Autor: exegesisdelclavo
viernes, 21 de julio de 2006
Sección: Artículos generales
Información publicada por: exegesisdelclavo
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Waterloo, Napoleón y el destino.
La batalla que cambió el curso de la política europea.
Waterloo, 18 Junio 1815
A las once y media de la mañana del 18 de Junio de 1815, Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, envuelto en su uniforme verde y montado en su caballo blanco, observaba desde Rosomme la batalla recién comenzada, tarde para él y sus planes, de Waterloo.
Wellington, desdichado afortunado, tuvo el clima de su parte y observaba la misma batalla desde Mont Saint Jean, la altura que el ejército francés debía conquistar para tomar después Bruselas, mandar a los ingleses a su tierra y a los alemanes a sus escondrijos del Rin.
LA estrategia napoleónica, de nuevo, se basaba en una perfecta composición de artillería, centrada en un punto, en este caso el centro del ejército inglés, desmantelar, arrasar y diezmar, además de asustar a las tropas enemigas y dividirlas, sin piedad. Tras ello, y con los soldados y jinetes cumpliendo sus misiones de escolta, de ataque o de resistencia, tomando los pequeños puntos del mapa que describiré a continuación, se centra el fuego artillero de nuevo en otro punto. Doscientos cuarenta cañones tronando y devastando, ahora hacia un flanco, o en ese punto débil que han dejado los ingleses en su fiera lucha que no hay que menospreciar... o a los que huyen, es igual. Ya se apuntará donde haga falta. El primer golpe es sencillo y claro. La batalla debe ser coser y cantar.
Pero llovió como sólo llueve en Bélgica, de repente y porque sí, y a chorro limpio, durante toda la noche anterior.
A las seis de la mañana se debía empezar para que todo saliera bien, para resultar rápidos y tomar posiciones. Pero no se pudo. El barro y las lagunas cubrían todo el campo de batalla, los caminos de la artillería. Los cañones debían esperar para avanzar y esperaron hasta las once y poco.
Napoleón apretó los dientes, pero sonreía. Primera mala señal.
El campo de batalla lo pongo a continuación, y servidor, al igual que Víctor Hugo, y de hecho, guiándome con él y con ningún otro panfleto, hombre, mujer o guía recorrí el campo de batalla y dormí en él a la intemperie. Pasé por todos los sitios que aún tienen señales de aquella batalla y subí al montículo hecho por los holandeses en honor a su príncipe de Orange que cayó allí, donde la zanja cavada y no advertida que devoró a los coraceros franceses, subí, como decía, tan sólo para ver el campo desde arriba y para darme cuenta de que eso no estaba allí el día de la batalla y de que era lo peor que pudieran hacer unos hombres... Wellington se resintió cuando lo vió a los años, alegando que se le había cambiado el campo de batalla "éste no es mi Waterloo".
Oí por la noche los disparos ya sea por imaginación forzada o porque es un caldero de la violencia que allí estalló.
El caso es que todo fue parecido. Casi en el mismo mes, es decir, en la misma estación del año, llovió esa noche de igual manera y dejó al día siguiente el campo lleno de agua y barro.
El campo de batalla es el siguiente:
Como se puede ver, desde el lado francés, a la izquierda queda Hougoumont, la granja ocupada por los ingleses con anterioridad y el punto elegido por Napoleón para atraer la atención de Wellington, si hubiese caído, cosa en principio fácil; fueron unos hombres con mucho miedo y coraje los que lo hicieron difícil. A la derecha queda Papelotte, posición rural también tomada por los ingleses de antemano. En el centro y tras la posición francesa en la Belle Alliance, queda La Haie Sainte, granja tomada por los ingleses y que correspondía su punto de división. Ahí hubiese bombardeado Napoleón con sus baterías a las seis de la mañana si no hubiese llovido tanto. Detrás, en el vértice de la gran A que conforma este campo de batalla, está la altura de Mont Saint Jean, donde el ejército inglés tiene el mando y la vida y donde el francés tiene el objetivo. Tras ello, Bruselas.
A los lados vemos las aldeas de Ohain y Braine L'Alleud. De una a otra corre un camino inferior apenas visible en este campo de hierba y ondulaciones, matorrales y huertos, embarrado y lleno de humo.
