales a un sistema científico objetivo internacionalmente adoptado (CIELAB) y en correspondencia con el sistema CIE-931, con una tolerancia de cinco grados. Estas especificaciones se refieren a los colores rojo, amarillo, azul, oro, plata y sable (negro), para conseguir la uniformidad deseable.
La Ley de Cortes aragonesas previene, de acuerdo con normas superiores pero mencionando explícitamente la circunstancia, que la bandera de Aragón «deberá ondear junto a la Bandera de España», cediéndole siempre el lugar principal, tanto en exteriores cuanto en interiores de edificios públicos civiles situados en el territorio aragonés (art. 2) y establece que su tamaño no será mayor que el de la nacional ni menor al de otras terceras cuando se utilicen todas simultáneamente (art. 3).
La definición oficial y legal del escudo aragonés se establece en el artículo 4 y es del siguiente tenor literal:
«… es, estructuralmente, un escudo español, cuartelado en cruz e integrado de los siguientes elementos:
—Primer cuartel, sobre campo de oro, una encina desarraigada, con siete raigones, en sus colores naturales, coronada por cruz latina cortada y de gules».
Este cuartel conmemora el legendario Reino de Sobrarbe, al que se atribuyeron, durante largo tiempo, los orígenes de los Fueros y, probablemente, se trata de un tipo heráldico de los llamados «parlantes» (la cruz «sobre árbol» o sobrarbense), que pudo tener su origen formal en las primeras acuñaciones de los reyes aragoneses, cuyo tipo principal durante la monarquía privativa fue, precisamente, una cruz de aspecto procesional ornada con exuberantes ramificaciones laterales.
El segundo cuartel contiene la denominada «Cruz de Íñigo Arista», alusiva a los orígenes de la independencia del Aragón cristiano y a un milagro crucífero en batalla contra moros, emblema que, en tiempos de Pedro IV el Ceremonioso (regulador minucioso de los usos heráldicos de su casa y estados), se tuvo por el más antiguo de los aragoneses. Este cuartel queda así definido:
«—Segundo, sobre campo de azur, cruz patada» (esto es, con los brazos que se van ensanchando, y no «platuda», como aparece por error en algunas ediciones de esta Ley aragonesa) «de plata, apuntada en el brazo inferior y adiestrada con el cantón del jefe».
El tercer cuartel, en palabras del texto preambular, «sigue a los modelos antiguos, conforme a los cuales era considerado como el emblema más específico del Reino de Aragón, en el siglo XIV» y empleado, a menudo desde el siglo XIII, como emblema especial de los caballeros aragoneses y de la caballería del rey, en general, a causa de la creciente devoción de los soberanos aragoneses de tiempos góticos por el santo capadocio cuya cruz muestra:
«—Tercero, sobre campo de plata, una cruz de San Jorge, de gules, cantonada de cuatro cabezas de moro, de sable y encintadas de plata», que miran a la izquierda del espectador y que, propiamente, son de color negro. (El término «encintadas» equivale a «diademadas» con una cinta cuyas ínfulas cuelgan por detrás de la cabeza.).
El último cuartel es de esta manera:
«—Cuarto, sobre campo de oro, cuatro palos gules, iguales entre sí y a los espacios del campo».
Conocido como «Aragón» o «Aragón moderno» (para distinguirlo del emblema georgino), es un elemento de carga simbólica particularmente densa. De ahí que las Cortes de Aragón estimasen conveniente señalar («Preámbulo») que «son elementos comunes de la Bandera y el Escudo los ‘palos de gules’ o ‘barras de Aragón’ elemento histórico común de los actuales cuatro entes autonómicos Aragón, Cataluña, Comunidad Balear y Comunidad Valenciana que en su día estuvieron integrados en la Corona de Aragón, en cuya emblemática se encuentran todavía, y que en su representación se incorporaron al Escudo de España». Podía añadirse a todo ello que tales símbolos figuran, igualmente, en distintivos de territorios históricos extranjeros con personalidad administrativa propia y destacada.
Finalmente, el escudo, en su totalidad, va «timbrado con corona real abierta de ocho florones cuatro de ellos visibles, con perlas, ocho flores de lis, cinco visibles, con rubíes y esmeraldas en el aro, en proporción con el escudo de dos y medio a seis». Lo que significa que el legislador, atinadamente, optó por el modelo de corona real de tipo gótico, que es el más característico para personalizar al antiguo Reino, cuya demarcación, desde el siglo xiii, coincide exactamente con la de la Comunidad Autónoma.
