Autor: José Mª Bello Diéguez
miércoles, 14 de mayo de 2008
Sección: Artículos generales
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Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (y 6)

Continuación de Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (5)

Arqueología Patológica - 2


La utilización de la arqueología, y sobre todo
de la arqueología prehistórica, para la legitimación
de ideologías nacionalistas, sean éstas segregacionistas
o expansionistas, no es un fenómeno nuevo. El somos
(y ponga aquí cada uno lo que mejor guste: arios, celtas,
iberos, romanos, almogávares, árabes, guanches,
bereberes...), en presente, pero refiriéndose ese presente
a sociedades de hace cientos o miles de años, a ser
posible mal delimitadas y peor conocidas, anulando todas las
transformaciones y mestizajes habidos en el curso de una historia
que se borra de un plumazo, forma parte de las irracionalidades
que produjeron graves daños en el siglo que acabamos
de dejar. Las posibles razones de hoy dejan paso a un pasado
tergiversado, casi mítico, que justifica odios cuando
no los provoca: ¡muere, tú que me has invadido
hace equiscientos años! El resultado de esta mística
asunción de la pseudohistoria lo conocemos, tanto por
la historia nada lejana como por el más rabioso presente.


Un ejemplo reciente que roza lo patético de estos comportamientos
de ciencia patológica con motivaciones políticas
nos remite, inevitablemente, al País Vasco. Los protagonistas
son ahora el filósofo Fernando Savater por la parte
racional, y Alfonso Martínez Lizarduikoa, profesor
de Filosofía de la Ciencia en la Universidad del País
Vasco, por la otra. No conocemos el texto original, el libro
de Alfonso Martínez que da lugar a la polémica;
un libro en euskera titulado Euskal Zibilizazioa al
cual intelectuales vascos como Fernando Savater, Mikel Azurmendi
o Jon Juaristi han dedicado duras críticas. De todas
formas, algunos otros escritos del autor nos permiten entrever
por dónde van sus teorías arqueológicas.
Basándose, según propias palabras, en "las
investigaciones, internacionalmente reconocidas, de eminentes
intelectuales como Renfrew y Gimbutas (en arqueología),
Cavalli-Sforza y Bertrand Petit (en genética), o Ruhlen
y Greenberg (en paleolingüística)", se concluye,
en palabras de Mikel Azurmendi que el autor da por buenas,
que "somos una comunidad que resiste aquí desde
hace 30.000 años", que "somos el único
pueblo indígena de Europa", que "somos los
únicos descendientes directos del cromagnon" y
que "los valores que nos han hecho durar sin plegarnos
a los de fuera, son el territorio, la lengua, el panteísmo,
el feminismo matriarcal y el trabajo en común"
(Martínez, A. 1998).


De
forma que está científicamente probado que el
pueblo vasco lleva, por lo menos, 18.000 años (dieciocho
mil años) viviendo ininterrumpidamente en el territorio
de Euskal Herria. Y ese pueblo vasco ha protagonizado muchas
veces la resistencia colectiva a la dominación extranjera
que es el caldo de cultivo para el fenómeno nacionalista,
para la manifestación de la voluntad de construirse
como nación (Martínez, s.f.b).


El
pueblo vasco es el único que, en toda Europa, resistió
a la indoeuropeización alientante, permaneciendo intacto
como indígena. Y "los pueblos indígenas
como el vasco poseen una sabiduría milenaria relacionada
con el medio natural, su aprovechamiento y gestión
equilibrada, poseen además una historia (prehistoria)
de la que proceden sus artes para la vida y el trabajo, así
como su personalidad colectiva. Tienen muchos de ellos una
fuerte conciencia matriarcal, colectivista e igualitaria que
les convierten en la avanzadilla del socialismo real".
El resto de Europa bien puede estar representada por "esa
masa civil española y francesa, alienada por una indoeuropeización
de milenios, a la que queremos hacer partícipe de la
sabiduría de un pueblo al que tienen el privilegio
de observar muy de cerca: Euskal Herria, el último
pueblo indígena de la Europa Antigua" (Martínez,
A. 1999). Y no es para menos: del cromagnon al socialismo
real en un plumazo, y todo por haber sabido rechazar el imperialismo
indoeuropeo y mantenerse como pastores de mandacarállidos,
vulgo ovicápridos. Pues manda carallo.