Comienzan los asaltos de infantería con Jerome Bonaparte por el flanco derecho inglés, el cual, poseía en la granja de Hougoumont (antiguo castillo convertido en granja con patio, huerto y capilla) cuatro compañías de guardia inglesas y otra belga al mando de Perponcher, que habían hecho troneras en el muro sur por donde venían los franceses en ataque tremendo, más tremendo de lo que se esperaba era todo, por ambas partes. Ese muro y esas troneras las ocultaban un seto de la misma altura que el muro, el cual los franceses veían sin miedo y sin dificultad para poder atarvesarlo y tomar la granja. También se hallaban dentro de la capilla (en el patio interior de la granja) los soldados ingleses y belgas y por todas las partes de Hougoumont, a puertas cerradas, en escaleras, en huecos etc.
Los franceses intentaron escalar el muro, ya econtrado repentinamente, a base de esfuerzo y de muerte, los disparos y la sangre corrían y sonaban por todas partes en esa granja maldita. Los franceses dispararon hasta balas de cañón, destrozaban puertas, pero los ingleses y los belgas, reforzados con otras cuatro compañías de guardias y un batallón de Brunswick resistían casi lo imposible.
Mientras esto ocurría con gran pérdida de soldados franceses en Hougoumont, en el flanco izquierdo inglés (el derecho francés) los de la Grande Armee corren directos a presionar Papelotte para cortar el paso a los prusianos que por allí habían de acceder y cerrar las ganas de Wellington de alejarse de Hougoumont, cebo francés que les estaba costando tomar.
El centro fue un blitzkrieg galo que, corriendo a matar ingleses en Haie Sainte (otra granja) , tomáronla sin demora tras una batalla tremenda en la que los ingleses lucharon bien pero no lo suficiente, y con gran pérdida de vidas la toma de Haie Sainte fue relativamente larga pero a la vez, muy corta.
Al final, cayeron realmente Haie Sainte y Papelotte a manos francesas y Wellington meó sus pantalones, pero sin perder compostura. Miró lo que iba a ser su trampa, Hougoumont, y la vió ardiendo, tragó saliva, todo se desmoronaba, y eso que había empezado bien... pero, un momento, ardía sí, con numerosos cadáveres franceses alrededor y aún suficientes fuerzas inglesas dentro, matando y aguantando.
Momento de reflexión tras estas horas de la mañana y del mediodía, de luchas y de primeros movimientos y contiendas.
Por la tarde no quedó más que esperar qué pasaba en Hougoumont y por parte de los ingleses, reforzar el centro, único punto que les quedó en pie. Picton, el inglés que mandaba el flanco izquierdo murió entre Papelotte y Haie Sainte, Wellington puso pues a Hill, desde la derecha junto al príncipe de Orange en el mismo centro, y desde encima de la llanura de Mont Saint Jean se reforzaban los ingleses con sus trincheras y sus baterías, todo bien escondido y dispuesto. Somerset esperaba con lo que quedaba de los dragones ingleses de caballería. Ese repliegue fue un movimiento prudente que a Napoleón le hizo engrandecerse, pero también escupir.
Por la noche, Napoleón creyó ver que los ingleses se retiraban tanto de Hougoumont como de otras posiciones, pero al final supo que esto no era así, los ingleses tenían órdenes y ganas de resistir hasta el útlimo hombre. Napoleón entrecerró los ojos "sea, locos" se diría.
Erlon, Reille y Lobau fueron llamados por la mañana a comenzar su marcha hacia Mont Saint Jean, la altura, y tomarla, ya no había tiempo para bromas.
Napoleón se acercó a la batalla. Entre la Belle Alliance y Haie Sainte y antes en otro montículo, se dispuso a ganar la guerra que no la batalla, de una vez por todas.
En el camino de Nivelles, debajo de Mont Saint Jean hay un foso, un cerro escarpado por la parte de Jenappe. Pero también hay un foso que no es más que un camino desde la aldea de Braine l'Alleud a la aldea de Ohain. Este camino y más aún con lluvia y barro (pues la noche del 18 al 19 también llovió) se hunde en numerosos sitios, y la altura de Mont Saint Jean unida a las lomas y ondulaciones de todo el campo de batalla hacen imposible de ver este hueco desde relativamente lejos.
Napoleón repasaba... 1.500 hombres en Hougoumont (ahora ya colmado de muerte), muertos. 1.800 hombres caídos fugazmente aunque con gloria y misión cumplida en Haie Sainte. Sus válidos refuerzos al mando de Grouchy no llegan, los de los ingleses están cerca. Los mandos y compañías, en posición, luchando o aguardando a lo largo del campo de batalla. Aguardando, gruñendo.
Wellington desaloja Mont Saint Jean, y Napoleón, tras consultar y pensar, envía los coraceros con Milhaud al mando para tomar la altura tan deseada. Quiere aplastarlos a todos, tanto es así, y está tan seguro de sus informaciones, consejeros y guías, así como del curso de las cosas que dice que ya ha ganado. Craso error. Sorpresivamente cosas para nada esperadas cambian el rumbo de la batalla.