El escudo oficial aragonés (se reitera) se centrará en la bandera y figurará en los edificios de la Comunidad, en los títulos oficiales que ésta expida, en sus publicaciones oficiales y en los documentos, impresos, sellos y membretes de uso oficial por la misma. Igualmente se establece que será el distintivo de las autoridades comunitarias que tuvieren derecho a usarlo (art. 5).
El último artículo (6) prohíbe el empleo de bandera y escudo aragoneses como símbolos o siglas principales de partidos políticos, sindicatos, asociaciones empresariales o cualesquiera entidades privadas, ordenando que se obtenga la previa autorización del Gobierno aragonés para utilizarlo como «distintivo de productos o mercancías» (orden que se desarrolla en el Decreto 57/1984, de 30 de julio, Boletín Oficial de Aragón núm. 28, de 9 de agosto, dedicado a este particular).
Por último, la disposición transitoria con que concluye esta norma legal previene, discreta y prudentemente, que «se mantendrán, no obstante, los escudos de Aragón existentes en lugares de interés histórico-artístico y en aquellos de cuya ornamentación o estructura formen parte señalada».
• Bibliog.: La principal son los textos legales a que se ha hecho alusión. Además de la que se indica en la voz Palos, puede consultarse, el libro Comentarios al Estatuto de Autonomía de la Comunidad Autónoma de Aragón (J. Bermejo, dir.), Ministerio de Administración Territorial, Madrid, 1985, pp. 28-35 (G. Fatás y J. Bermejo) y 759-760 (G. Redondo), sobre algunos aspectos particulares de la soberanía de los reyes de Aragón.
• Historia Medieval: Debe tenerse muy presente que las banderas como símbolo y testimonio de una «nación» son muy tardías (posiblemente del siglo xviii). Durante la Edad Media las banderas sólo representaban al «rey de Aragón», ya que las «naciones» se consideran entonces como el conjunto de hombres que dependen de un rey. Las banderas—como las demás enseñas—sirvieron para que los combatientes pudieran saber dónde se encontraban sus partidarios, ya que los uniformes militares tampoco son medievales.
La primera noticia que se conoce sobre el uso de banderas entre los cristianos españoles corresponde al reinado del aragonés Alfonso I el Batallador, quien según las fuentes árabes dio cuatro banderas a sus soldados en la campaña de Andalucía, aunque no indican cómo eran. De momento, la más antigua representación gráfica de la bandera del rey de Aragón se encuentra en las pinturas góticas del castillo de Alcañiz, que representan la conquista de Valencia por el rey Jaime I. Allí se encuentran las «barras» rojas sobre fondo amarillo. Una leyenda inventada en el siglo xvi pretende relacionar tales «barras» con el conde Vifredo el Velloso, pero no pasa de ser una falsa tradición, rechazada íntegramente por todos los historiadores catalanes.
Naturalmente que siempre ha interesado el problema de los orígenes de tal enseña. Quizá el primero que se los plantease fuese el rey Pedro IV de Aragón, quien llegó a considerar que los primitivos reyes aragoneses tuvieron como enseña una cruz, con cuatro cabezas de reyes moros, mientras que creía que las «barras» eran propias de Cataluña. Sin embargo, esta creencia durante la Edad Media no la compartió la Generalidad de Cataluña, que en 1462 ordenó que se quitase la bandera cuatribarrada sobre fondo amarillo, ya «que era representación del rey de Aragón», enarbolando primero la enseña con la cruz de San Jorge y después la del rey de Castilla Enrique IV. Cuando el rey Juan II de Aragón entró en Barcelona, nuevamente la «cuatribarrada» ondeó en su condado de Barcelona, como lo hacía en el reino de Aragón.
Las discusiones entre los eruditos sobre el origen provoca enconadas posturas. Incluso es posible que se hayan producido alteraciones en los testimonios conservados. De momento, no se puede alegar más que representaciones en los sellos pendientes de los documentos. Pero ninguno llega a la primera mitad del siglo xii, cuando el reino de Aragón y los condados barceloneses no se habían unido. Por eso los aragonesistas consideran que las «barras» son de origen aragonés, apoyados en la creencia de que responden a una enseña real y no condal, ya que quien puede presumir de rey de Aragón no lo hace con las enseñas de los condes de Barcelona.
