Autor: A.M.Canto
lunes, 22 de enero de 2007
Sección: Artículos generales
Información publicada por: A.M.Canto
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«LATINOAMÉRICA»: Forma y fondo de un craso error
Artículo en el que se reflexiona sobre la injusticia histórica del término "Latinoamérica”, cómo y para qué fue inventado y utilizado en el siglo XIX, hasta ser hoy el mayoritario y una especie de cuño de “progresía”. Los hispanoparlantes deberían de hacer un esfuerzo para recuperar, sin complejos, los vocablos históricamente más justos: Iberoamérica e Hispanoamérica.
En el otoño de 2001, a raíz de una extraña serie de envíos postales en Estados Unidos, la aceptación automática y generalizada entre nosotros de la palabra inglesa anthrax, para referirse a una enfermedad que está en nuestro poderoso vocabulario desde tiempo inmemorial como carbunco, demostró bien a las claras la indefensión actual de nuestros media, y de nosotros mismos, ante las importaciones del léxico inglés. Pero ésta del anthrax no pasa de ser una anécdota temporal y sin mayor trascendencia: A lo largo del tiempo hemos sido víctimas de adquisiciones terminológicas mucho más graves, por cuanto contenían cargas de profundidad ideológica o histórica contra las que en su momento no se luchó lo suficiente, acabando por prohijarlas en nuestra panoplia lingüística, incluso cuando ello suponía tirar PIEDRAs contra nuestro propio tejado.
Tal es el caso evidente del término «Latinoamérica», con su construcción equivalente de «América Latina». Algunos no podemos evitar cierta perplejidad cuando vemos u oímos llamar «intérprete latina» a una robusta negra, vestida de ropa multicolor y con un pañolón bien enrollado a la cabeza, cantando salsa y meneándose a lo afro... Puede suponerse lo que opinarían de semejante parentesco, envueltos en sus blancas togas, Catón, César, o Vespasiano, el gran latinizador de Hispania.
Visto desde la Historia, incluso sería inexacto describir a la propia España, madre carnal de aquel enorme continente, como un país «latino», y más chocante y obvio aún resultaría con las definiciones análogas, que serían «Latinoespaña» o «la España Latina». Aunque nuestra lengua, como romance que es, procede en lo esencial del latín, otros muchos elementos fundamentales de la cultura romana no se mantuvieron en nuestro país. En efecto, en la dominación y aculturación de esta habitualmente invadida península los romanos fueron relevados durante tres siglos por varios pueblos centroeuropeos, que no eran ya propiamente pueblos latinos, sobre todo los visigodos (los más flojos, al decir de Ortega y Gasset) y, durante otros ochocientos años más –casi los mismos que Roma la dominó– por diversos pueblos musulmanes: árabes de Siria, mauretanos, bereberes... A lo largo de estas sucesivas ocupaciones, exceptuado el idioma (que no obstante sufrió fuertes aportaciones), una buena parte de las señas identificadoras de la vieja latinidad de España fueron olvidadas. Para empezar, los propios conquistadores de América no tenían ni siquiera aquella religión politeísta que fuera un rasgo tan característico de latinos y de romanos.
Así que, si improcedente sería extrapolar al mundo contemporáneo la realidad de una «España latina» que empezó a dejar de existir en el año 409 d.C., no digamos nada de ese engendro conceptual que es «Latinoamérica». Los chichimecas, los toltecas o los incas nunca llegaron a hablar latín, ni a regirse por el Derecho Romano, a administrarse como una colonia latina o a sacrificar vacas blancas a Diana la Cazadora. Al igual que los negros, criminalmente trasladados desde África al otro lado del Océano, nuestros «indios» (otro vocablo insuperablemente erróneo) no llegaron a saber nada de esos romanos, de los que –de dar crédito a la definición en cuestión– son ellos descendientes y herederos. Por tanto, si ni «Latinoamérica» ni «América Latina» se corresponden con alguna verdad histórica, ¿a qué se deben esos vocablos y su enorme popularidad en el uso hablado de la propia España?
Parece claro que ambos conceptos se acuñaron en la segunda mitad del siglo XIX con el propósito deliberado de difuminar el incuestionable protagonismo de España y Portugal en la conquista y colonización de aquellos nuevos y vastos territorios, incluída una buena parte meridional de los propios Estados Unidos. Cuando se dice «Latinoamérica» se falsean las dos definiciones que la Historia Moderna acredita como las más exactas, que son «Iberoamérica» e «Hispanoamérica», basadas respectivamente en la definición griega y romana para la totalidad de la Península Ibérica y comprendiendo, por tanto, a Portugal y su gran Brasil. Hablando en términos políticos, el vocablo «Latinoamérica» menoscaba claramente el protagonismo ibérico, y lo transfiere y reparte entre otras naciones, singularmente Francia e Italia, también «latinas», pero que nada o muy poco tuvieron que ver en el descubrimiento, la conquista, el repoblamiento y la aculturación del nuevo continente.