Veintiséis escuadrones de coraceros, jinetes formidables y caballos perfectos, una fuerza demoledora y el resto del ejército francés detrás, lanzas, cazadores de la guardia, 106 gendarmes escogidos y el mismo Napoleón con su guardia imperial, aunque lejos, fomentaban la voluntad de estos tres mil quinientos jinetes que emprendían la marcha hacia la altura.
Comenzó así la carga de los coraceros en masa, Ney corría tras ellos. Sable en mano y gritos de guerra, el ejército inglés escondido en la altura, entre maleza, trincheras y árboles, con lo que le quedaba de baterías y otros 26 escuadrones esperaban inquietos y escuchaban el galope, los gritos, el horror.
Cuando llegaban como algo imparable y tremendo a la meseta de Mont Saint Jean, desde el lado derecho francés comenzaron a caer caballos y jinetes en masa, empujándose unos a otros en la zanja inesperada y negada por el guía de Napoleón, Lacoste, causante de la derrota en buena parte.
Cayeron y cayeron 1.500, 2.000, no se sabe. Cayeron unos encima de otros, y sólo unos cuantos se salvaron por causa del terreno y de la cabalgata y fue a éstos a los que la batería escondida inglesa desmoronó en su fugaz ataque.
Pero ¡ojo! Los coraceros que quedaban ya cabalgaban contra el infierno, contra las líneas de infantería inglesas que cargaban y fusilaban, primera fila, segunda , tercera, escoceses, los de hannover que se repliegan aunque el ejército inglés fuera más numeroso de repente. La tragedia del barranco aún gritando y los coraceros devastando en su carga imposible.
Pero la caballería inglesa llega por la espalda, nadie ha reparado en ella porque ¿cómo puedes reparar entre el humo y las llamas del infierno, en unos cientos de demonios teniendo miles delante? En medio de esta cruel contienda, nada era claro.
Los coraceros seguían penetrando, detrás de ellos iban los dragones ingleses y estaban también los cañones y los hombres supervivientes de la infantería, la cual estaban destrozando.
Los dragones en cuestión de minutos fueron diezmados y su teniente coronel fue muerto.
Ney llegó con los cazadores y los lanceros, gastó cuatro corceles. La meseta pasaba de manos de unos a manos de otros, todo era confusión y se mataban bien infantes bien jinetes, como te viniera mejor.
De los 13 cuadros (de dos batallones cada uno) ingleses 7 cayeron a manos de los coraceros, muchos cañones y la meseta no era de nadie y era de todos.
Ambos ejércitos luchaban sin parar encarnizadamente. Cuando la peor parte la llevaban los ingleses se pedían refuerzos en uno y otro bando. Pero no había refuerzos y seguían matándose.
Sobre las cinco de la tarde apareció por fin Blucher, al que guiaba el pastor que guiaba a su teniente Bulow, refuerzos de los ingleses.
Bayonetas frescas y bien guiadas en el último momento. Wellington desapretó el culo, y dejó de llorar y de mearse encima.
Napoleón gruñía y blasfemaba. Odiaba a Grouchy, que no venía.
Si no hubiese venido nadie, hubiese vencido Napoleón con grandes pérdidas, en una batalla tremenda. Si hubiesen aparecido ambos refuerzos, ídem. Pero apareció Blucher y no Grouchy.
Y Grouchy no apareció porque fue guiado por un guía traidor que le llevó por el camino largo. Y es que lo mismo le pasó pasó a Craso contra los Partos, aunque no fuera por un mal camino sí fue por un traidor que le llevó a la trampa. Aquí la trampa fue no llegar.
Cuando llegó, no le quedó más que ni acercarse.
Y aún aparecieron más, que se concentraron para poder caminar juntos en socorro de Wellington.
El ejército francés comenzó a vacilar. Fue una matanza de frescos contra locos moribundos.
Terrible lucha, y aún así seguía.
Pero más tarde comenzaron a huir los soldados franceses, y Ney los alentaba a resistir aún, igualmente Napoleón.
Y muchos resitían, Ney puso el pecho, pero no le acertaron.
Cambronne al oír "Rendíos franceses" exclamó "mierda" y se quedo tan ancho disparando su cañón.
Al oírle los ingleses abrieron fuego y todo fue arrasado.
Con dignidad pero con mala suerte escaparon de allí los franceses que pudieron, la gran mayoría murió y otros fueron apresados.