Los catalanistas opinan que las «barras» ya las utilizaban los condes de Barcelona, aunque lamentan que la mayoría de los sellos conservados del conde barcelonés Ramón Berenguer IV no las presenten. Por fortuna se ha catalogado recientemente uno de esos sellos, conservado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, y allí se observa que la enseña de Ramón Berenguer IV tiene en su escudo una especie de escamas triangulares. Si eso fuese así, habría que estudiar los restantes sellos de Ramón Berenguer IV conservados, con objeto de ver si han sido manipulados para borrar un testimonio epigráfico de primera importancia. Al resurgir los nacionalismos y regionalismos del siglo xix, se tomó como símbolo de las viejas regiones que integraron la Corona de Aragón lo que en realidad sólo fue la «enseña del rey de Aragón».
Palos de Aragón
(Emblem.). Los palos del escudo de los reyes de Aragón, que usualmente se llamaron y llaman «barras», son cuatro listones verticales de gules (rojo) sobre fondo de oro (amarillo), que queda dividido en cinco zonas, tres de ellas interiores a los palos.
Sobre los mismos se han originado multitud de leyendas y explicaciones pintorescas, casi todas muy modernas (desde el siglo XVI para acá y, frecuentemente, posteriores al siglo XIX), a menudo al calor de la «renaixença» catalana y el «noucentisme», que contempla el último resurgir de la catalanidad contemporánea. Casi todas esas elaboraciones ideológicas han tenido, como finalidad principal (frecuentemente, confesa) la de establecer más o menos irrefutablemente el origen catalán del emblema.
Deben, para empezar, descartarse sistemáticamente todas las lucubraciones que insistan específicamente en el dicho carácter «catalán» pues, en términos de corrección científica e historiográfica, no puede aceptarse otra cosa que el concepto de lo «barcelonés», y entendido éste como alusivo a la Casa Condal de Barcelona, pues el término y la noción misma de Cataluña son muy posteriores al origen de los problemas que concierne a este símbolo.
De entre esas fabricaciones legendarias destaca, principalmente, la muy extendida y famosa de que las «barras» son cuatro trazos de los dedos, tintos en sangre, de un monarca carolingio (Carlos el Calvo) que, sobre el escudo de guerra del conde dependiente Wifredo «el Velloso», premió con la concesión de ese distintivo el valor del noble barcelonés (que era, también, titular de otros condados, luego catalanes), valor que le había llevado a ser herido en combate en favor de la monarquía franca. Ya hace mucho tiempo que el investigador catalán Udina, sobre trabajos precedentes, deshizo, sin lugar a discusiones, la historicidad de la fábula, que en absoluto debe preocupar a ningún espíritu riguroso y que es de tardía creación.
También se han utilizado argumentos a favor del barcelonismo de la enseña basados en razones sigilográficas y numismáticas todas ellas, sin excepción alguna, inconsistentes. Pieza fundamental en esas argumentaciones es un cierto sello oficial de Ramón Berenguer IV. De los varios de este conde soberano, que se conservan (muy bien publicados por Sagarra), en todos aparece, como era costumbre, un jinete noble y guerrero, con escudo y sobre caballo con ropones. El escudo, en los ejemplares conocidos, es liso. Los ejemplares que se guardan en Marsella, bastante deteriorados, presentan en el escudo ojival del jinete determinadas rayaduras que han sido interpretadas por algunos como atisbos o restos de las «barras». El examen directo de las piezas, el estudio de sus reproducciones —especialmente la correspondiente al sello de 1150, muy imaginativamente dibujada— y el buen sentido de numerosos investigadores permiten un notable grado de duda, hasta el punto de que no se admite, universalmente, tal argumento como probatorio de nada. En efecto, hay distintas razones (y no sólo por la escasa visibilidad de la impronta del sello) para tal cosa. En primer lugar, el hecho irrefutable de que tal escudo lleva un umbo, un resalte esférico saliente, en su mismo centro, lo cual ya dificulta extraordinariamente el imaginar, quebradas por él, las «barras». En segundo, que es cosa frecuente el que, en algunos de estos escudos medievales, se representen palos, pero no con significado heráldico, sino en retrato fiel de los que eran los refuerzos exteriores para dar al escudo de guerra mayor resistencia a los golpes, según puede apreciarse en un capitel del palacio de los duques de Granada en Estella (Navarra) y en otros muchos monumentos. En tercero, que cuando en el escudo de guerra se exhiben emblemas heráldicos, y más en el caso de un dinasta soberano, tales emblemas aparecen reproducidos en las gualdrapas de la montura, lo que aquí, obviamente, no sucede. Y, en cuarto, que el aspecto que ofrecen los trazos verticales en el repetido escudo es, con bastante claridad para quien no lo contemple prejuiciadamente, el de simples rayados por deterioro y no trazos grabados en el sello mismo.