España, fiel al bautismo del propio Colón, siempre llamó a todo aquel territorio «las Indias», y así aparecen en los títulos y orlas de los monarcas austrias y borbones, que son Hispaniarum atque Indiarum rex (reyes de las Españas y las Indias). Miguel Rojas Mix escribió un interesante ensayo (Los cien nombres de América, Barcelona, 1991) en el que se detuvo en el origen del problema: Los conceptos «raza latinoamericana» y «América Latina» se documentan por primera vez en una conferencia del interesante pero olvidado pensador chileno Francisco Bilbao, pronunciada en París en junio de 1856. En septiembre de aquel mismo año, y abandonando su habitual de «América española», se los arrogó el colombiano José Mª Torres Caicedo, quien, como miembro del Instituto de Francia y de la Legión de Honor, gozaba de una inmejorable posición para difundirlos en el vecino país. Ambas definiciones venían como anillo al dedo a la ideología del «Panlatinismo», emergente desde algunos años antes entre la intelectualidad francesa (sobre todo Chevallier, Lamennais, Quinet o Tisserand), en cuanto que «en aquel continente se debía oponer al peso de la raza anglosajona el de la raza latina». La Revue des Races Latines fue así, desde 1857, el órgano ideal para desarrollar y expandir los nuevos términos.
Su propio creador, Francisco Bilbao, abandonó desilusionado ambos vocablos cuando comprobó que, al contrario de lo que él pretendía expresar, eran usados políticamente para dar coartada ideológica a otro imperialismo y a otro colonialismo, ahora franceses. Pues a su amparo se justificó mejor la invasión de México por Napoleón III, y la instauración allí, en 1864, de un trono y un emperador, basados en que había con nuestra América «une affinité de civilisations, de moeurs, de race, d’éducation...». Se afirmaba, en resumen, que España era débil y que no estaba en condiciones de enfrentarse a los Estados Unidos de América, pero que Francia sí era capaz de crear una barrera en el Río Grande, y de ser, como dice Rojas, «la campeona del panlatinismo».
Hacia 1875 ambos conceptos estaban ya sólidamente implantados en favor de Francia y en contra de España, que de manera tan torpe había ido perdiendo todas sus antiguas colonias. Los «indoamericanos», decepcionados, acogieron rápidamente como suyo aquello de «América Latina» y «latinoamericanos», en cuanto que era otro gráfico medio de romper definitivamente las amarras con la metrópolis, una «Madre Patria» que más bien había acabado siendo una madrastra dura, poco inteligente y muy imprevisora. Más tarde aquellas definiciones fueron útiles también, tanto a Estados Unidos como a las ideologías de izquierdas, enterrando cada vez más la realidad histórica.
Hoy son multitud los españoles que, al decir «Latinoamérica», «América Latina» y «los pueblos latinos», siguen sirviendo sin saberlo a aquel panlatinismo francés del XIX y a los intereses de quienes acuñaron unos conceptos destinados a atacar y deslucir una parte tan sensible de nuestra propia Historia. Y algunos además lo hacen convencidos de que eso es más progresista; quizá esto se deba sólo a la insistencia que, con otras miras, puso el Franquismo en los usos correctos, y no a un conocimiento real de los antecedentes, sin meditar bien si en este aspecto concreto los franquistas estaban o no acertados. En este sentido, los sucesivos gobiernos democráticos y la Casa Real siempre han tenido las cosas claras; no así los medios de comunicación y la población en general.
Si somos aún tan débiles como incapaces de recuperar «Iberoamérica» e «Hispanoamérica» para nuestro léxico cotidiano, sin complejos y arropando el renovado y fraterno sentimiento de igualdad y colaboración con los países hispanos de América, que cada año se refleja en las Cumbres, si no podemos, insisto, esto significará que, con respecto a España, la Francia de Napoleón III sigue vigente y cargada de razón.
Alicia Mª Canto
Universidad Autónoma de Madrid
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Eternauta2: Creo que confunde Ud. la “gloria” con la Historia. Iberoamérica o Hispanoamérica son simplemente definiciones históricas y, como tales, mejores que "Latinoamérica", que es la más extendida desde el siglo XIX.
El idioma en el que Ud. escribe es de tipo "romance", o sea, "romanicus", ¿es ésta una palabra acuñada "para la gloria de Roma", o la simple definición de una realidad de origen? También se la llama "español", ¿es ésta una falta de respeto para los "aborígenes" que hablan otras lenguas, o simple adecuación a la realidad?