Los ingleses no podían decir mucho más, pero habían ganado de repente, cuando les entró en la cabeza, después del miedo sufrido, respiraron profundamente. Habían vencido.
Waterloo había terminado.
Conclusiones
Me gustaría que se sacaran a lo largo del foro, conclusiones sobre el impacto que tuvo en Europa las consecuencias de esta batalla. Además de vuestras impresiones, datos y argumentos sobre la misma.
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Yo no sé si estas dos cosas que pongo merecen la pena. Si alguien quiere cortar y pegar y ponerlas como artículo, por mi adelante, peros e salen un pcoo del tema de Celtiberia.
Este fue publicado por mi en la Aventura de la Historia, 5, marzo de 1999.
El fusil en el periodo napoleónico.
La instrucción militar en >orden cerrado= está hoy en día obsoleta desde el punto de vista táctico, aunque conserva su utilidad en la instrucción básica. Sin embargo, las formaciones tácticas cerradas, la cadencia acompasada de la marcha y los movimientos simultáneos en la carga y disparo fueron indispensables con la generalización de las armas portátiles de fuego desde el s. XVI y hasta mediados del XIX. El manejo del fusil en época napoleónica (entre 1789 y 1815) explica bien las razones.
Desde principios del s. XVIII habían cambiado bien poco los instrumentos básicos de la guerra: hombres y bestias desplazándose a pie por caminos embarrados o polvorientos, y armados con fusiles y ca½ones de avancarga. En particular, los fusiles con que se que armaron los ejércitos napoleónicos, con llave de chispa o sílex, eran muy similares a los de todo el siglo anterior, y muy parecidos en todos los paises europeos, aunque su calidad de fabricación variaba: los fusiles rusos tenían fama de estar mal fabricados, y los espa½oles eran particularmente robustos. Por otro lado, Inglaterra cedió o vendió centenares de miles de fusiles (el tipo llamado >Brown Bess=) y otros pertrechos militares a paises como Espa½a, Portugal o Prusia, cuyos ejércitos a menudo combatieron vestidos y armados por fabricantes británicos.
El fusil de infantería medía unos 150 cm. sin bayoneta, y pesaba unos 4.5 kg. La secuencia de carga y disparo era compleja, y requería durante la instrucción de los reclutas la repetición de una serie de movimientos hasta que pudieran ser realizados instintivamente en medio de la tensión y confusión del combate; he aquí pues la primera necesidad del >orden cerrado=. El soldado montaba el arma, descubriendo la cazoleta de la llave de chispa; luego extraía de una cartuchera colgada en bandolera un cartucho (llevaba unos sesenta); éste se componía de una bolsita cilíndrica de papel que contenía una carga medida de pólvora negra y una bala esférica de plomo de unos 30 gr. de peso y unos 17,5 mm. de calibre (diámetro). A continuación mordía el papel, ponía horizontal el fusil y depositaba una peque½a cantidad de la pólvora del propio cartucho en la cazoleta, que se cubría con la cobija para evitar que se derraMara. Luego apoyaba el arma vertical en el suelo e introducía por la boca del ca½ón el resto del cartucho (en casos de emergencía podía verterse a ojo pólvora suelta y cargar con los más extra½os proyectiles). Para poder empujarlo hasta el fondo del ca½ón, extraía la baqueta, bastón metálico que iba sujeto al fusil en el baquetero o tubo bajo el ca½ón, y atacaba (esto es, empujaba) el cartucho; retiraba la baqueta y la volvía a guardar. Luego empu½aba el arma, armaba el pie de gato, pieza que sostenía un fragmento de pedernal, encaraba (normalmente no se apuntaba con precisión), y apretaba el disparador. En ese momento un resorte impulsaba el pie de gato con el pedernal contra otra pieza metálica, el rastrillo. El impacto de sílex contra metal hacía saltar chispas que inflamaban la pólvora depositada en la cazoleta. Esta ignición se transmitía hasta el fondo del ca½ón a través de un peque½o conducto u oido; la pólvora del cartucho allí depositada se inflamaba y los gases en expansión impulsaban la bala y calcinaban el papel. Luego, la secuencia comenzaba de nuevo.