Dos argumentos, de fuerte peso, cabe añadir. Conocemos bien la heráldica utilizada por Ramón Berenguer iv en piezas tan oficiales y necesitadas de regulación reglamentaria como sus monedas de conde soberano de Barcelona; esas piezas de plata, al igual que las de sus predecesores, no mostraban otra insignia (además de un cetro o lis) que la de la cruz, característica de Barcelona y de su Casa Condal, que la tuvo siempre por emblema propio; el sello más antiguo conocido de la ciudad de Barcelona que muestra «barras», además de la tradicional cruz, es de 1289. De tal uso de la cruz se derivó luego el nombre especial de la moneda condal de Barcelona: el «croat» o «cruzado».
Una segunda teoría «barcelonista» nace de la afirmación pintoresca de que, en ciertas monedas de Berenguer III, aparece el escudo barrado o palado. Esta aseveración (Aragón, escudo de ) desconoce un hecho fundamental, y es el de que las monedas atribuidas a Ramón Berenguer III por la Numismática actual llevan una cruz y un lis o cetro, símbolos que, lógicamente, heredó de su sucesor, según se ha indicado. Y sin contar con que son monedas «atribuidas» a Ramón Berenguer III pues no existe completa constancia de que le pertenecieran. Por otro lado, difícilmente pudo este mismo conde trazar tres bastones rojos alusivos a sus estados, ya que llegaría a ser conde de Barcelona (pleno, desde 1096), conde de Besalú (1111), Provenza (1112) y Cerdaña (1117), además de tener varios vasallos, entre ellos al vizconde Ato de Beziers, quien le prestó vasallaje por el condado de Carcasona. Hubiera, pues, necesitado de dos, tres y cuatro o más palos, sucesivamente.
Dicho cuanto antecede, conviene señalar que las únicas piezas en donde, indiscutiblemente hacen acto de presencia las «barras», sin que quepa la menor posibilidad de discusión, es en los sellos de la cancillería de Alfonso II rey de Aragón e hijo de Ramón Berenguer iv (y de doña Petronila). Este uso, sobre ser cierto y documentable, es regular. De manera que puede tenerse por demostrable que el primer uso conocido y oficial de las «barras» se verifica en un rey de Aragón, que lo indica en su escudo y en las ropas de su montura.
A partir de ese momento, la tradición universal llama a tales palos «barras de Aragón» y, en el momento (tardío) en que se empiezan a canonizar las reglas del arte del blasón, la palabra «Aragón» sirve, específicamente, para designar los palos de gules sobre campo de oro.
Toda la tradición, persistente, de la cancillería real aragonesa designa, siempre, al emblema palado, con denominaciones como «nostre senyal reial», «signum regni nostri», etc., aludiendo pertinazmente y de modo expreso a la condición regia de ese escudo de armas, que tenían los soberanos de Aragón precisamente por ser reyes aragoneses, y no por ninguna otra razón. Cuando los reyes de Aragón —con anterioridad a la conquista de Valencia por Jaime I— aluden a los palos, lo hacen en esos términos; y es, ésa, época en que no poseen ningún otro título real, pues los de los condados de la futura Cataluña no lo son ni se ha conquistado, todavia, Valencia.
Cuando, en tiempos de Pedro IV, ya en el siglo XIV, la tradición heráldica y los mitos se hayan consolidado y la monarquía aragonesa sea una entidad compleja y de estructura variada, los soberanos introducirán algunas matizaciones (pero sin abandonar nunca la terminología que se ha descrito), como emplear el símbolo de la cruz de Íñigo Arista sobre fondo cárdeno para representar el «Aragón antiguo»; y la cruz de San Jorge con las cuatro cabezas de moros para el Aragón coetáneo, porque la tradición hecha ciencia así lo consideraba; pero ha sido sobradamente probado que el primer signo procede de las suscripciones de documentos reales y, el segundo, de la sublimación del resultado favorable de una batalla contra el oponente musulmán. Pero en ningun caso fueron armas heráldicas, aunque así lo creyeran a partir, probablemente, del siglo XI y desde luego en el XIV, algunos contemporáneos.