Al libro de Martínez Lizarduikoa dedicó uno
de sus artículos el filósofo Fernando Savater,
quien, entre otras cosas, decía:

  • "Supongo
    que es inevitable que sandeces como las del libro de marras
    se publiquen y difundan. Lo único deseable sería
    que no estuvieran refrendadas por autoridades educativas ni
    se incluyeran en los planes de estudio del bachillerato, como
    parece que ha sido el caso de La civilización vasca.
    Pero el único remedio eficaz contra las fabulaciones
    de la ignorancia atrevida estimulada por el fanatismo es desarrollar
    la capacidad de dudar, de comprobar, de contrastar noticias
    y de fomentar un pensamiento mínimamente objetivo de
    la realidad. La educación de nuevo, ya ven." (Savater,
    F., 1998)


La respuesta virulenta de Martínez no se hizo
esperar. Al contraataque, respondía que "el antivasquismo
de estos chicos del Foro de Ermua está alcanzando ya
la categoría de patología", y encontraba
finalmente que el motivo de los ataques de Savater "no
es más que el que se reivindique a Euskal Herria, con
un montón de datos científicos incluídos,
como el último territorio indígena de la Europa
Antigua que aún sobrevive, a pesar del tremendo proceso
de minorización y genocidio que ha sufrido (y sigue
sufriendo) desde hace más de dos milenios". ¿Cuál
es el trasfondo de la discusión arqueológica?
El autor lo tiene claro:

  • "Si
    Galicia reinvindica su pasado celta, Cataluña su cultura
    romance, Andalucía su más que visible sustrato
    musulmán, las Islas Canarias su identidad guanche,
    Castilla su tradición libertaria comunera y, al fin,
    los vasco irredentos sus señas de identidad preindoeuropeas,
    ¿qué queda de España? Queda sólo
    Madrid." (Martínez, A. s.f.)


Y el cromagnon, sin enterarse.


Me parece que es más que suficiente para mostrar la
utilización patológica de la arqueología
y la prehistoria en el debate (y ojalá fuese sólo
debate) político del presente. Y aquí lo dejaríamos
si no fuese porque cita el autor la reivindicación
del pasado celta por parte de los gallegos, algo que me toca
de cerca por lo que no puedo resistir la tentación
de comentarlo, al no parecerme bien que ese señor pretenda
agudizar las contradicciones de la tierra en la que
vivo proponiéndonos una guerra basada en razones de
la Edad del Hierro, por más que él quiera remontarse
al Paleolítico Superior. Al menos, en el reciente conflicto
de Croacia se amparaban en acontecimientos medievales, lo
cual, siendo igualmente demencial, resulta más próximo.


Pero es que además, hoy por hoy, el asunto del celtismo
en Galicia, un tema que se estaba llevando con racionalidad
hasta hace una década, está teñido también
con matices políticos (politiqueros, habría
que decir mejor), y su reivindicación corre, al menos
en los casos más conspicuos y virulentos, a cargo de
investigadores asiduos practicantes de la ciencia patológica
(cuando no de la pseudociencia), sin que estén tampoco
ausentes, en otros, peculiares vinculaciones con el poder.
No tenemos ya tiempo para entretenernos en un asunto que sería
largo y complejo de exponer y de explicar, pero tenemos un
buen resumen en la crítica que realizó Antonio
de la Peña, arqueólogo del Museo de Pontevedra,
otro de los malditos por el aparato burocrático
que gobierna y define la arqueología del país:

  • "Tal
    vez tenga algo que ver con este estado de cosas la proliferación
    galopante de literatura arqueológica pseudocientífica,
    generalmente esotérica, que viene a llenar el profundo
    hueco creado por la demanda social de información ante
    el descenso de la producción "oficial“ y
    el rechazo, por ininteligible y aburrido, del discurso de
    demasiados arqueólogos. Y así tampoco es de
    extrañar el fortísimo resurgir de un fenómeno
    que muchos incautos creíamos relegado al más
    oscuro pasado: el celtismo como seña de identidad de
    lo gallego. Permítasenos entrar, siquiera someramente,
    en este conflictivo tema:
  • Dejando entrever posicionamientos ideológicos formalmente
    diferentes aunque bastante afines en el fondo, asistimos a
    la proliferación de varias corrientes historiográficas
    que consideran el celtismo como base más o menos fundamental
    de la etnogénesis galaica. Un celtismo de remozada
    fachada, formalmente actualizado, unificador frente al disgregador
    tradicional, pero tras el que algunos creen ver el mismo viejo
    sustrato ideológico de confrontación entre lo
    ario y lo semita.
  • Y es que el desarrollo del discurso celtista no puede desligarse
    de una fuerte carga ideológica -y no precisamente progresista-.
    La propia indefinición del término y las reiteradas
    contradicciones con los datos que se desprenden del registro
    arqueológico, están forzando a los defensores
    del celtismo a verdaderos ejercicios malabares y a bordear,
    o saltarse literalmente a la torera, conceptos tan básicos
    para el historiador como son tiempo, espacio y contexto. En
    su afán por hacer una unidad de la diversidad, se escogen
    discriminadamente y se exprimen hasta la saciedad datos -no
    siempre contrastados- de épocas y lugares muy diferentes,
    levantando un edificio de cimientos tan poco estables -la
    sociedad céltica- que, a decir de no pocos investigadores,
    en realidad nunca existió como tal." (Peña 1996)


Pues eso.


Además de esta manipulación política
de la arqueología, existe otra de intenciones y contenidos
religiosos. El caso más sangrante, aunque de momento
nuestro país no haya sido afectado en exceso, es el
del autoproclamado creacionismo científico,
particularmente virulento en Estados Unidos, fundamentalmente
en el mundo protestante, aunque el mundo católico no
esté por completo ajeno al fenómeno. Los textos
publicados por el Dr. Eustoquio Molina (1992, 1996, 1999),
algunos de ellos en esta misma serie editorial, me eximen
de intentar adentrarme en este asunto. Simplemente citaré
la derivación más cañí
de esta arqueología pía, no sólo
por ser más popular en nuestro país debido a
sus recientes exhibiciones en la catedral de Turín,
con visita del papa Juan Pablo II incluída, sino sobre
todo por haber conseguido abrir una fisura, siquiera leve,
en el mundo más próximo a lo académico.
Me refiero, claro está, al fragmento de lienzo que
recibe el nombre de Sábana Santa o Sindone,
tan cara a integristas religiosos como a cultivadores de lo
esotérico.


En 1988, la presión ejercida por un grupo de científicos
y técnicos confesionalmente católicos agrupados
en el STURP (Shroud of Turin Research Project), consiguió
que la Iglesia otorgase autorización para la realización
de pruebas de Carbono 14 sobre muestras de la sábana,
a fin de dictaminar su autenticidad. Las mediciones, realizadas
por tres laboratorios independientes (Tucson, Oxford y Zurich),
dieron el resultado de que la sábana había sido
fabricada con fibras de plantas fallecidas en el siglo XIV
(Damon et al., 1989), con lo cual la reliquia se demostraba
falsa.


La decepción que este resultado produjo en los medios
más fanáticos hizo que de inmediato se buscasen
todos los argumentos posibles, e incluso imposibles, que pudiesen
poner en solfa la incómoda datación. Pronto
aparecieron científicos que decían que la muestra
estaba contaminada por elementos bioplásticos
que rejuvenecían la edad señalada en los análisis,
junto con otros más delirantes que hablaban de un bombardeo
protónico, desarrollado en el momento de la resurrección
de Cristo, que falseaba la fecha obtenida por los laboratorios.
Pero va a ser un presunto experimento llevado a cabo por un
científico ruso (un dudoso personaje al que sus antaño
colegas creacionistas condenaron al ostracismo tras haber
sido denunciado por utilizar citas falsas en sus obras) el
que alcanzó mayor difusión y popularidad. No
existe revista, libro o página web de creyentes en
la Sindone en la que no se cite el experimento de Dmitri
Kouznetsov.