Porque, si somos estrictos, ¿por qué aceptar para el continente la definición de "América"? Unos dicen que procede de Amérigo Vespucci, ¿por qué aceptar el nombre de un extranjero? Máxime cuando, según afirman por allá, éste no era el nombre real de Vespucci, sino “Alberigo”, que se apropiaría del nombre real, “Amerrikua” o “País de los Vientos” que los aborígenes daban a una parte de Centroamérica, en Nicaragua. Esto último no parece cierto pero, en todo caso, en el famoso mapa de Waldseemüller de 1507 aparece aplicada sólo a Brasil. En un caso u otro, ¿por qué extender la definición “América” a todo el resto del continente?
¿Y por qué pensar que al “indio” americano le gustará más que le llamen, o llamarse él mismo, “Indio”, como si fuera de un remoto país asiático al que en realidad nada le une? He aquí un manifiesto anticolonialista: “The struggles undertaken by Indigenous peoples to retain or regain traditional territories and objects sacred to our respective communities have tended to define the approaches of Indian resistance to foreign imposed appropriation”. Pero, ¿resulta correcto tampoco eso de “Indian resistance? (http://intelligentaboriginal.atspace.org/american.html).
O sea que, como ve, las cuestiones de definición son complejas. Pero, en cualquier caso, se debe atender a lo que sea más general y refleje una base histórica, y éste es el caso. Porque no se refiere sólo a las lenguas ibéricas que hablan por allá. Creo que, por otro lado, puede admitirse que representa “un cierto avance” el pasar de forma tan rápida desde las fases culturales más arcaicas, en las que se hallaban la mayor parte de los aborígenes americanos, a todos los conocimientos y avances europeos disponibles en el siglo XVI. Fueron varios miles de años de evolución humana que el nuevo continente pudo ahorrarse y recorrer de golpe. Así que creo que España y Portugal, junto a muchos errores, hicieron algo más (e incluso aceptando que fuera de forma no deliberada) por aquellos aborígenes, que estaban casi todos, como se dice, en la “Edad de la PIEDRA”, que "arrancarles la cultura y el idioma", como Ud. dice. No creo que ninguno de esos aborígenes que cita quisiera ahora recuperar sus orígenes, y volver a la fase en la que estaban en 1492.
Sucaro06 de abr. 2005Hannón, contraataco por la banda, :-)
Antes de nada, gracias por pensar que se puede dialogar conmigo; me consta que para algunas otras personas son un intolerante con ideas conservadoras (me gustaría saber qué es eso) que se cree dueño de la verdad absoluta (pero es porque en algunos temas no soy "políticamente correcto", claro, y molesta lo que digo, porque la verdad ofende...), pero mira, parece que hay alguien que no opina lo mismo. Igual el intolerante no soy yo...
Según el DRAE:
evolucionar.
1. intr. Dicho de un organismo o de otra cosa: Desenvolverse, desarrollarse, pasando de un estado a otro.
2. intr. Mudar de conducta, de propósito o de actitud.
3. intr. Dicho de una persona, de un animal o de una cosa: Desplazarse describiendo líneas curvas.
4. intr. Dicho de la tropa o de un buque: Hacer evoluciones.
O sea, que en sí misma, la evolución no tiene por que ser mala ni buena; implica movimiento, y el ser humano se mueve...
Prefieres la "democracia" espartana, en la que los ciudadanos espartanos eran iguales pero sólo los espartanos. Y es que la democracia no implica que no haya clases sociales (como las había en Atenas, esparta, Roma y en cualquier país democrático de nuestros días) y que todo el mundo tenga los mismos derechos, sino, como transcribí anteriormente, el pueblo participa en el gobierno.
Hablas de las sociedades cazadoras-recolectoras... Bueno, en ese momento ya había estamentos: los cazadores (los fuertes y ágiles) y los recolectores (los más débiles). Los cazadores trabajaban para los recolectores y viceversa. Y en ese entonces, ya existía un líder del clan, precísamente el más fuerte, el que se imponía al resto de machos de la tribu y el que decidía qué había que hacer y cuándo, quien era apto para la caza y quien no servía más que para la recolección.
Lo mismo que ahora, sólo que más primitivo. Ahora, como dices, son otros los que, sin necesidad de ser más fuertes (ni más inteligentes) que nosotros, deciden si podemos trabajar en A, en B o en C.
Toda evolución tiene su parte buena y sus aspectos negativos.
Personalmente, prefiero poder acostarme en una cama calentita sobre un colchón mullido que apiñarme en el fondo de la cueva junto al resto de miembros de la tribu sobre el suelo de PIEDRA.
Ya sé que no todo el mundo duerme en una cama mullida, pero ya digo, nada es perfecto...
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