El rey de Aragón será único propietario de ese emblema. Por ello es el rey quien, en uso de estas atribuciones específicas, concede a algunas ciudades importantes y a personas el honor de poder aparecer, jurídica y oficialmente, como especialmente vinculadas a él. Así, por ejemplo, ocurre con las capitales de sus diversos estados hispánicos, con la excepción de Zaragoza, por razones de régimen especial: a Mallorca y a Valencia, que no poseían armas propias por haber estado bajo dominio musulmán, se les concede el uso de las armas regias, con un aditamento o brisura (franja de color) que sirvan para verificar la distinción entre el emblema del soberano y el de las ciudades respectivas. A Barcelona, cuyo escudo es la cruz, más tarde evolucionada a su forma georgina (cruz de gules sobre plata), el soberano aragonés (a la vez, conde de la ciudad y de su territorio propio) concede, también, el uso de los palos, que se combinan en la heráldica barcelonesa con la cruz secularmente distintiva de la ciudad.
Dos cuestiones han cobrado, en diversos momentos, estado de actualidad en relación con las «barras» aragonesas. La primera, la del origen que se les pueda atribuir; la segunda, la de su correcta posición en enseñas que no sean escudos de armas.
El origen, de acuerdo con la documentación existente, no es averiguable. Descártanse las dos tradiciones recientes más divulgadas: la del episodio de Wifredo «el Velloso», desmontada por la investigación, como se dijo, y la de que los palos significarían, cada uno, un cetro o signo de gobierno sobre un territorio con soberanía propia (y, en particular, haciendo alusión a los diversos condados cuya hegemonía se concentró en la Casa de Barcelona). Este último aserto, en cuanto a que los palos sean cetros o símbolos de soberanía sobre otro tanto número de estados, no es, sencillamente, comprobable; se trata, nada más, de una hipótesis que puede aceptarse o no. Las razones para rechazarla se derivan de que, si bien la premisa (que los palos sean cetros) podría tenerse por lógica, el corolario es demostrablemente incorrecto y, en numerosas ocasiones (que se fundamentan en documentos de todo género y, muy especialmente, en la moneda aragonesa) el mismo soberano utilizó, de modo simultáneo, diverso número de «barras» como «señal real», porque las reglas del blasón no se habían establecido. Y, tanto en acuñaciones como en otras representaciones (mapas, portulanos, etc.), el número de «barras» llega a depender, únicamente, del espacio disponible para representarlas. Sobre el particular, los datos son expresivos y abundantes.
En la misma dirección puede recordarse cómo, mientras que un rey de Aragón utiliza en sus armas un número determinado de palos de gules, otros miembros de su familia, de modo coetáneo, emplean un número menor: esta disminución en la heráldica sirve, a un tiempo, para mostrar cómo el usuario (esposa, hermano o hijo del soberano, por lo regular) pertenece a la Casa de Aragón, pero no es el monarca mismo, resolviéndose, con este sencillo y luego muy común expediente, a una vez el problema de la identificación del linaje, y el de la salvaguardia de la exclusiva de uso sobre el emblema completo, que corresponde al rey únicamente.
Con más ínfulas se ha presentado últimamente una tesis (Pastoureau) que podemos denominar «provenzal» con la que, además del intento —vano por lo expuesto antes— de reforzar la interpretación de la presencia de los palos heráldicos en el sello de 1150 de Ramón Berenguer iv, se pretende demostrar que el conde barcelonés los introdujo en la Península tras haberlos tomado del antiguo reino de Borgoña-Provenza. Según esta tesis, cuyo principal fundamento es la utilización inadecuada y en exclusiva de un método estadístico (examen de 125.000 escudos de armas y su distribución), el mayor número de armas con palos se encontraba en Borgoña-Provenza y por ello sería el centro difusor; en cuanto a los colores (el esmalte gules y el metal oro) se trataría de algo sujeto al gusto y a la moda. Tal tesis, en los términos desarrollados actualmente es sencillamente insostenible, sobre todo porque no parece que el método estadístico sea concluyente en este caso: 1.°) No tiene en cuenta que puede haber un fenómeno de convergencia, lo cual es perfectamente posible en un elemento cultural tan simple como es el palo. 2.°) Aceptando un difusionismo, es muy discutible que el centro de origen del elemento de cultura posea un número mayor de ellos —sobre todo llegados a nuestros tiempos—, ya que en los centros receptores pueden tener los elementos recibidos mayor aceptación y, por ello, intensificarse su producción. De cualquier modo, no parece que se hayan reunido todos los emblemas palados, con lo cual el método falla por su base. 3.°) Todo ello sin contar con que algunos de esos emblemas palados o con palos sean refuerzos o junturas del escudo; o, en caso de enseñas, simples rayas convencionales, como sucede en multitud de dibujos que no suelen ser coetáneos. 4.°) No se distingue entre esmaltes y metales. Es obvio que la estadística debería hacerse entre escudos que tuvieran palos de gules en campo de oro (o viceversa) pero no de forma indiscriminada.
