Autor: JUAN ANTONIO CEBRIÁN
sábado, 29 de abril de 2006
Sección: Artículos generales
Información publicada por: Cossus
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Tiberio, el emperador que se enamoró de Capri
Una breve semblanza del diario El Mundo sobre este controvertido príncipe.
Hombre contradictorio e intrigante, luchó contra la ostentación y el parasitismo de la aristocracia hasta que, en 26 d.C., renunció a vivir en Roma y se exilió a la isla de Capri, lugar en el que permaneció los 10 años finales de su vida entregado a excesos y placeres.
Nacido en Roma el 16 de noviembre de 42 a.C., era el primogénito del pontífice Tiberio Claudio Nerón y de la patricia Livia Drusila. Cuatro años después de su llegada al mundo, su madre se divorció para seguidamente contraer nupcias con el tribuno Octavio, futuro primer César del Imperio Romano. El pequeño Tiberio se aplicó con intensidad desde muy joven en las disciplinas académicas y castrenses, recibiendo con prontitud diferentes encargos de la mortecina república.
En 20 a.C. dirigió las legiones romanas contra rebeldes armenios, y más tarde haría lo propio con retios y panonios. No obstante, su creciente carisma público no le privó de profundos complejos personales como el sufrimiento que le provocaba la constante mofa de sus enemigos por culpa de su evidente fealdad y de un físico poco agraciado. En 11 a.C. su padrastro le obligó a separarse de su primera esposa, Vipsania AgRIPina, para contraer matrimonio con Julia, hija favorita de Octavio. Esta unión no fue feliz, y en 6 a.C., asqueado por la sociedad romana y por las supuestas infidelidades de su nueva esposa, inició un exilio voluntario en la isla de Rodas donde siguió incrementando su ya notable bagaje cultural.
Ocho años más tarde regresó a la ciudad eterna tras recibir la noticia del destierro de su mujer por adúltera, y se benefició inesperadamente de las muertes casi consecutivas de Lucio y Cayo, nietos de Octavio Augusto y herederos directos al trono. Esta desgracia posibilitó que, en 4 d.C., el César nombrara a su hijastro Tiberio, hijo adoptivo y legítimo pretendiente, al título imperial. Desde entonces, la oscilante carrera pública de Tiberio pasó a primer plano de la política romana. Retomó las armas para luchar victoriosamente contra germanos, marcomanos y dálmatas, y en 9 d.C. fue el vengador de las legiones masacradas en Teoteburgo. Estas resonantes hazañas le hicieron merecedor del triunfo ante sus conciudadanos, lo que le allanó el camino hacia los laureles cesarianos, hecho acontecido en 14 d.C., tras el fallecimiento de Octavio Augusto.
Una vez situado en la cúspide del poder de la potencia más influyente del mundo antiguo, se dedicó a nutrir las depauperadas arcas del Estado: mejoró el gobierno de las instituciones civiles, creó infraestructuras, persiguió la corrupción de los pretores provinciales, luchó contra la ostentación y el parasitismo de las elites aristocráticas y promulgó directrices para que el ejército romano se engrasase disciplinariamente. Estas medidas le granjearon abundantes adversarios, los cuales conspiraban abiertamente contra su estricta manera de entender la buena dirección del imperio.
En 26 d.C., hastiado de aquella sociedad abandonada a la molicie y el estéril consumismo, se marchó de Roma para no volver jamás. Primero con una breve estancia en la tranquila región de la Campania y, un año más tarde, con su establecimiento definitivo en Caprese (actual isla de Capri).
Desde aquel reducto de apenas 10 kilómetros cuadrados se empeñó en la tarea de dirigir el vasto imperio mientras dedicaba buena parte del día y de la noche a bacanales sin medida ni pudor. En sus años finales fundó 12 villas en la isla, creando en torno a sí una leyenda negra en la que se daban cita abusos a niños y lanzamientos de condenados y esclavas desde un abrupto acantilado. Tampoco le tembló la mano a la hora de ordenar ejecuciones sumarias como la de su hombre de confianza en Roma, Lucio Elio Sejano, quien intentó conspirar para hacerse con el poder a costa de múltiples asesinatos e incontables intrigas. El César, una vez advertido de estas actuaciones gracias a una carta enviada por Antonia, madre del fallecido Germánico (hijo adoptivo de Tiberio), mandó ejecutar al pretoriano sin mayor miramiento.
También en este periodo de Capri aconteció la crucifixión de Jesucristo, si bien entonces el suceso no registró la importancia que posteriormente alcanzaría. El 16 de marzo de 37 d.C. Tiberio sufrió un repentino desvanecimiento motivado por una probable insuficiencia cardiaca, asunto que hizo pensar que al fin se había producido el tan ansiado óbito. Su sucesor, Calígula, no tardó un segundo en arrebatarle del dedo el sello imperial, pero, para pasmo de los allí asistentes, el viejo dignatario recuperó la consciencia, aunque le sirvió de poco, pues ya se había decidido que estaba muerto y Macrón, jefe de la guardia pretoriana, acabó con su vida asfixiándole definitivamente con un almohadón. Tras conocer su fallecimiento, muchos ciudadanos romanos desafectos exigieron que el cadáver fuera arrojado al río Tíber, petición que fue denegada.
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