Autor: Juan Luis Arsuaga
viernes, 21 de diciembre de 2001
Sección: Opinión
Información publicada por: Silberius
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Un tema tabú

La Ciencia también tiene sus temas delicados, aquellos que tememos que se prestan a ser malinterpretados por el público o por los medios de comunicación o, peor aún, a ser manipulados por intereses ideológicos (políticos, religiosos, etc.).

Se sabe por experiencia que muy frecuentemente se ha hecho bandera partidista de las teorías de los científicos. No hace falta esforzarse mucho para recordar cómo las opiniones de Galileo o de Darwin influyeron en el pensamiento y en la sociedad de su época (y de qué modo lo siguen haciendo). Sin contar, por supuesto, que también los científicos tienen ideología y muchas veces su mirada está nublada por los mismos prejuicios que influyen en las personas de su entorno. Naturalmente, en los grandes debates se trata siempre de las cuestiones que nos afectan más directamente a los seres humanos, no de las investigaciones sobre la oscura vida de los insectos o sobre la estructura y propiedades químicas de las moléculas (aunque muchas veces también de aquí se extraen enseñanzas que terminan por interesarnos a todos).

Hace falta mucho valor para atraverse a abordar estos temas problemáticos, arrostrandro el peligro de que le tachen a uno de excesivamente radical o, por el contrario, de demasiado conservador. Y sin embargo, los temas tabú suelen ser precisamente los más apasionantes, y los que más nos intrigan. El silencio de la Ciencia en estos casos tiene algo de cobarde o de cómplice; de cómoda neutralidad en cualquier caso. Y entre los más espinosos temas está, desde luego y a la cabeza de todos, el de la inteligencia humana. Más allá de las diferencias entre las personas, ¿nos ha hecho la Naturaleza (o sea, la evolución) exactamente iguales a todas las poblaciones humanas, y a los hombres y las mujeres? Aunque esto nos parezca lo más "democrático", ¿por qué tendría la Naturaleza que ser igualitaria? ¿No podrían existir diferencias en la inteligencia como las que se dan en el color de la piel o entre los dos sexos? Stephen Jay Gould escribió un interesante ensayo a este propósito (titulado "La falsa medida del hombre"), en el que profundiza en la cuestión de las desigualdades sexuales y raciales de la inteligencia, y del uso (por lo general, mal uso) que históricamente se ha hecho de las indagaciones de los científicos en torno al tema. La lectura de ese libro le quita a uno las ganas de seguir discutiendo la cuestión: se siente fuertemente la tentación de respetar el tabú establecido. Pero, ¿no es mejor enfrentarse directamente (y científicamente) con la verdad que dejar que especulen otros con propósitos inconfesables (y callar)? Gould encabeza su libro con un pensamiento que Darwin dejó escrito en su viaje alrededor del mundo: "si la miseria de nuestros pobres no se debe a la naturaleza, sino a nuestras instituciones, grande es nuestra culpa". La cuestión de la inteligencia tropieza desde el principio con un serio obstáculo. Siendo la inteligencia un concepto intuitivo, que nadie es capaz de definir y delimitar, ¿cómo podremos medir algo tan inasible? Podemos abandonar el empeño aquí mismo, pero tal abandono no tendría justificación científica. ¿Acaso los demás problemas que nos preocupan tienen definiciones más precisas? Ni siquiera ha podido ser acotado el concepto mismo de Vida, y sus límites son todavía borrosos. ¿Deberíamos por eso renunciar a la Biología?

Al lector le sorprenderá saber que todas las generaciones de paleontólogos discuten acerca de lo que es un fósil. Y así podría seguir poniendo más y más ejemplos: todo el mundo sabe lo que es el lenguaje, la cultura o la consciencia, pero a la hora de discutir si los tienen los animales (o qué animales los tienen), nos damos cuenta de que la contestación depende de qué entendamos por el lenguaje, la cultura o la consciencia. Así que lo mejor será seguir el consejo que da el Premio Nobel Francis Crick en su libro "La búsqueda científica del alma": una batalla no se gana debatiendo sobre lo que significa el concepto de batalla, sino con buenos generales, medios adecuados y tropas bien preparadas. Una gran parte de las discusiones clásicas sobre la medida de la inteligencia humana utilizaban como criterio el tamaño del cerebro. Los paleontólogos no podemos renunciar sin más a esta medida, porque es de las pocas con las que contamos para rastrear la evolución de la inteligencia. Nadie duda de que nuestra superioridad sobre los chimpancés y los demás monos en las funciones mentales superiores está directamente relacionada con nuestro cerebro más desarrollado en volumen. Además, el registro fósil nos informa de que nuestro cerebro es mayor que el de nuestros antepasados fósiles, y de que al mismo tiempo que aumentaba el cerebro lo hacía la complejidad de la tecnología, así que ¿por qué no habría de valer el tamaño del cerebro para comparar la inteligencia de razas o de sexos? Veremos en la próxima entrega, sin embargo, que el tamaño bruto del cerebro no es todo lo que tenemos para investigar la evolución de la inteligencia.

© Copyright Juan Luis Arsuaga

Más informacióen en: http://www.cnice.mecd.es/tematicas/evolucion/index.html


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