Desde fecha tempranísima, Aragón utilizó, en sus monedas, signos de identificación. Al comienzo, por la dependencia política, económica y jurídica del Estado recién nacido a la soberanía (con Ramiro I, «quasi pro rege») el signo de la moneda jaquesa de plata era el que los reyes de Pamplona, a cuya Casa pertenecía Ramiro, empleaban en sus acuñaciones de la ceca de Nájera: la cruz, más o menos floreada o rameada, de donde con el tiempo se derivarían, por un lado, el llamado «árbol de Sobrarbe» (una cruz rematando vegetaciones cada vez más tupidas) y la cruz «de Íñigo Arista» o «de Sobrarbe», de igual procedencia. Para establecer la diferencia con las monedas pamplonesas, los soberanos aragoneses de comienzos del siglo xi inscribieron en sus piezas las menciones Iaca o Aragón. Cuando Sancho Ramírez se relacionó con la Santa Sede, en busca de protección política frente a sus poderosos vecinos, es probable que la cruz najerense, adoptada por Jaca tendiera a convertirse en cruz pontificia o patriarcal (la misma que ha perdurado en el escudo de la primera capital aragonesa). La relación muy estrecha y secular del rey de Aragón con la Silla de Pedro estuvo, seguramente, en la raíz del patrocinio que el Apóstol se vio atribuir sobre los aragoneses (de modo que no es asombroso que el nombre de Pedro sea característico en la dinastía privativa, mientras que no aparece en la Casa Condal barcelonesa; o que a Pedro se consagraran templos y monasterios tan importantes como los oscenses). Los colores empleados por los pontífices puede que fueran desde muy temprano, el rojo y el gualda (o gules y oro) —hay muestras gráficas en el siglo xvi de «vexilla rubra pontificia»— probablemente retomando la tradición romana clásica, la enseña legionaria roja (así era la bandera oficial que ondeaba en la Roma imperial, presidiendo desde el Capitolio la reunión de los comicios por centurias en el Campo de Marte) y las letras doradas (de oro o de bronce) con que se señalaba la majestad del Senado y el Pueblo de Roma. La bandera pasaría a la Edad Media como distintivo de la ciudad de Roma, llegando hasta los tiempos modernos y nuestros días, en que se sigue utilizando.
Todo ello sin descartar que el rojo no fuera (como en otros lugares de Occidente) una degeneración del púrpura primitivo, cuyo tinte fue, en la Edad Media, extraordinariamente caro y difícil de obtener, existiendo casos conocidos de cómo, por razones de imposibilidad técnica o económica, el color púrpura viró, en algunos emblemas, bien al azul oscuro, bien al rojo o carmesí.
Esta temprana e intensa relación entre Aragón y el solio papal, fue muy duradera. Económicamente, reportó beneficios sin cuento a la sede romana y protección política a los, en un comienzo, pequeños reyes aragoneses, que, en época posterior y de más brillo, fueron designados por Roma «gonfalonieros» o portaestandartes del Sumo Pontífice, por lo que la enseña regia de Aragón ondeó, en más de un caso, en las solemnidades papales.
De tal vinculación procederían según hipótesis de distintos autores, las «barras» aragonesas, que serían derivadas de la forma de los lemniscos o cintas con que los Papas autentificaban, al sujetarlas con su sello, sus documentos oficiales.