Según éste (Kouznetsov et al. 1996), la causa
de que el análisis de carbono 14 diese una fecha más
reciente que la esperada por los creyentes en que la sábana
había envuelto el cuerpo de Jesucristo, estaba en las
repercusiones de un incendio que había afectado al
paño en 1532; el calor, junto con el efecto catalizador
de la plata de la caja en que estaba guardado, habría
producido un incremento de C14 en las fibras del tejido, lo
que se traduciría, lógicamente, en el mencionado
error de datación. Así pues, Kouznetsov reprodujo
en un experimento las condiciones del incendio sobre un fragmento
de tela, datada previamente en el siglo I por el laboratorio
de Tucson -uno de los que intervinieron en los análisis
de la sábana-, introducido en una urna de plata. Los
nuevos análisis realizados sobre la tela tras el experimento
daban una datación del siglo XIV. Quedaba así
demostrado no sólo la falibilidad del método
del C14, sino también que la sábana era del
siglo I, o al menos que no era medieval.


Todo habría estado muy bien, si no fuese porque el
experimento de Kouznetsov resultó ser un fraude. Un
fraude que, convenientemente publicitado y repetido mil veces,
se transformó en una verdad. De nada vale que el laboratorio
de Tucson niegue haber realizado las pruebas que pregonan
los sindonólogos, ni que los científicos de
dicha institución hayan publicado, en el mismo número
de Journal of Archaeological Science en el que el científico
ruso presentó su informe, un artículo de réplica
en el que, además de rebatir sus explicaciones, señalaban
que habían reproducido el experimento sin que se diesen
los resultados postulados, todo lo cual indicaba un evidente
fraude (Jull et al. 1996). De nada parecen haber servido tampoco
los fracasados intentos de reproducción del experimento
llevados a cabo tanto por instituciones científicas
-como el laboratorio de C14 de la Universidad de Oxford (Hedges
1998)- como por algunos sindonólogos científicamente
honrados. La falsa historia del experimento de Kouznetsov
sigue germinando y expandiéndose en el favorable medio
de la credulidad, sin que la evidencia sea capaz de imponerse
a la mentira.


Hasta aquí, el fraude científico. Pero hay también
comportamiento científico patológico en los
medios arqueológicos que han tragado con la historia
sin someterla a revisión y crítica; un hecho
tanto más denunciable cuanto que, como hemos dicho,
en la propia revista en la que se publica el falso experimento
aparece también la respuesta crítica de los
científicos de Tucson. No se comprende que, si no hay
patológica credulidad, la publicación francesa
Dossiers de l‘Archéologie, cuyo redactor
jefe parece haber sido seducido por el creacionismo científico,
o los responsables de la Editorial Martínez Roca, que
introdujeron en un libro coordinado en 1998 por Josep Mª
Fullola y Maria Àngels Petit, de la Universidad de
Barcelona, y sin conocimiento de los autores, un texto sin
firma en el que se critica el método del C14 a partir
del falso experimento del que hablamos, puedan haber aceptado
tan alegramente el fraude, tomando como únicas referencias
las publicaciones integristas, e ignorando la literatura científica
elaborada al respecto. Resulta preocupante ver cómo
medios que eran referencia de seriedad están abriendo
sus puertas a la ciencia patológica, cuando no a la
pura pseudociencia.


Y no abuso más. Los ejemplos propuestos pueden ser
indicativos de que hay riesgo, un riesgo que me parece evidente
y nada despreciable. Los intentos de contaminar la arqueología
provienen de muchas fuentes, unas aparentemente más
inocentes, otras más graves, otras indudablemente peligrosas,
pero ninguna inocua. Creo que sólo la atención
perenne, desde un escepticismo crítico, puede evitar
casos como los que hemos comentado. La pseudociencia y la
ciencia patológica hacen siempre daño, y son
comunes, mucho más comunes de lo que podemos pensar
desde nuestros despachos. Basta abrir las ventanas y mirar
a la calle para verlo. Mi propuesta es que las abramos y miremos:
creo que hay mucha gente que está esperando que lo
hagamos.

Continúa y termina en Arqueología, pseudociencia y ciencia patológica (Referencias)


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