Muchas cosas podían ir mal en este proceso, sobre todo si el soldado no estaba bien entrenado. Podía por ejemplo derramar la pólvora de la cazoleta, con lo que las chispas del pedernal no tendrían donde prender; podía, en la confusión del combate, meter dos o más cartuchos, y reventar el ca½ón; podía -y esto era frecuente- olvidarse de sacar la baqueta, y dispararla junto con la bala, con lo que el fusil quedaba inutilizado (por eso se exigía siempre reintroducir la baqueta en el baquetero a cada disparo, pues si se clavaba en el suelo un súbito movimiento de la unidad podía hacer que se olvidara). Además de los errores, los fallos mecánicos eran frecuentes: si el tiempo era lluvioso, el pedernal podía no inflamar la pólvora húmeda; si el sílex no estaba adecuadamente tallado o colocado no saltarían chispas (la robusta llave de miquelete espa½ola permitía que funcionara casi cualquier trozo de sílex); el oido, muy estrecho, podía obstruirse... Además, la pólvora negra quemaba mal, y con los restos de la combustión y del papel de los cartuchos el ca½ón acababa por obstruirse (en sus memorias, Jean-Roch Coignet, soldado de Napoleón, ofrece una solución >de campo= para este último problema: orinar en el interior del ca½ón, verter pólvora suelta y quemarla).
En estas condiciones, el disparo fallaba una de cada seis veces en condiciones ideales, y una de cada cuatro o peor en tiempo húmedo o en combates prolongados. En teoría, un soldado bien entrenado podía disparar cinco veces por minuto; pero en combate lo normal era un ritmo de dos o tres disparos por minuto, o, menos si el fuego se prolongaba. Además, el retroceso era brutal y podía dislocar el hombro: algunos soldados derramaban algo de la pólvora del cartucho, lo que disminuía el retroceso, pero acortaba drásticamente el alcance. Por todo esto era tan importante la primera descarga, cuando los fusiles estaban limpios, bien cargados, y no había humo que limitara o impidiera la visibilidad.
óQue eficacia real tenía este arma?. Relativa. Carente de rayado en el ánima, la trayectoria de la bala era imprecisa y en condiciones de combate era imposible apuntar bien. Aunque el alcance teórico efectivo era de unos 200 m., a más de 75 m. el tiro individual era desperdiciar munición. A más de 200 m. el fuego de fusilería normal era ineficaz incluso en descargas masivas. La única forma de asegurar una cierta eficacia era agrupando una gran densidad de fusiles en un frente reducido, disparar en descargas lo más cerradas posible, y a la menor distancia que permitieran los nervios de los soldados (>cuando se vea el blanco de sus ojos=). Esta es la otra razón para las cerradas formaciones del s. XVIII y principios del XIX: asegurar una cierta eficacia en el tiro de un arma inherentemente imprecisa.
En experimentos realizados en condiciones ideales sobre grandes blancos de tela, una unidad descansada y entrenada podía obtener un 50% de impactos a cien metros, y un 30% a doscientos metros. Pero la realidad del campo de batalla era bien distinta: salvo en casos muy especiales y recordados (como una primera salva a sólo 20 m. que consiguió en 30% de blancos), lo normal era que a unos 200m. sólo de un 3 a un 4% de los disparos realizados alcanzara a un enemigo, subiendo quizá al 5% a 100 m. Tomado en conjunto, distintos autores de la época calculaban que sólo de un 0.2% al 0.5% del total de balas disparadas en una batalla daba en algún blanco, y que para matar un hombre era necesario >dispararle siete veces su peso en plomo=. Sólo por esa ineficacia podían tener ciertas garantías de avanzar y sobrevivir las compactas formaciones tácticas del periodo. No es de extra½ar en estas condiciones que incluso en 1792 el Tte. Coronel inglés Lee, del 44 Rgto., propusiera seriamente la reintroducción del >arco largo= (ver La aventura de la Historia, n. 1, pág. 94) con argumentos sensatos: era más barato que el fusil, no más impreciso, tenía un alcance eficaz similar, no producía humo, causaba graves heridas en enemigos sin armadura, y su cadencia de tiro era de cuatro a seis veces más rápida. Sin embargo, el arquero necesitaba más espacio que el fusilero, un viento fuerte inutilizaba las flechas, y sobre todo costaba a½os entrenar a un arquero eficiente, mientras que los movimientos para el manejo del fusil podían ense½arse, mal que bien, en horas o días.
El gran calibre (unas seis veces mayor que el moderno), peso y maleabilidad de las balas de plomo, unido a la baja velocidad del proyectil (unos 320 m/s.), hacían que este fusil tuviera un gran >poder de detención=, y que causara heridas terribles. Además, los bajos niveles higiénicos, la práctica inexistencia de servicios médicos competentes (barón Larrey aparte) y la inexistencia de antibióticos, hacían que cualquier herida resultara peligrosa, por leve que fuera, y que la amputación de miembros sobre la marcha fuera el >tratamiento= de urgencia usual.
Fernando Quesada Sanz
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