Parece cierto que tales lemniscos eran rojos con hilos amarillos (y sí lo es que los colores romanos eran ésos, al menos desde el siglo XII, según testimonios pictóricos conservados). Una norma de Pedro III estatuía que la cinta tuviera veinte hilos: diez rojos y diez amarillos; y otra, ya del siglo XIV, en las ordenaciones góticas de la cancillería aragonesa, estipula que las anchuras de esas cintas, que los soberanos de Aragón acabaron empleando como propias, fueran de siete hilos continuos para el amarillo externo y cinco para cada bastón o franja roja y el amarillo central.
En todo caso, nada hay que repugne al origen pontificio del emblema, si bien es falso que fuese usado por nadie, que se sepa con certeza, antes que por el rey Alfonso II, al menos como escudo de armas. (En Provenza, la primera moneda conocida —con cronología dudosa— que muestra «barras», es de Ramón Berenguer v (1209-1245), en la época de Jaime I, a cuyo reinado pertenecía otra pieza con las mismas características acuñada en Barcelona; en ambos casos, las «barras» ocupan el lugar de la cabeza del soberano ya que en el reverso continúa la cruz y la dignidad que expresa el monarca, explícitamente, es la de rex.)
En cuanto a la disposición que deben adoptar, está claro que, en escudos, es la suya natural, esto es, la vertical. Pero cuando se trata de banderas, los reyes de Aragón los situaron, según numerosos testimonios gráficos medievales, de modo horizontal. De ahí que aun no siendo muy heráldica la denominación de «barras» para los «palos», no sea incorrecto el uso de esta voz si con ella se alude a su representación en cualquier posición. Cuando la enseña se portaba a modo de guión, esto es, como transposición del escudo, el tejido solía ser cuadrado y sostenido por el astil y un travesaño superior, sujeto a aquél en el ángulo recto. Pero si las armas regias se disponían en bandera, las pinturas medievales las representaban abundantemente en sentido horizontal, tanto en Alcañiz cuanto en Teruel, Daroca, Barcelona, etc. Y sin excepción ninguna, en documentos oficiales y crónicas medievales o renacentistas se alude sempiternamente a este signo como «de Aragón», a cuyo grito combaten o aclaman las tropas, de cualquier procedencia (incluida la propiamente catalana) de los reyes de Aragón.
Por último, es conveniente distinguir dos problemas: el de la hegemonía del reino de Aragón, del de Valencia o del condado barcelonés sobre el resto de los dominios de la Corona. (Cada uno de estos estados tuvo su fase respectiva de hegemonía real, política y económica.) Y, por otro lado, el de la primacía jurídica. Sobre este último, no cabe duda ninguna de ninguna clase. Los soberanos de la Corona fueron, un tiempo, reyes, sólo por serlo de Aragón. Eran, además, condes y marqueses; pero tenían derecho a los privilegios y fueros de la corona real únicamente por su señorío sobre «los Aragones», que les daban el título de reyes. La Casa barcelonesa, bien poderosa, no pudo nunca acceder a la titularidad regia en sus dominios originarios, para no violentar a la monarquía francesa y sus derechos de tutela sobre los condados hispanos desde tiempos carolingios; así, la titulación regia de los soberanos aragoneses, condes, además, de los territorios asumidos por Barcelona, fue una eficaz protección para el pujante conjunto del noreste, que por eso incorporó las armas regias a su heráldica, aunque sin privar nunca a las «barras» de su apellido aragonés, indiscutible en la Edad Media, tanto en la Península cuanto fuera de ella. De ahí que resulte inadmisible y con netas intenciones de manipulación un aserto como el a menudo escrito por algunos investigadores catalanes modernos, que se permiten hablar, a propósito de los esponsales de Petronila y Ramón Berenguer, de «unión de los dos reinos», inventando uno donde no lo hay. En fecha tan trascendental y tardía como la del Compromiso de Caspe, los aragoneses, a través de su representación, advierten a valencianos y catalanes de que, en caso de no llegarse a acuerdo pronto y satisfactorio sobre la provisión del trono vacante, elegirán por sí mismos un soberano para Aragón, lo que obligará al conjunto de los territorios, por ser Aragón cabeza hegemónica, según Derecho, de la Corona toda, sin que nadie se atreva a discutir tal evidencia.
También resulta significativo que, tras el matrimonio de Ramón Berenguer iv con la reina (pues él ni es rey ni lo será), ninguno de los descendientes del matrimonio lleve, nunca, ninguno de los nombres característicos de los condes de Barcelona, sino los tradicionales en la Casa de Aragón, sobresalientemente Pedro y Alfonso (incluso con cambios hechos ex profeso con vistas a la coronación). Esa preeminencia honorífica y jurídica estuvo siempre muy clara para los contemporáneos.
Que los palos de gules fueron emblema estrictamente privativo del rey de Aragón (y ni siquiera de la familia de cada soberano individual) y que se hallaban indisolublemente vinculados a quien ciñese la Corona aragonesa en su sentido restricto (la del reino particular) lo prueban, por un lado, los cambios de dinastía, como cuando Fernando I asume, sin haberlos usado antes, los palos, al haber sido elegido rey de Aragón por los compromisarios de Caspe. Y, aunque sus intentos fueron fallidos, tanto el condestable Pedro de Portugal cuanto Renato de Anjou, usurpadores de efímero poder (pero que llegan a actuar como reyes de Aragón), emplean en sus monedas y se comprometen documentalmente a no usar, como tales reyes aragoneses, otro signo y emblema que el de los palos de gules sobre oro. Las monedas de Juan II no expresan, junto a los palos, la condición de conde de Barcelona que tenía el soberano, sino sólo los títulos regios de Aragón, Navarra, Sicilia y Valencia; y la segunda vez que las barras disminuidas por falta de espacio, aparecen en una moneda aragonesa, lo hacen en un florín de oro de Martín I y no en ninguna pieza privativa de Barcelona. La primera vez que los palos aparecen en la numismática es en una moneda de Jaime I, que se titula, únicamente, rex. En el anverso figura la cruz tradicional de la moneda barcelonesa, pues en esa ciudad se acuñó la moneda; y en el reverso las armas del rey, los palos aragoneses.
Son, en resumen, correctas las actuaciones recientes que han oficializado una bandera de Aragón con las «barras» horizontales, negándose a introducir modificación o disminución ninguna, brisuras ni otros aditamentos, en el símbolo actual del antiguo reino, que hereda de modo directo y con el mayor derecho, el signo regio que fue privativo de sus antiguos soberanos y sancionado para Aragón por Felipe I (II de Castilla) en las exequias de su padre, celebradas en Bruselas (1558), donde se muestra un «estandarte» con los palos gules en campo de oro bajo el epígrafe «Arragon». Será bueno, además, señalar que el emblema característico y único de la «Diputación del General de Catalunya» (la «Generalitat») fue siempre el de la cruz, según se desprende de datos sobre el siglo xv aportados por Zurita y se pone oficialmente de manifiesto en fecha tan sonada y moderna como la del alzamiento catalán contra Felipe III (IV de Castilla), justificado por los diputados en un escrito famoso y editado entonces, en cuyo frontis campea, precisamente, la cruz; emblema que también aparece en los sellos de la misma institución —con representación de San Jorge en ocasiones— y no las «barras» (las ostenta el sello de la Real Audiencia en Cataluña, lo cual es significativo de su vinculación al rey), que donde sí se muestran es en los pertenecientes a la Diputación del Reino de Aragón.
En tiempos modernos (y sin contar con que el Boletín Oficial de Aragón, en el siglo xix, mostraba únicamente el escudo con «barras») merece la pena destacar la descripción de parte de un arco en las fiestas que Zaragoza preparó con motivo de la proclamación de Fernando III (IV de Castilla) en 1746: «Ocupaba toda su frente un ayroso pavellón azul, que servía de Dosel a una Estatua que representaba la Justicia, y la coronaban las armas de aragón, expresadas en sus barras».
Por lo demás, ya en los años treinta del siglo xx, el erudito archivero Abizanda y Broto consiguió se aceptase como bandera de Aragón la misma que hoy ha hecho suya la Diputación General de Aragón.
• Bibliog.: Canellas, A.: «Heráldica de la Diputación de Zaragoza»; rev. Zaragoza, iii, 1956. Fatás, G. y Redondo, G.: La Bandera de Aragón, Zaragoza, 1978. Heiss, A.: Descripción general de las monedas hispano cristianas...; ii, reimpreso (edición facsimilar), Zaragoza, 1962. Ibarra, E.: Informe acerca de cuál de los tres escudos sea el que más exactamente corresponde a Aragón; Madrid, 1921. Pastoureau, M.: «L’origine des armoiries de la Catalogne»; II Sinposi Numismatic de Barcelona, Barcelona, 1980. Udina, F.: Las armas de la ciudad de Barcelona; Barcelona, 1969.
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